Democracia y Política

Laberintos: El viaje del Papa a Cuba y Estados Unidos

 

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La causa de que se haya producido un borrón y cuenta nueva entre Estados Unidos y Cuba ha sido la necesidad. Por parte de Cuba, la necesidad de superar el aislamiento político y económico implícito en el embargo comercial; por la de Estados Unidos, recuperar al menos una parte de los frutos que le brindó Cuba durante más de medio siglo, mientras la isla fue prácticamente suya. Se trata de una realidad a todas luces evidente, que sólo deja una duda: ¿cuál ha sido el papel exacto que ha representado el papa Francisco en la compleja tarea de dejar atrás definitivamente y para siempre el pasado violento de la guerra fría en el Caribe?

Por supuesto, no es esta la primera vez que se intenta neutralizar con la negociación los efectos de ese larguísimo desencuentro. Que yo recuerde, la primera tentativa se produjo en Montevideo, la madrugada del 4 de agosto de 1961, apenas tres meses después del fiasco de Bahía de Cochinos, porque La Habana y Moscú compartían entonces, con mucha razón, el temor de que Washington intentaría invadir Cuba de nuevo, ahora con sus propias fuerzas armadas.

Un día antes había concluido, en el balneario de Punta del Este, una reunión del Consejo Económico y Social de la OEA, convocada con urgencia por Estados Unidos para que su secretario del Tesoro, Douglas Dillon, le presentara oficialmente a la comunidad latinoamericana todos los pormenores de la Alianza para el Progreso, buque insignia de la política de John F. Kennedy para la región. Para festejar el feliz desenlace del encuentro, el representante brasileño ante la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, el embajador Edmundo Barbosa Da Silva, invitó a su casa a un grupo de delegados, entre ellos a Ernesto Che Guevara, quien presidía la delegación cubana a la Conferencia, y a Richard Goodwin, asesor personal del presidente Kennedy. Pasada la medianoche, ambos personajes se retiraron a una habitación privada de la casa y sostuvieron una larga y confidencial conversación sobre las relaciones de Estados Unidos y Cuba.

Durante la entrevista, Guevara admitió que el hostigamiento sistemático de Estados Unidos le estaba creando serios problemas políticos y económicos a la revolución cubana. Cuba, le dijo a Goodwin, no aspiraba a un entendimiento global con Estados Unidos para superar esas dificultades, “porque eso es imposible”, pero sí estaba deseosa de alcanzar con Washington “un modus vivendi, al menos un modus vivendi provisional.” Acto seguido señaló que para demostrar su interés en este tema, Cuba estaba dispuesta a dar los siguientes pasos:

  1. Si bien Cuba no devolvería las propiedades estadounidenses expropiadas, sí podría considerar pagarlas, incluyendo centrales azucareros y bancos, con productos cubanos de exportación.
  2. Su gobierno también podría comprometerse a no establecer ninguna alianza política con los gobiernos de Europa oriental, aunque no podría modificar las simpatías recíprocas existentes entre esas naciones y Cuba.
  3. Cuba celebraría elecciones libres, pero sólo después de un período de institucionalización revolucionaria, que incluía el establecimiento de un sistema electoral de un partido único.
  4. Cuba, por supuesto, se comprometía a no atacar la base naval estadounidense de Guantánamo.
  5. Cuba aceptaría, aunque a regañadientes, hablar con Estados Unidos sobre las actividades promovidas por la revolución en otros países.[1]

Este encuentro no tuvo ninguna consecuencia práctica, según declaró Goodwin a la prensa 30 años después, porque la herida de Bahía de Cochinos todavía sangraba copiosamente en el corazón de Kennedy, pero inmediatamente después de la crisis de los misiles, octubre del año siguiente, y ante el horror de lo que estuvo a punto de ocurrir, él y Fidel Castro reanudaron la exploración de aquellos caminos subterráneos que habían abierto Guevara y Goodwin en Montevideo. Pero mientras el embajador alterno de Estados Unidos ante Naciones Unidas estaba a punto de viajar clandestinamente a La Habana para reunirse y comenzar a negociar con Castro, y mientras Jean Daniel, director del influyente semanario francés Le Nouvel Observateur, se trasladaba a Cuba para entrevistar al líder cubano, a quien llevaba un mensaje personal del presidente Kennedy, se produjo el crimen de Dallas. Lyndon B. Johnson no compartía la visión de Kennedy sobre el problema cubano, canceló el diálogo con Cuba y la confrontación volvió a ser la regla de oro en las relaciones de la Habana y Washington, hasta que el fin de la Unión Soviética en noviembre de 1989 también puso fin a la guerra fría y dio lugar a que Cuba, sin la ayuda de la URSS, anunciara la aplicación del llamado “período especial”, que obligó a su vez al gobierno cubano a explorar nuevos horizontes donde buscar la manera de rescatar el muy maltrecho desarrollo social de Cuba. Comenzaron entonces los encuentros cubanos con España y otros países europeos, y con algunos gobiernos latinoamericanos, pero sin resultados concretos.

