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Arturo Pérez-Reverte: No es tiempo de héroes

Hace poco me acompañaron ustedes en Twitter para comentar el disparate de unos libros escolares donde se introducía el doblete de judíos y judías, conversos y conversas, sospechosos y sospechosas, moriscos y moriscas. Para ser justos, consideremos que tales estupideces, aunque impresas por editoriales escolares, no son exclusiva responsabilidad de éstas. A fin de colocar libros en los colegios de las autonomías españolas, las editoriales aplican las exigencias de cada consejería. En aquel caso se trataba de Andalucía, donde los responsables y responsablas del anterior gobierno local intentaron imponer el lenguaje inclusivo más extremo. Pero los últimos textos publicados allí, según comprobé estos días, han vuelto a la normalidad. Que en España es relativa, cierto. Pero normalidad, al fin y al cabo.

Con los libros de texto me quedé dándole vueltas a la cosa, incluido el peligroso intento de convertir las aulas en laboratorios de ingeniería social a disposición de cualquier profesor Bacterio que se haga con una migaja de poder: la Historia glorifica imperialismos, la ortografía y la gramática son machistas y elitistas. Todo eso. Así, lo que tacita a tacita se vierte en ciertos textos escolares acaba calando: tanteo, reacción, retroceso y vuelta de nuevo, dejando cada vez un poquito más de daño irreparable. Y de ese modo, de derrota en derrota, hasta la victoria final.

Frente a eso hay sólo dos oposiciones posibles: los profesores y los padres. Entre los primeros los hay que, resignados, aceptan la barbaridad porque así figura en el libro que les colocan, y no se complican la vida. Otros creen en ello, coinciden con el espíritu del texto y enseñan en consecuencia. Y aquellos a quienes ideas o conocimiento sitúan en desacuerdo con el disparate, ponen de lado el texto o limitan con astucia y sentido común los estragos entre sus alumnos. En cuanto a los padres, repiten esos comportamientos: unos pasan por completo, a otros les parece bien que sus niños hablen como pequeños gilipollas y digan que Colón fue un genocida, y otros animan a los cachorros a ser ellos mismos y no tragar. Y es precisamente ahí donde surge el principal problema: en los que no tragan.

Hace falta mucho amor por el intelecto de un hijo, mucha entereza y mucha confianza en su carácter para convertirlo en disidente. Cuando un padre muestra a un hijo la verdad de una biblioteca, está creando un insurgente: un rebelde ante un sistema que, precisamente, desprecia las bibliotecas. Y es curioso considerar cómo han cambiado las cosas en torno a la palabra disidente. Serlo antes era enfrentarse al sistema. Un disidente luchaba contra lo establecido, y por eso era un peligro para el ambiente social cuyas reglas no compartía. Una amenaza. Ahora es al revés: en esta falsa individualidad multiplicada por millones en las redes sociales, donde todo el mundo coincide en considerarse disidente de algo, quien de verdad destaca es el que discute los lugares comunes convertidos hoy en norma social universal, cada vez más sólida entre quienes creen jugar solos en su propio campo, que en realidad es asombrosamente idéntico al del vecino.

Ésa es la paradoja. La sociedad actual, el sistema construido con la suma de millones de teóricas disidencias, asfixia al actual y verdadero disidente. Gracias a las redes sociales, esa represión se ejecuta masiva y en tiempo real. Y así, quien actúa fuera del grupo se ve reprimido e infectado por las analfabetas simplezas con que hoy se construyen las ideologías. Antes, un disidente era un héroe social: alguien a quien se admiraba e imitaba. El sistema establecido le tenía miedo, pues detectaba ahí el virus de la revolución. Hoy, un chico ajeno al sistema sólo es un apestado, un marginal sin futuro. Nadie lo teme, pues ya no hay victoria posible. Únicamente lo desprecian. En el colegio, profesores y compañeros lo aíslan porque si se cuestiona el discurso oficial, si razona, si discute, es en agraz un fascista, un machista, un maltratador, un xenófobo, un asocial. Su hijo o su hija, dicen a los padres, razona con excesiva insolencia, levanta mucho la mano, no se integra en el equipo. No piensa según las reglas impuestas por millones de idiotas que se consideran libres porque creen haber triturado las viejas reglas sin advertir que ellos mismos son la regla nueva. Cuando la disidencia se hace sistema, nadie admira al que todavía la practica. En un mundo donde hasta el más menguado cree disentir de algo, y eso es precisamente lo que iguala y masifica hoy a tanto borrego, el verdadero rebelde, el agitador, no tiene ya ninguna posibilidad. No le queda otra que, fiel a sí mismo, echarse al monte como aquellos antiguos bandoleros que acababan vendiendo cara la piel entre montes y breñas, acosados como lobos por la Guardia Civil. ¿Y qué padre desea eso para sus hijos?

 

 

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