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Carmen Posadas: El tocino y la velocidad

A punto estoy de recurrir a uno de los topicazos más bobos de los últimos tiempos, ese de: «Siempre nos quedará París». O Francia, para ser más exactos, porque me ha encantado saber que, en el país vecino, acaban de prohibir el uso del lenguaje inclusivo en los colegios al estimar que «constituye un obstáculo para la lectura y la comprensión lectora de los alumnos» (o alumnas o alumnes, ya saben). El ministro de Educación, Jean-Michel Blanquer, ha explicado que la decisión se tomó al observar que, contrariamente a lo que pueda sugerir el adjetivo ‘inclusivo’, los más perjudicados por este tipo de lenguaje son los niños con alguna discapacidad o dificultad de aprendizaje. Sugiere, asimismo, Blanquer que se potencie el respeto hacia la igualdad entre niñas y niños de otro modo, luchando, por ejemplo, contra representaciones arcaicas y estereotipadas.

Mientras el resto de los países avanzados hace encaje de bolillos tratando de no tener que pronunciarse contra esa invisible forma de censura que llamamos ‘corrección política’, Francia se ha mostrado siempre menos inclinada a darle cancha. Desde 2004 está prohibido el uso de pañuelos islámicos en las escuelas públicas, y en 2010 la prohibición se extendió al niqab (velo que cubre todo el rostro) en lugares públicos como calles, parques, transporte urbano y edificios administrativos. Después de diversos atentados terroristas, perpetrados algunos en colegios públicos, el Gobierno de Macron ha elaborado un controvertido proyecto de ley ‘antiseparatista’ cuyo fin es proteger la proverbial laicidad francesa. Con ella se pretende, entre otras cosas, regular tradiciones religiosas incompatibles con la legislación del país, como los matrimonios forzados, por ejemplo. O los ‘certificados de virginidad’ impartidos por padres en nombre de la autoridad familiar; o la supremacía de padres y hermanos sobre las mujeres de la familia; así como regular el uso de velos integrales o el del famoso  burkini, siempre en espacios públicos; obviamente, nadie pretende pautar lo que se hace en el ámbito de lo privado.

En concreto, estas dos propuestas no han tardado en desatar las iras no de los hombres, sino de muchas mujeres musulmanas, que han impulsado la campaña #PasToucheAMonHijab (notoquenmihiyab), que rápidamente se ha convertido en viral. Curiosamente, no es tanto en Francia, sino fuera de ella, donde han recibido el apoyo de varias celebridades, como Ilhan Omar, diputada norteamericana, o Ibtihaj Muhammad, primera estadounidense en usar el hiyab mientras competía en los Juegos Olímpicos, así como de la modelo somalí Noor Tagouri. Todas ellas consideran que tocar su hiyab es tocar su libertad y se muestran muy molestas y sorprendidas de que, en el país de la libertad, igualdad y fraternidad, se les impida vestir según su deseo. Como sabemos por experiencias políticas recientes, ‘libertad’ es un término aún más tópico y manoseado que la cita de la película Casablanca que encabeza este artículo. Un comodín multiuso que vale para todo. Para justificar egoísmos, santificar insolidaridades y tropelías, también para arrogársela en detrimento de otros. ¿Es libre una niña a la que su familia obliga a casarse sin tener en cuenta su opinión? ¿Es libertad un certificado de virginidad? ¿Y un burkini o un velo integral que apenas deja al descubierto los ojos? ¿Y es libertad también manipular a la gente para que adopte el lenguaje inclusivo so pena de que la tachen de machista, racista o retrógrada? Más o menos doscientos años atrás, Madame Roland, una de las heroínas de la Revolución francesa, momentos antes de entregar su cabeza a la guillotina en el Gran Terror, que se llevó por delante la moderación de los girondinos, la inclinó ante la estatua de la Libertad situada en la plaza de la Concordia para decir: «Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre». Ahora ya no ruedan cabezas en su nombre, pero se sigue confundiendo el tocino con la velocidad. O, lo que es lo mismo, la libertad con toda clase de dislates.

 

 

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