La inesperada aparición de Hugo Chávez en el escenario latinoamericano fue la tabla de salvación de Cuba en el peor momento de su historia revolucionaria, hasta que dos sucesos le cerraron bruscamente ese camino. Uno, la enfermedad de Fidel Castro, que lo obligo a cederle el poder a su hermano Raúl, mucho más pragmático, quien además veía en la experiencia china de “dos sistemas, una nación”, un modelo factible de ser imitado por Cuba, como había hecho Vietnam con mucho éxito, pero al que siempre se había opuesto Fidel. El otro, la muerte de Chávez, su error al nombrar a su canciller, Nicolás Maduro, su sucesor, y la crisis brutal de los precios del petróleo: entre las marcadas insuficientes de Maduro para gobernar, y 15 años de despilfarro irresponsable de la riqueza petrolera de Venezuela para sostener económicamente a Cuba y financiar la expansión en América Latina del “socialismo del siglo XXI” proclamado por Chávez, se agotaron las arcas de las que se nutría Cuba y colocaron el futuro de la “revolución bolivariana”, y de Cuba, al borde del abismo.

Impulsados por esta urgencia existencial, los negociadores cubanos comenzaron a reunirse en Bruselas con representantes de la Unión Europea para encontrar antes de que fuera demasiado tarde puntos de confluencia que sirvieran para reanimar la agonizante realidad económica cubana. Cuatro décadas antes, Fidel Castro había advertido de que para solucionarse el conflicto de Cuba con Estados Unidos, primero tendría que producirse el doble milagro de que Estados Unidos eligiera a un presidente negro y el Vaticano designara a un papa latinoamericano. Inaudita circunstancia que ahora, de pronto, se hacía realidad. Imposible saber qué se pensó entonces en La Habana, si fue Cuba quien buscó a Francisco o si Francisco buscó a Cuba, y si Obama se sentó a la mesa antes o después de Francisco, pero no cabe la menor duda del impacto, no pastoral sino político, que tuvo la intervención directa del papa Francisco en las negociaciones que cuajaron, para asombro del mundo, en la famosa conversación telefónica de Obama y Raúl Castro el pasado 17 de diciembre.

En el marco de estos sucesos es que debemos colocar el viaje del papa Francisco a Cuba, su nada casual continuidad a Washington y la circunstancia de que Francisco, Raúl Castro y Obama coincidan esta semana en la sede newyorkina de Naciones Unidas. Por otra parte, es preciso señalar que los objetivos que Francisco persiguió en La Habana, muy poco o nada tienen que ver con los que llevaron a Juan Pablo II y a Benedicto XVI a Cuba. Su propósito era esencialmente político, avanzar con Raúl Castro por el camino de la negociación con Estados Unidos para luego, esa es la tarea de todo mediador, hacer otro tanto en Washington. Y, luego, si fuera posible, rematar en New York una nueva y audaz etapa del recorrido, que se inició con la reanudación de las relaciones diplomáticas y que sólo concluirá con la normalización total de las relaciones, cuyas condiciones son tres: la suspensión del embargo, el abandono estadounidense de su base naval en Guantánamo y la convivencia en Cuba del gobierno revolucionario y la disidencia, única manera de reconciliar y reunificar a la familia cubana, tal como planteó Francisco varias veces durante su permanencia en Cuba.

Desde esta perspectiva, el viaje de Francisco a Cuba y Estados Unidos ha sido un gran éxito, pero un éxito, como resultaba inevitable, absolutamente discreto. Los recelos de algunos ante lo que ellos llaman el “silencio” de Francisco en Cuba, son absurdos. Si en algo valoramos la normalización de las relaciones, no entre Estados Unidos y Cuba, sino entre unos cubanos y otros, ese silencio que algunos califican de entre culposo y cómplice, no es silencio sino un estruendoso aldabonazo. Más de 50 años de ruido, rabia y guerra no han conducido a nada. ¿O no? Ahora, gracias a este “silencio” del papa Francisco, quizá Cuba pueda dar una salto de gigante y acercarse por fin a un futuro de paz, bienestar y libertad. Como la inmensa mayoría de los latinoamericanos, eso espero.

[1] El texto completo del memorándum de Goodwin a Kennedy puede leerse en www.gwu.edu/-nsarchiv/NSAEBB/…/doc.01.pdf

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