Al padre José Del Rey
Es un lugar común: el conocimiento de las lenguas es una cuestión de poder. Pero cuando este interés por conocer y dominar las lenguas ocurre por anunciar la palabra de Dios, entonces se convierte en asunto de fe. La curiosidad por la palabra del otro, aquello que le sirve para nombrar y entenderse, la pregunta por la voz que a él le significa pero a mí no y me es extraña, es tal vez tan antigua como las palabras mismas. Los griegos, de hecho, basaron en la lengua la diferencia principal que, pensaban, los distinguía de los pueblos “bárbaros”. Homero no tenía la menor duda: los dioses hablaban griego. No es en otra lengua en la que los dioses expresan sus ideas, pero también sus iras, deseos, dudas y temores (sí, los viejos dioses temían) en la Ilíada y en la Odisea. Gente curiosa y abierta, esta afirmación de su propia superioridad lingüística no les privaba de interesarse por las lenguas de los bárbaros. Hay en Heródoto cantidad de pasajes que dan cuenta de las formas del nombrar que usaban los hititas, los babilonios, los egipcios. A la descripción de las gentes, los paisajes y sus curiosidades, los antiguos, en sus tratados de historia y geografía, añadían muy primeramente también la de las palabras, porque entendían que la lengua es, en gran medida, lo que hace a los pueblos.
Junto con los crucifijos y las espadas, esta curiosidad lingüística desembarcó muy pronto en nuestra América, casi con el mismo Colón. Los primeros colonizadores pronto comprendieron que todo intento por implantar su lengua y su cultura era vano sin antes intentar comprender la cultura y la lengua de los nativos. Este acercamiento necesariamente produjo una mezcla cuyos alcances lamentablemente estamos hoy, por lo visto, muy lejos de empezar a comprender. Sin embargo es verdad que fueron los misioneros, en su afán evangelizador, los primeros en emprender un estudio serio y sistemático de las lenguas aborígenes. En esta tarea descollaron principalmente franciscanos y jesuitas, quienes compilaron extensos “vocabularios” o listas de palabras. Estos compendios léxicos a menudo formaban parte de descripciones más prolijas sobre los países y las costumbres de las gentes del Nuevo Mundo, desde el Canadá, la vieja Nouvelle France, hasta el Paraguay y más al sur. Lingüística y geografía se daban la mano como en las viejas Historias de Heródoto, pero esta vez para propagar la Noticia, ad maiorem Dei gloriam.
Nuestro país no fue excepción de esta curiosidad lingüística, cuya voracidad taxonómica no puede entenderse sin la necesidad de comprender y dominar la vastedad de todo un mundo nuevo. Hay noticias de unas primeras traducciones de catecismos y textos religiosos a comienzos del siglo XVII por parte de los obispos de Caracas fray Antonio de Alcega y fray Gonzalo de Angulo, si bien estos textos no han sido hallados. Igualmente hay referencias a misioneros y doctrineros que dominaban una o más lenguas aborígenes, los llamados “lenguaraces”. Sin embargo, la primera recopilación de vocablos indígenas venezolanos se encuentra en el Viaggio e relazione delle Indie, escrito entre 1539 y 1553 por el comerciante italiano Galeotto Cey. De origen florentino, Cey se embarcó en 1539 hacia Santo Domingo, y de ahí pasó al Cabo de la Vela y Coro, adentrándose en Tierra Firme como parte de las huestes de Carvajal, y participando en hechos tan principales como la fundación de El Tocuyo. Su Viaggio e relazione contiene una minuciosa descripción de la provincia y de sus habitantes aborígenes, de sus usos y palabras compiladas con clara intención lexicográfica.
Otra obra que contiene una de las primeras compilaciones léxicas venezolanas son las Noticias Historiales de las Conquistas de Tierra Firme de fray Pedro Simón, publicadas en 1627 y en cuyo final se incluye una tabla de 156 voces indígenas de lo que después será Venezuela y Colombia. A partir de aquí la lista se extiende. En 1655 el jesuita francés Pierre Pelleprat publicó en París lo que el padre José Del Rey considera “el primer documento escrito sobre lengua indígena venezolana”, la Introduction à la langue des Galibis, savvages de la Terre-Ferme de l’Amérique Méridionale, que recoge 292 palabras. En 1680 el franciscano Francisco de Tauste escribe su Arte y Bocabulario (sic) de la lengua de los indios Chaymas, Cumanagotos, Cores, Parias y otros diversos de la Provincia de Cumaná, o Nueva Andalucía, verdadero diccionario bilingüe español-cumanagoto, y en 1683 el también franciscano Matías Ruiz Blanco su “Diccionario de la lengua de los indios Cumanagotos, y Palenques”, que aparecerá en los Principios y reglas de la lengua Cumanagota, del también franciscano Manuel de Yangües. Siete años más tarde, el mismo Ruiz Blanco escribirá su Arte y tesoro de la lengua Cumanagota. De 1738 son las Vozes de la Lengua de los Indios Motilones que avitan en los Montes de la Provincia de Sta. Marta y Maracayo, con su explicación en nuestro Ydioma Castellano (sic), del capuchino valenciano Francisco de Catarroja, y en 1762 se publica el Arte y vocabulario de la lengua achagua, de los jesuitas Alonso de Neira y Juan Rivero. Estamos hablando de más de un siglo de compilaciones y estudios sobre lenguas indígenas venezolanas, algunos de los cuales permanecen en forma de manuscritos.
Otras listas de voces indígenas se incluyen en historias escritas en el siglo XVIII. Con respecto de nuestro país, no pueden dejar de mencionarse la Descripción exacta de la Provincia de Venezuela de José Luis de Cisneros (1764), la Historia de la Nueva Andalucía del dominico Antonio Caulín (1779), quien también escribió una Doctrina Cristiana, traducida del Castellano al Cumanagoto, o el “Catálogo de algunas lenguas americanas para hacer la comparación de ellas entre sí y con las de nuestro hemisferio” que está en el Saggio di storia americana (Roma, 1780-1784) del jesuita italiano Felipe Salvador Gilij. Éste pasa por ser el gran introductor de las lenguas aborígenes venezolanas en el mundo científico europeo, si bien la expulsión de los jesuitas en 1676 hizo que no pudiera publicar su Gramática y diccionario tamanaco y maipure ni sus Narraciones indígenas, que quedaron inéditas en el Orinoco. Menos puede faltar aquí la mención de algunos capítulos de la segunda parte del Orinoco ilustrado y defendido (Madrid, 1741) del jesuita valenciano Joseph Gumilla, obra tal vez la más representativa de estos esfuerzos de la lingüística jesuita en nuestras tierras. Están en estas historias, recogidos por vez primera, los nombres de nuestras plantas, de nuestras frutas, nuestros ríos y montañas, de nuestros animales. Todos estos trabajos atestiguan no solo la curiosidad científica que ya en Europa se tiene por las cosas del Nuevo Mundo, sino también su voluntad de dominio a través del conocimiento y la palabra. Discursos que revelan el íntimo lazo que une a la historia, la antropología y la lingüística. También nos hablan de la estrecha relación que siempre ha habido entre Dios y las palabras en tanto que instrumentos de poder.