Democracia y Política

López Obrador: del sueño a la realidad

Tristemente, la “Cuarta Transformación” liderada por el presidente Andrés Manuel López Obrador ha fracasado. Digo tristemente porque sé que millones de mexicanos, incluyendo muchos familiares, amigos y colegas, votaron por Morena con la esperanza de que el supuesto “primer gobierno de izquierda” sería capaz tanto de acabar con algunos de los graves problemas del país, como de impulsar una serie de políticas públicas progresivas. Digo que ha fracasado porque, si bien la valoración de éxitos y fracasos gubernamentales está llena de matices, al llegar a la mitad de su gobierno queda claro que la fuerza del presidente para cumplir su agenda de reformas se sostiene sobre bases endebles; que sus iniciativas no han sabido entender ni resolver los grandes problemas del país; que no sólo no se ha construido la infraestructura necesaria para establecer un Estado de bienestar, sino que se han ido mermando las condiciones administrativas existentes; y que AMLO ha resultado ser un líder sin verdaderas capacidades estratégicas.

Así, mientras la narrativa presidencial que se construye desde las conferencias mañaneras y se amplifica en redes sociales busca convencernos de que todo está bajo control, que las cosas ya no son como antes, que hoy todo es mejor y que el futuro es promisorio, en la realidad cotidiana las cosas son distintas. Más allá del triunfalismo discursivo, hoy resulta claro que la Cuarta Transformación (4T) y su líder se han quedado sin respuestas ante las grandes cuestiones del país; sin la imaginación y los recursos necesarios para lograr sus promesas en beneficio de los mexicanos; sin un rumbo claro en tiempos por demás inciertos.

 

Ilustración: Víctor Solís

Un gigante transformador con pies políticos de barro

Suele decirse que Andrés Manuel López Obrador es el presidente más legítimo de la historia y que cuenta, como ningún otro, con el apoyo del “pueblo”. O por lo menos ésa es la idea que se ha tratado de construir, desde el gobierno federal, el partido gobernante (Morena) y diversos medios de comunicación afines a la agenda presidencial. Frente a una oposición desarticulada, unas élites económicas complacientes y unas instituciones públicas cada vez más desgastadas, se ha promovido la imagen de López Obrador como un personaje capaz de transformar la realidad mexicana gracias a una legitimidad electoral y una popularidad incomparables. Las cosas, sin embargo, son más complicadas de lo que aparentan.

Mucho se ha hablado del “histórico” triunfo de AMLO en las elecciones de 2018. Es indudable que López Obrador ganó con una clara mayoría. Los más de “30 millones de votos” le han brindado la legitimidad necesaria para impulsar su agenda política y proponer una serie de cambios institucionales e iniciativas de política pública. Ahora bien, histórico fue también el triunfo de Vicente Fox en el 2000, aunque hoy muchos no quieran recordarlo. De hecho, podría argumentarse que, en perspectiva, esa elección tuvo un valor político incluso mayor: puso fin a 71 años del gobierno del PRI (si bien PNR, PRM y PRI no fueron lo mismo, pero eso es otra historia). La victoria de AMLO, en cambio, fue la tercera de nuestras alternancias políticas nacionales. Si su triunfo fue notorio es porque implicaba la supuesta llegada de “la izquierda” a la presidencia por primera vez en la historia del país. (Por supuesto, para quien ha querido darse cuenta, desde la alianza con el partido evangelista hasta la inexistente agenda ambiental, pasando por el sinsentido de la “austeridad republicana”, en realidad seguimos a la espera de ese gobierno de izquierda.)

La “enorme” popularidad presidencial ha sido el otro tema recurrente en la narrativa oficial. Quienes apoyan a López Obrador destacan, una y otra vez, sus altos números favorables en las encuestas. Asimismo, suelen añadir que no ha habido presidente “tan querido” como él desde Lázaro Cárdenas. Sin embargo, muchas comparaciones han mostrado ya que los niveles de popularidad de AMLO son, en realidad, bastante similares a los de otros presidentes. De Carlos Salinas a Enrique Peña Nieto, pasando por Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón, todos tuvieron altos niveles de popularidad en algún momento de su sexenio, mayores incluso a los alcanzados por AMLO. Y todos terminaron siendo gobernantes impopulares. Si además tomamos en cuenta la presencia mediática constante de López Obrador desde por lo menos 2000, no es difícil entender por qué es tan conocido nacionalmente. Ciertamente, están los miles de imágenes de gente abrazándolo, acompañándolo en sus mítines, sacándose fotos con él. Pero cualquiera que haya ido a algún evento político presidencial sabrá que la gente, siempre, busca fotografiar, tocar o abrazar al presidente en turno. Además, no hace falta haber leído a Maquiavelo para saber que el apoyo del pueblo puede variar de un día al otro.

