Por primera vez en muchos años, el régimen que preside Nicolás Maduro, el gobierno de Estados Unidos, la Unión Europea y las diversas y prácticamente inexistentes “fuerzas” de oposición, agrupadas alrededor de Juan Guaidó, a quien la comunidad internacional sigue reconociendo como líder de la oposición, finalmente parecen haberse puesto de acuerdo. Al menos, en cuanto a la necesidad impostergable de encontrarle salida inmediata y negociada a una crisis general de la que ninguno está en condiciones de salir ileso por sí solo.
A partir de ese primer punto, surgen las dudas. La primera, que dadas las circunstancias y las experiencias acumuladas a lo largo de los últimos 20 años, ha quedado claro para todos que la presencia del chavismo venezolano en las reiteradas rondas de negociación con la oposición nunca ha sido el resultado de supuestas buenas intenciones de Hugo Chávez o de Maduro, sino todo lo contrario. Como régimen de fuerza que es, el chavismo ha conservado el poder mediante el empleo sistemático de la violencia y en ningún momento se ha paseado por la alternativa de una transición pacífica de la dictadura a la democracia. También sabemos que ni la guerra de Vietnam, ni la feroz dictadura chilena ni el sandinismo marxista-leninista de Daniel Ortega llegaron a su fin por las buenas. Estas emblemáticas experiencias fueron fruto del agotamiento militar vietnamita y estadounidense en el sureste asiático, de la presión de Washington sobre el Alto Mando Militar de Augusto Pinochet y de la compleja crisis generada en Nicaragua por la prolongada guerra de la “contra.” Hasta los acuerdos de paz en El Salvador, negociado en las Naciones Unidas en tiempos de Javier Pérez de Cuéllar, y más recientemente el de Colombia, fueron más que válvulas de escape para cerrar largas, muy costosas e inútiles guerras que ninguna de las partes podía ganar a punta de pistola.
Una realidad muy similar acorrala ahora a Maduro: la crisis general que devasta a Venezuela desde 2017, las sanciones económicas aplicadas al régimen por Estados Unidos y la Unión Europea, y la insuficiencia estructural de la hegemonía chavista para sobrevivir a sus propios fracasos. Mezcla explosiva de incapacidades, agudizada por la pérdida absoluta de objetivos ideológicos y materiales, mezquinas ambiciones personales y corrupción desenfrenada, todo ello dentro del apocalíptico marco de la pandemia del Covid-19. Razones más que poderosas, que sin duda han hecho comprender a Maduro y a un sector importante del chavismo que por fin ha llegado la hora de ceder algo del terreno que ocupan desde 1999, aunque solo sea para para no perderlo todo.
La gravedad de esta situación es de tal magnitud, que Maduro ha dado a sus pasos un giro de 180 grados al aceptar dialogar con sus peores enemigos, incluso con Juan Guaidó, a quien ha invitado a pensar juntos el presente y porvenir del país. Una decisión que como quiera que se mire constituye el reconocimiento y legitimación de un gobierno paralelo al suyo en Venezuela y de Guaidó como su máxima autoridad. Una situación inimaginable hasta la semana pasada, que se hace ahora realidad inevitable, no porque Guaidó sea una fuerza a tener en cuenta, sino porque su extrema debilidad no es más frágil que la debilidad de Maduro.
Esta debilidad de quienes siguen donde están por simple inercia, también determina que la visión de la comunidad internacional interesada en el tema Venezuela, haya cambiado radicalmente desde que el pasado mes de enero pasado, cuando Joe Biden sustituyó a Donald Trump en la Casa Blanca. Desde su primer día como presidente de Estados Unidos Biden se entregó a la tarea de reconstruir los hilos rotos de las relaciones de Washington con Bruselas, pésima noticia para Maduro, porque esa confrontación le había impedido a Trump transformar en hechos concretos sus amenazas al régimen venezolano. Este renovado entendimiento de las dos orillas atlánticas constituye un obstáculo infranqueable para el régimen chavista, pues si bien no basta para darle un vuelco definitivo a la insostenible crisis política de Venezuela, sí sirve para enmendarle la página a un régimen que ya resulta impresentable para todas las democracias occidentales, a cambio de introducir cambios significativos en la conducción de la moribunda economía venezolana, incluyendo en el paquete la reconstrucción de la industria petrolera venezolana.
