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La calle del fascista

España enmudece, huérfana de nombres y huesos. Hasta de Menéndez Pidal renegamos

El joven Ramón Menéndez Pidal, curioso, severo, enjuto y asombrado por los asuntos de su España, había encontrado en el Cid la razón que marcaría su obsesión, esa que todo hombre necesita para vertebrar la arquitectura del intelecto. Aquel guerrero de la leyenda medieval castellana lo llevó por los caminos de un pasado que el filólogo dibujó como nadie, poblado de luminosas sombras, para el beneficio de las generaciones venideras. Al cumplir los 99 años, sus colegas académicos le prepararon una gran sorpresa, pues habían conseguido localizar un fragmento del cráneo de Sidi el Campeador.

Ese trozo amarillento de la altanera cabeza del héroe se conserva en la RAE y algún día traeremos aquí su azarosa arqueología, ya que ahora aquel recuerdo me hace, entristecida, hilvanar algunos hechos recientes que asombrarían al sabio Don Ramón, y es que hay en el devenir de lo español algo curioso: la permanencia de los grandes nombres a cambio de la pérdida de sus cuerpos. Nada sabemos de la certera ubicación, por ejemplo, de los huesos viajeros de Colón, los sagrados restos de San Isidoro, el polvo enamorado de Quevedo, el ultimísimo vuelo del Fénix Lope de Vega o la anhelada osamenta de Cervantes. No nos importaba demasiado, porque sus venerados nombres poblaban las calles, plazas, jardines, bibliotecas y bares dignificando, refrescantes, la memoria del futuro.

Sin embargo, complaciendo al abuelo Heráclito -todo fluye, somos y no somos- en los últimos años, el frenesí de «borrón y cuenta nueva» usando la goma de la política, es imparable: adiós al Premio de Periodismo González-Ruano, a la calle Juan de la Cierva, a los Premios Nacionales de investigación de Ramón y Cajal o Marañón y hasta del mismísimo Menéndez Pidal renegamos.

España, despoblada por fin de peligrosos fascistas, enmudece, más huérfana que nunca de huesos y de nombres.

 

 

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