Por consiguiente, darle tanta importancia al voto “histórico” y a la popularidad presidencial para legitimar a AMLO y su 4T es cuestionable, pero además resulta problemático por otras razones. Desde la perspectiva del presidente, su gabinete y su partido, las reformas legales y las propuestas de política pública de la 4T son correctas porque reflejan “el sentir del pueblo”. Así, López Obrador y su partido han apostado por una lógica reformista apoyada en la fuerza de la mayoría; pero al hacerlo han desdeñado el valor de la legalidad, la técnica, la argumentación y la negociación. Si el pueblo ha hablado en las urnas y ha expresado su apoyo en las encuestas, ¿para qué explicar la racionalidad, el sustento lógico o la evidencia científica detrás de las propuestas? ¿Para qué construir opciones negociadas y lograr consensos políticos, si se tiene la mayoría en las cámaras? ¿Para qué preocuparse por escuchar e incorporar las propuestas de las organizaciones sociales o los análisis de los expertos académicos? Si el presidente ya sabe lo que “el pueblo” necesita, ¿para qué atender las preocupaciones de quienes serán afectados por los cambios en los programas públicos, ya sean madres de familia, enfermos de cáncer, científicos, artistas o comunidades indígenas? Si las leyes actuales restringen lo que “el pueblo” quiere, ¿por qué no cambiarlas aun cuando en el camino se violenten principios constitucionales, derechos humanos, estructuras institucionales o valores democráticos?

Paradójicamente, esta idea simplista de la democracia mayoritaria ha puesto en riesgo los alcances de la “transformación” propuesta por López Obrador. Al desdeñar la pluralidad social, la inclusión de otros intereses políticos y la importancia de construir reformas con bases técnicas y jurídicas adecuadas, AMLO y la 4T ignoran la compleja realidad de la democracia mexicana como un espacio deliberativo con opiniones, visiones y exigencias diversas. Inmerso en su lógica mayoritaria, el gobierno de López Obrador está perdiendo la oportunidad de diseñar soluciones que respondan a las necesidades específicas de los muchos grupos sociales que integran al pueblo mexicano, empezando por las variadas carencias que aquejan a los pobres de distintas partes del país. A pesar de que buscan revertir las recientes “reformas estructurales” de Peña Nieto, irónicamente AMLO y la 4T no se han dado cuenta de que la sustentabilidad de largo plazo de sus reformas no depende de una votación “aplastante” en el congreso, sino de la aceptación social, la constitucionalidad de sus leyes y el apoyo continuado de actores políticos y económicos. Olvidan, pues, que en las democracias la popularidad es un recurso inestable y las mayorías sólo son tales hasta la siguiente elección.

Problemas sin soluciones, soluciones en busca de problemas

Hay un tercer elemento que suele resaltarse en la narrativa presidencial: Andrés Manuel López Obrador conoce, como nadie, los problemas de México. Después de pasar años recorriendo el país, el hoy presidente tuvo oportunidad de detectar las preocupaciones y carencias sociales más importantes, así como de imaginar las políticas y los programas públicos necesarios para atenderlas. Ahora bien, mientras que la capacidad de López Obrador para “leer” el país y comunicar discursivamente los grandes problemas nacionales ha sido notable, su capacidad para realmente entender, atender y resolver dichos problemas ha sido más bien limitada.