Precisamente por el carácter limitado de los objetivos acordados por Estados Unidos y la Unión Europea, se produjo esta semana, para indignación de muchos, la escandalosa declaración de Enrique Márquez, uno de los nuevos miembros del “renovado” Consejo Nacional Electoral, quien en su papel de representante de la nueva alianza opositora en el directorio del ente electoral, confesó estar a la espera de que toda la clase política venezolana entienda y acepte que gracias al acuerdo que se negocia “efectivamente habrá un proceso medianamente transparente para poder ocupar posiciones institucionales importantes en la próxima elección y en la próxima de arriba también.” Disparate que Carlos Blanco se apresuró a responder de inmediato con la implacable afirmación de que lo que se pretende con estas negociaciones es más de lo mismo, valga decir, adelantar “un proceso que no es transparente, que no es limpio, libre, ni justo… una rendición antes del vamos.”
Son las dos caras del clásico mecanismo de quiero pero no puedo, que le ha permitido al régimen conservar el poder desde hace 20 años con la colaboración cómplice de la mayoría de esa clase política, atrincherada en el argumento de que como son demócratas, lo que saben hacer es dialogar, negociar y buscar acuerdos con el otro, acciones que en el mundo de los hechos equivale a renunciar al derecho y a la obligación constitucional de luchar para restaurar por todos los medios la democracia representativa en Venezuela, retorcida interpretación opositora de la Constitución Nacional, que a su vez le permitió a Hugo Chávez avanzar en la materialización de su proyecto de repetir en Venezuela la fallida experiencia de la revolución cubana, aunque por otros “medios.” Es decir, no mediante el empleo directo de la violencia, sino de una violencia encubierta con las formalidades de la democracia que se proponía pulverizar: elecciones fraudulentas, falsa separación de poderes y negociaciones tramposas.
Esa es, por supuesto, la razón que explica cómo, al cabo de 20 años de catastróficos fracasos, el régimen y la oposición continúan desempeñándose según el libreto escrito por los asesores cubanos de Chávez en las postrimerías del siglo pasado, pero que ante una comunidad internacional que para sorpresa de todos se manifiesta de improviso como una fuerza sin fisuras ni aparentes contradicciones, se ven forzados a admitir sus respectivas debilidades. Y a reconocer que ni el régimen ni la oposición dispone de poder suficiente para imponerle al otro la fuerza que alguna vez tuvieron, como quedó demostrado desde la aplastante derrota del oficialismo en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, cuando la victoriosa oposición de entonces no supo o no quiso aplastar al otro, ni Maduro pudo reaccionar a tiempo para impedir lo que pronto pasaría a ser el origen del punto de inflexión actual. Razón también por la que los actores del proceso político venezolano de repente se encuentren desnudos y abandonados en medio de ese solar yermo que llamamos Venezuela. Aunque solo sea para prolongar la agonía y ver si al doblar la esquina los sorprende un milagro que les permita superar los graves contratiempos del momento, así sea agarraditos de las manos. Como si a fin de cuentas los promotores de la medianía y la mediocridad en ambos bandos aceptaran públicamente que el objetivo de sus empeños no ha sido ni es Venezuela, ni la restauración de la democracia como sistema político y forma de vida, ni el compromiso de devolverle a los ciudadanos la dignidad perdida, sino un puesto en la mesa del festín por venir. Sin fundamentos ideológicos que sostengan ese proyecto y con el exclusivo objetivo de conservar el poder a cualquier precio. Para mayor gloria de ellos y de sus herederos.