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‘Good Bye, Lenin!’

Lukashenko se empeña en recrear el socialismo soviético en todo su miserable esplendor

La siniestra saga de Alexander Lukashenko se parece bastante a la gran película alemana ‘Good Bye, Lenin!’, en la que un hijo devoto de su enferma madre se dedica a recrear el socialismo soviético en todo su miserable esplendor. Aunque en el caso del autócrata que controla Bielorrusia desde hace casi 27 años no se trata de una mentira piadosa para mantener la ilusión oriental sino más bien de gobernar como si el muro de Berlín permaneciera intacto.

En su interesado ejercicio de nostalgia comunista, este antiguo responsable de una granja colectivizada ha llegado bastante lejos. Especialmente durante el último año y medio, periodo en el que tras robarse las últimas elecciones celebradas en Bielorrusia no ha dejado ni un solo día de reprimir, perseguir y torturar para mantenerse en el poder. Hasta llegar al terrorismo de Estado en forma de piratería aérea para apresar al joven periodista Roman Protasevich, culpable esencialmente de hacer su trabajo.

Dentro de esta aberrante excepcionalidad en el contexto europeo, Lukashenko se ha convertido en otro autócrata cómplice de la patraña de que la democracia y los derechos humanos no son más que una invención para justificar la hegemonía occidental. A pesar de las renovadas sanciones acordadas por la Unión Europea tras el incidente con el vuelo FR4978 de Ryanair, resulta evidente que para este dictador con aspiraciones vitalicias la historia cuyo final anticipó Francis Fukuyama con el colapso de la Unión Soviética no ha hecho más que comenzar.

Como si a estas alturas fuera factible hacer pasar a un país de casi 9,5 millones de habitantes por el aro del llamado ‘socialismo de mercado’ que consiste básicamente en funcionar como un empobrecido parque temático de centralización, planificación y estatalización. Eso sí, Lukashenko no se olvida de agitar ante Putin el espantajo de la injerencia extranjera para que el Kremlin siga corriendo con los principales gastos. En un programa de fraternidad proletaria bautizado como ‘petróleo por besos’, el oro negro de Moscú garantiza el vasallaje geopolítico y la soberanía muy limitada de Bielorrusia.

 

 

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