Un primer asunto que López Obrador y su gobierno no han podido afrontar exitosamente tiene que ver con lo que Horst Rittel y Melvin Webber hace tiempo llamaron “wicked issues” o “problemas complejos”. Este tipo de problemas públicos son, por definición, prácticamente irresolubles: abundan las formas de entenderlos y conceptualizarlos; las propuestas para solucionarlos son tan numerosas como poco efectivas; las aristas del problema trascienden fronteras sectoriales; y, en fin, los problemas perduran a través del tiempo. La corrupción, la pobreza y la inseguridad son ejemplos de “problemas complejos”. Son, también, algunos de los temas que AMLO puso al frente de su agenda transformadora. El asunto es que se trata de problemas que el gobierno de la 4T difícilmente logrará resolver del todo. Al ponerles a la cabeza de su agenda política, López Obrador ha atinado en el diagnóstico. Pero al decir que acabará con ellos simplemente se ha planteado metas imposibles de alcanzar.

En otros casos, la falla de López Obrador ha sido tratar de ajustar los problemas públicos a sus propuestas de solución, en vez de intentar que las soluciones gubernamentales realmente respondan a los problemas. El caso más claro ha sido el uso de transferencias monetarias para atender problemas tan diversos como los niveles de pobreza, las desigualdades generadas por edad o género, o el desempleo de jóvenes y agricultores. Según la frase atribuida a Mark Twain (y a Abraham Maslow), “cuando uno tiene como herramienta un martillo, todo le parecen clavos”. Algo similar sucede con López Obrador y la forma en que usa el presupuesto público. Desde la visión presidencial, los problemas de los ciudadanos pueden atenderse fácilmente: dándoles dinero. Pero, como han mostrado la literatura académica sobre políticas sociales y cientos de evaluaciones coordinadas por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social, los problemas sociales suelen requerir de algo más que una transferencia periódica a las cuentas de los beneficiarios. Para afrontar la pobreza, la desigualdad y el desempleo, las personas también necesitan acompañamiento y asesoría, educación técnica y formación en habilidades laborales, apoyos no monetarios y protección social. Respuestas gubernamentales complejas para problemas sociales igualmente complejos.

Una variante de la visión simplista de López Obrador y su 4T tiene que ver con la forma en que algunos problemas públicos se han definido desde su gobierno, trayendo consigo importantes consecuencias negativas. Hay cada vez más evidencia (proveniente de datos e instituciones públicas) de que algunos programas insignia, como Jóvenes Construyendo el Futuro o Sembrando Vida no sólo no han atendido los problemas que supuestamente les dieron origen, sino que han generado nuevos problemas. En el primer caso, se ha documentado simulación, ineficiencias e incluso casos de corrupción en la operación de un programa que además no ha logrado apoyar el ingreso de los jóvenes a una carrera laboral digna. En el segundo caso, se ha mostrado que el programa ha incentivado la tala de árboles entre los agricultores, quienes después buscan mostrar mayores números en la siembra. En otros casos, como el cuidado a menores, la 4T ha afirmado que las transferencias monetarias directas son un mejor instrumento de política pública que las estancias infantiles, pues permiten que los padres decidan cómo organizarse. Pero al hacerlo no ha considerado las implicaciones que el tema tiene para el desarrollo integral de los niños (de convivir con otros niños en un entorno de aprendizaje a “estar con los abuelos”); para la vida laboral de los padres (particularmente las madres, quienes tienden a abandonar sus trabajos); y para la desigualdad social (algunas familias cuentan con redes de apoyo, pero muchas otras no). Así, con aproximaciones simplistas, el presidente y la 4T no sólo no resuelven los problemas públicos, sino que los están multiplicando.

Persisten, además, otros problemas importantes frente a los cuales López Obrador ha hecho poco o nada para enfrentarlos. El presidente ha sido un feroz crítico del problema de la corrupción, pero su gobierno no ha impulsado acciones contundentes para profesionalizar la Función Pública, transparentar el uso de recursos públicos o consolidar el Sistema Nacional Anticorrupción. En su retórica, AMLO ha subrayado la necesidad de romper los cuestionables vínculos entre el poder político y el poder económico. En la práctica, sin embargo, el presidente mantiene relaciones discutibles con las mismas élites económicas de siempre, cuyos miembros participan en su consejo de asesores económicos, desayunan en su finca familiar, asisten a cenas privadas (por ejemplo, para “la rifa del avión”) y reciben adjudicaciones directas de contratos públicos considerables (como Banco Azteca). El presidente que dice poner “primero a los pobres” no ha usado su legitimidad política y su mayoría legislativa para impulsar una reforma fiscal progresiva, que contribuya tanto a disminuir la desigualdad económica en el país, como a fortalecer las fuentes de ingreso del Estado, para así extender la red nacional de servicios de salud y protección social.

