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Los votantes de Perú enfrentan una situación imposible gracias al COVID-19 y la corrupción

A JUZGAR por su progreso económico y social en los 20 años previos a la pandemia, Perú debería haber podido nutrirse de una reserva profunda de confianza pública cuando estalló la crisis del COVID-19. La economía del país creció cada año entre 1999 y 2019, y los frutos se compartieron ampliamente: el coeficiente de Gini de Perú—una medida de la desigualdad de ingresos— mejoró de 55.1 a 41.5, uno de los mejores de América Latina según el Banco Mundial. La tasa de pobreza se redujo en dos tercios en los últimos 15 años, y la pobreza extrema en cinco sextos, hasta el punto en el que solo cerca de 625,000 de los 32.5 millones de peruanos y peruanas sobreviven en la actualidad con menos de 1.9 dólares al día, una reducción en comparación con los 3.75 millones en 2004.

 

Y aun así, 2021 está comenzando en un ambiente de peligrosa desintegración política en Lima, donde la primera vuelta de las elecciones presidenciales ha reducido las opciones del país a dos contendientes extremistas: a la izquierda, el líder sindical de maestros Pedro Castillo,defensor de la nacionalización de las industrias y de reescribir la Constitución según parámetros socialistas, terminó en primer lugar con 18.5% de los votos; a la derecha, Keiko Fujimori, hija del exdictador Alberto Fujimori, quedó en segundo lugar con 13% de los votos. La plataforma del partido de Castillo elogia el enfoque de libertad de prensa de Lenin y Fidel Castro; por su lado, Fujimori promete una “demodura”que suena represiva y que es un neologismo que combina “democracia” con “mano dura”.

 

El COVID-19 es la causa a corto plazo de la pérdida de legitimidad de la clase política peruana. A pesar de todo su progreso en las últimas dos décadas, el Perú carece de una infraestructura administrativa y de salud pública de alta calidad, y como resultado directo de eso, el país ha registrado una de las tasas de muerte por COVID-19 más altas del mundo. La producción económica cayó 11.1% el año pasado, y dos millones de personas volvieron a caer en la pobreza. Sin embargo, la causa estructural del descontento público es la persistente corrupción oficial, aunada a las disputas entre facciones y los juegos de poder en Lima, a menudo instigados por Fujimori. Cuatro expresidentes vivos han sido enjuiciados (Alberto Fujimori está cumpliendo 25 años de prisión por crímenes a los derechos humanos y otros abusos). Otro prefirió suicidarse antes de someterse a un arresto inminente. El actual proceso electoral, que concluye el 6 de junio, le dará al Perú su quinto presidente en cinco años. Y aunque ambos candidatos critican la corrupción, se han presentado acusaciones creíbles de actos ilícitos contra Keiko Fujimori, quien está en libertad bajo fianza pero enfrenta cargos de lavado de dinero, y contra el líder del partido de Castillo, el médico con formación cubana Vladimir Cerrón.

 

El destino de Perú está ahora en manos de 69% del electorado que votó por alguno de los 16 candidatos que se postularon contra Castillo y Fujimori. Pueden conseguir algún tipo de consuelo en el hecho de que ninguno obtuvo la mayoría en el Congreso; por lo tanto, ambos podrían tener limitaciones por el organismo. Al igual que los votantes de Perú, Estados Unidos tiene pocas buenas opciones, aunque debe hacer todo lo posible para suministrar vacunas y cualquier tipo de asistencia que pueda acelerar la recuperación de Perú de la devastación que ha causado el COVID-19. Incluso si su próximo presidente es demagógico e ideológicamente extremista, la mayoría de la gente en Perú no lo es. El gobierno de Joe Biden debe recordar eso mientras el país transita este momento complicado.

 

 

 

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