López Obrador y su 4T han sabido poner nombre a los grandes problemas del país, pero no han sido capaces de resolverlos. En algunos casos, el reto era (es) imposible de cumplir. En muchos otros, en cambio, el presidente y su gobierno han carecido de pericia, capacidad técnica e interés para resolverlos o para afrontarlos con mejor tino. El resultado, hoy, es un país con los mismos problemas de siempre y otros más, ignorados o provocados por el movimiento transformador.

Implementar por arte de magia

López Obrador ha sido capaz de impulsar su agenda y cumplir con sus compromisos. Este es, por lo menos, el mensaje que se ha tratado de comunicar cada vez que se resalta un “logro más de la 4T”: eliminar las pensiones presidenciales, bajar los sueldos públicos, revertir la “mal llamada reforma educativa”. Aunque es cierto que AMLO ha alcanzado todos esos logros, poco se ha discutido lo que el presidente realmente entiende por el verbo “lograr”. O, siguiendo el lenguaje de las políticas públicas, por implementar eficazmente. Mucho menos se ha hablado de la forma en que las decisiones presidenciales han ido socavando las capacidades de implementación de mediano y largo plazo del gobierno mexicano.

En la retórica presidencial, la implementación es algo que, como diría Michel Crozier, ocurre por decreto. Para López Obrador, los problemas públicos se resuelven en cuanto él lo decide. El caso paradigmático es el de la corrupción, ya erradicada del país porque el presidente así lo ha decidido. Pero lo mismo pasa, por ejemplo, con las ineficiencias del gasto público, la venta ilegal de combustibles, los problemas del sistema educativo o el control de la pandemia. Todo se resuelve en cuanto el presidente así lo determina. En otros casos, la implementación ocurre al mismo tiempo que el lanzamiento de un programa público o la definición de una obra de infraestructura. Así, las “100 Universidades Benito Juárez” son una realidad porque el presidente ha decretado su existencia; no importa que todavía no haya instalaciones, planes de estudio, profesores o alumnos. El “nuevo” aeropuerto de Santa Lucía se declara “inaugurado” aunque sólo exista una pista (renovada), las terminales y las conexiones a la Ciudad de México estén en construcción, y las aerolíneas carezcan de permisos internacionales o interés comercial para usar las instalaciones. El futuro energético del país ha quedado resuelto porque ya se puso la loza en la refinería de Dos Bocas y la Comisión Federal de Electricidad ya no aceptará contratos “leoninos”; que la primera sea una inversión sin futuro (que se inunda un día sí y otro también) y que la segunda acabe pagando más por las renegociaciones contractuales (mientras nos lleva de vuelta a la época de los apagones) son minucias.

Y es que, para AMLO, los complejos procesos de implementación parecieran ser inexistentes. Por eso no importa si el plan nacional de desarrollo es todo verborrea y nada política pública, o si los programas sectoriales se publican tarde y mal. Los planes, los cronogramas, los análisis de impacto o costo/beneficio, los indicadores y demás herramientas de gestión salen sobrando cuando las iniciativas responden a la “voluntad del pueblo”. Ante el empuje de un presidente legítimo y poderoso, ¿para qué preocuparse de los recursos, las cadenas causales, las estrategias o los tiempos? ¿Por qué tomar en cuenta las voluntades o los intereses de los demás actores políticos, administrativos o sociales involucrados en la implementación de los proyectos de la 4T? (la “complejidad de la acción conjunta”, descrita por Jeffrey Pressman y Aaron Wildavsky en su libro Implementación, ya un clásico). Y ni hablar del uso de instrumentos de monitoreo y evaluación, resabio estorboso de tiempos neoliberales, para dar seguimiento al desempeño o valorar los resultados de los programas presidenciales.

Pero la relación de AMLO y la 4T con la implementación de políticas públicas ha sido todavía más complicada y dañina para el Estado mexicano. Envuelto en el discurso de la “austeridad republicana”, el presidente ha impulsado el desmantelamiento de las capacidades administrativas de las instituciones públicas federales. Miles de servidores públicos han sido despedidos, otros miles no fueron recontratados y las plazas de miles más han desaparecido de los organigramas de dependencias y entidades. Sin mayor planeación ni argumento que la “necesidad de generar ahorros” que nadie sabe en dónde quedan, las estructuras de personal público se han ido reduciendo. Dado que el marco normativo del gobierno y, por lo tanto, las funciones de la administración pública no han cambiado de forma significativa, las instituciones hoy deben hacer lo mismo de siempre, pero con menos recursos humanos. Si a eso se agregan los recortes a otros recursos institucionales, como las computadoras y los sistemas informáticos (¡en pleno siglo XXI!), estamos frente a un Estado cuyas capacidades para organizar, coordinar, regular y proveer bienes y servicios públicos (de las inspecciones laborales a la construcción de caminos, de los programas sociales a las estrategias de vacunación) están cada vez más disminuidas.

Las capacidades de implementación del Estado mexicano también han sido afectadas por el desprecio que López Obrador ha mostrado hacia el personal del sector público. En su libro The Politics of Public Service Bargains, Christopher Hood y Martin Lodge han explicado que el buen funcionamiento de los gobiernos depende de que los políticos y los funcionarios negocien un intercambio aceptable entre lo que dan y lo que reciben. Los políticos buscan conocimientos especializados, asesoría oportuna, lealtad institucional; los funcionarios, a cambio, suelen esperar estabilidad laboral, prestaciones y salarios justos, desarrollo profesional. Bajo la dinámica establecida por la 4T, sin embargo, AMLO exige cada vez más lealtad personal, disciplina política y hasta sumisión, al tiempo que ofrece cada vez menos a cambio: menores sueldos, menores prestaciones, estigmatización, persecuciones públicas. Montado en la idea de que es necesario terminar con la “burocracia dorada”, el presidente ha ido minando la motivación del personal público, sus condiciones laborales y sus derechos adquiridos; ha dañado la capacidad de reclutamiento y retención del gobierno mexicano y los órganos constitucionales autónomos; ha destruido la memoria institucional y las capacidades analíticas del Estado mexicano. Al denunciar que sobran “los intermediarios”, AMLO también ha menospreciado la importancia que los burócratas en el nivel de la calle tienen para implementar los programas públicos y para atender las inquietudes de los beneficiarios.

Curiosamente, al tiempo que desmantela las capacidades de implementación de las organizaciones públicas civiles, el presidente ha optado por asignar más responsabilidades de implementación a las instituciones militares. En busca de lealtad y disciplina, de un grupo de servidores públicos que no ponga peros a las complejidades o los tiempos de sus proyectos, López Obrador ha dado cada vez más tareas administrativas al ejército y la marina. Esto es problemático por muchas razones, pero baste mencionar dos. Primero, las Fuerzas Armadas no están capacitadas para desarrollar estas funciones. No son diseñadores de aeropuertos comerciales, no son operadores de aduanas, no son empresas de construcción, no son policías con formación de derechos humanos, no son cuerpos de vacunación. Segundo, cada vez que se asignan nuevas responsabilidades a los militares se pierde capacidad de operación en las estructuras administrativas civiles. (No sobra recordar que, históricamente, la idea del “servicio civil” como cuerpo de funcionarios públicos profesionalizados justo se creó para marcar las fronteras entre la administración pública y la administración militar.)

AMLO y la 4T no sólo no han entendido las complejidades logísticas que subyacen a la implementación de su agenda política, sino que además han contribuido a destruir las ya limitadas capacidades administrativas y los escasos recursos organizacionales que existían en el gobierno federal. Así, lo que ha ido quedando es un aparato administrativo cada vez más desprestigiado, desarticulado, disminuido, militarizado.

Un líder sin capacidad estratégica

Suele verse a López Obrador como un gran estratega político, capaz de construir mensajes “pegadores”, controlar la agenda pública y moldear a su gusto las opiniones ciudadanas. ¿Qué mejor prueba de ello que hoy sea el presidente de México? Pero, incluso dejando a un lado sus dos derrotas electorales previas, la capacidad como estratega de AMLO probablemente sea menor de lo que se piensa. En su reciente libro Strategies for Governing, Alasdair Roberts ha subrayado la importancia de que los líderes políticos desarrollen, revisen y adapten (según las condiciones del entorno) sus estrategias de gobierno, es decir, el conjunto de acciones político-administrativas que implementan para alcanzar las prioridades nacionales. Aprendizaje y ajuste periódico, algo que no se ha visto mucho en México durante el presente gobierno.

Aunque en términos políticos la tenacidad (o terquedad) de AMLO tal vez haya sido una virtud, en términos gubernamentales probablemente sea un defecto. El presidente que ha sabido controlar los ritmos políticos del país no puede, por definición, controlar los cambios económicos globales. El político que ajusta hechos históricos a su discurso no tiene los mecanismos para ajustar las valoraciones de calificadoras, periódicos y organizaciones internacionales. El gobernante que mantiene la disciplina de su gabinete no puede (ni debería intentar) disciplinar las voces críticas de académicos, medios de comunicación y actores sociales. El líder que ganó (y tal vez siga ganando) elecciones ha perdido el rumbo para gobernar eficazmente el país. Y, sin embargo, López Obrador pareciera reaccionar siempre igual: mismos temas, mismas frases, mismas acciones, mismos instrumentos de política pública, mismas descalificaciones, mismas referencias a la “voluntad del pueblo”. Ante un entorno nacional y una dinámica mundial cambiantes, la estrategia presidencial se mantiene. O, como suele decirse en redes sociales: “La 4T va”. Pero, si las circunstancias y el entorno han cambiado, ¿cómo alcanzar las prioridades planteadas al inicio del sexenio sin cambiar también las estrategias de gobierno?

La pandemia de covid-19 ha traído consigo el ejemplo más claro de la falta de capacidad estratégica de López Obrador. Frente a una de las mayores crisis de la historia, que ha cerrado fronteras, ha transformado el valor de las telecomunicaciones, ha dañado la economía global y ha afectado la vida cotidiana y la salud de cientos de millones de personas, el presidente mexicano ha decidido mantener las mismas estrategias impulsadas desde el inicio de su gobierno. A pesar del aumento en las cifras de pobreza y desempleo, del cierre de empresas medianas y “changarros”, el gobierno de la 4T no ha desarrollado suficientes programas de apoyo económico temporal a familias, empleados, microempresarios o indigentes. Ante una crisis sanitaria sin precedentes, el gasto y la inversión de mediano plazo en salud no sólo no han aumentado, sino que se han documentado subejercicios presupuestales en el sector. De cara a una crisis que ha hecho repensar las tareas, los alcances y las prioridades de las administraciones públicas de los Estados, AMLO ha perdido la gran oportunidad de convertirse en un líder verdaderamente histórico, con la visión y el carácter necesarios para guiar a México en tiempos adversos. Por el contrario, el presidente ha optado por seguir con las mismas políticas de austeridad, los mismos megaproyectos y las mismas prioridades de gasto. Mientras los líderes políticos mundiales diseñan nuevas estrategias político-administrativas para afrontar la doble crisis sanitaria y económica que tanto ha afectado a sus naciones, López Obrador dedica sus conferencias mañaneras a criticar periodistas, deslegitimar movimientos sociales como el feminista o denostar las decisiones de instituciones autónomas que no le simpatizan.

La gestión de la respuesta gubernamental a la pandemia no ha sido, además, el único caso en que las estrategias gubernativas de AMLO han sido insuficientes. Aunque es el líder de una de las economías más grandes del mundo, el presidente de la República en ocasiones pareciera comportarse como un mediocre presidente municipal. Tras haber recorrido “todos los rincones” del país, López Obrador ha desarrollado un instinto político presto a resolver los problemas locales y algunos regionales. En el camino, sin embargo, ha perdido la capacidad de pensar en clave nacional. Así, AMLO propone un camino en ese pueblo; una refinería en aquel estado; un tren en esa región; una empresa pública en este sector; unas transferencias monetarias para ese grupo social. Pero no hay, detrás de ello, una verdadera estrategia nacional, de largo plazo, que piense en la infraestructura, las tecnologías, el desarrollo sustentable, la red energética o el Estado de bienestar para las próximas generaciones. El presidente que reconoce las exigencias inmediatas de sus públicos simplemente desconoce las necesidades futuras de su país. Y ni qué decir de su poco sentido estratégico en la gestión de relaciones diplomáticas con el gobierno de Estados Unidos (primero con Donald Trump, ahora con Joe Biden) o de sus poco atinadas intervenciones en cumbres internacionales en las que ha participado.

Cuenta la leyenda que alguna vez le recriminaron a John Maynard Keynes haber cambiado de opinión sobre algún tema. Según el relato aludido, Keynes supuestamente respondió: “Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Qué hace usted señor?”. López Obrador pareciera hacer justo lo contrario: mientras más cambian las condiciones (económicas, políticas, comerciales, sanitarias) de México, más se afirman sus ideas y “estrategias”. Un curso de acción quizás útil en términos políticos para AMLO, pero sumamente costoso para el bienestar, la prosperidad y el futuro de México.

¿El hombre adecuado en el puesto y momento incorrectos?

Hay un viejo dicho en la gestión estratégica de recursos humanos: los gobiernos deben reclutar a la persona adecuada para cada puesto en el momento adecuado (“the right woman/man for the right job at the right time”). Durante muchos años, Andrés Manuel López Obrador fue el líder indiscutible de la oposición. Fue, además, un candidato presidencial astuto, perseverante y, al final, eficaz. Y, sin embargo, como titular del Poder Ejecutivo y jefe de la administración pública federal, López Obrador ha mostrado enormes limitaciones. En términos políticos, el exitoso articulador de movimientos sociales ha optado por dividir y polarizar a la opinión pública. El político popular se ha vuelto un gobernante populista que (re)interpreta y acomoda a su conveniencia el mandato popular recibido. En términos administrativos, AMLO ha dejado en claro que lo suyo no son ni las políticas públicas, ni la gestión pública. Las discusiones técnicas le aburren y la administración cotidiana de organizaciones y servicios públicos le tienen sin cuidado.

Pero, además, López Obrador es un presidente que pareciera no estar en sincronía con su tiempo. En el siglo de las energías alternativas/renovables, el presidente apuesta por el carbón y el combustóleo. En el mundo de los algoritmos y la inteligencia artificial, López Obrador celebra el trapiche. Mientras las vacunas contra el covid-19 demuestran que las comunidades científicas están integradas globalmente y los conocimientos científicos rebasan fronteras, su 4T decide apostar por la ciencia soberana. Al tiempo que otros países abandonan las dañinas políticas de austeridad, AMLO promueve “ahorros” y recortes al gasto público cual aficionado neoliberal de Margaret Thatcher. El presidente que presume conocimientos de historia no pareciera saber cómo gobernar en el presente, ni mucho menos cómo construir para el futuro. El maestro del cálculo político y la estrategia electoral se ha olvidado de que ya no es un líder opositor, sino el principal responsable del Estado mexicano.

Transcurrido casi medio sexenio, hoy resulta claro que “el sueño de Andrés” fue sólo eso. Y mientras tanto, el país sigue viviendo su triste realidad nacional: las miles de muertes a causa del covid-19, los feminicidios y el crimen organizado; los niveles crecientes de pobreza de todo tipo; la persistencia de la desigualdad económica y la discriminación social; la caída de los ingresos públicos y la inversión extranjera; los mismos casos de corrupción; los rezagos educativos de niños y adolescentes; las limitaciones de los sistemas de salud pública; la polarización y la desconfianza hacia las instituciones públicas; el aumento de la inseguridad, la contaminación y el narcotráfico; la baja inversión pública en infraestructura y tecnologías; el desinterés por las ciencias y las artes; la militarización de la vida civil.

Dormido en los laureles de su “histórico” triunfo electoral y su gran popularidad, Andrés Manuel López Obrador no ha sabido resolver los grandes problemas públicos del país, ni ha liderado la construcción de las capacidades administrativas necesarias para solucionarlos, ni ha sido capaz de replantear sus estrategias de gobierno para afrontar los nuevos retos nacionales y mundiales. Así, contra todo lo que se dice desde Palacio Nacional, se difunde (inapropiadamente) desde los medios públicos del Estado y se repite sin pudor entre los propagandistas del régimen en las redes sociales, la 4T no ha ido ni va hacia ningún lado.

 

Mauricio I. Dussauge Laguna
Profesor-Investigador de la División de Administración Pública del CIDE

 

 

 

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