Laberintos: Todos contra Maduro
Los tiempos que corren en América Latina no favorecen la popularidad de sus gobernantes. La brusca desaceleración de la economía china provocada según el Fondo Monetario Internacional por el “cambio de modelo” y la caída de los precios de materias primas, del petróleo en primer lugar, son las últimas causas de este desastre colectivo. Lo que le ha ocurrido a Dilma Rousseff en Brasil y a Enrique Peña Nieto en México, los dos gigantes de la región, son magníficos ejemplos del descrédito generalizado de la clase po lítica en la región, que llega a esta crisis mundial herida de muerte por la corrupción y la desigualdad social. Ninguno de ellos sufre, sin embargo, la catástrofe que acorrala a Nicolás Maduro.
La última encuesta divulgada en Venezuela, con trabajo de campo realizado entre el 5 y 20 de septiembre por Hercon Consultores (la encuesta completa puede verse aquí, en AmericaNuestra) revela la peor valoración que se hace en la región de un presidente, de un gobierno y de un sistema político, en este caso el llamado socialismo del siglo XXI. Si tenemos en cuenta que a Hercon Consultores se le atribuye una cercanía sospechosa al régimen, los resultados de su estudio, a dos meses escasos de las decisivas elecciones parlamentarias previstas para el próximo 6 de diciembre, son sencillamente devastadores para el régimen venezolano.
El primer registro que marca de manera indeleble la debacle electoral del chavismo se corresponde a la pregunta sobre la intención del voto. Según esta encuesta, que no se diferencia en mucho de las demás, por la oposición votaría el 44,8 de los electores, mientras que por los candidatos del oficialismo sólo lo harían el 24,2 por ciento. Los llamados “Ni-Ni”, que en Venezuela no encuadran a los indecisos sino a ciudadanos indignados que rechazan por igual a unos y otros, suman 28,7 por ciento. Vale la pena recordar que el liderazgo carismático de Hugo Chávez había logrado armar en torno suyo un movimiento populista de carácter aluvional, que Maduro, por culpa del veneno que contaminaba mortalmente la herencia que recibió de su mentor, pero sobre todo por su grisura y por su irremediable insuficiencia para gobernar, se ha encargado de desmantelar, sistemáticamente, mientras profundizaba una crisis sin precedentes en la historia del país y dilapidaba con irresponsable tosquedad la fortuna que cayó en sus manos por sorpresa.
Ahora bien, a este irreversible deterioro de la popularidad del chavismo como movimiento político de masas debemos añadir otros datos que ciertamente incidirán en el resultado de estos comicios, si es que al fin se celebran y en el supuesto negado de que en esa eventualidad todo el proceso de la votación se realice en libertad y con transparencia. Por una parte, que el 82,7 por ciento de los encuestados, incluyendo al 51,2 por ciento de ese 24,2 que se identifica como chavista, evalúa la gestión presidencial de Maduro (a quien 63 por ciento señala como culpable del gran desastre nacional y 12,1 al llamado socialismo del siglo XXI) como negativa, y sólo 16,7 por ciento la considera positiva. Un porcentaje demoledor, que nada casualmente coincide con la opinión de 82,6 por ciento de los electores, que opinan que la situación económica y social de Venezuela continuará siendo igualmente mala en los meses por venir.
Las causas de esta penosa realidad son, por supuesto, hartas conocidas. La devaluación constante del bolívar frente al dólar (en diciembre de 2014 el precio del billete verde rondaba los 170 bolívares, en mayo llegó a 400 y el viernes pasado a 829) que, en una economía que nada produce y todo lo importa, se manifiesta en dos de las peores calamidades que sufren los venezolanos de todas las tendencias: la escasez abrumadora de alimentos y medicinas, y una inflación galopante y sin control. Las colas sin fin a las puertas de los supermercados y farmacias, el racionamiento mediante el control electrónico de las compras con el uso de máquinas captahuellas que reemplazan a las libretas de racionamiento cubanas y la vigilancia militar para mantener el orden en las colas constituyen los ingredientes del escenario inaudito de un país productor de petróleo que, hasta hace muy poco, era el espejo en el que deseaban verse sus vecinos, todos ellos más pobres e infelices. El tercer jinete del apocalipsis venezolano es la inseguridad personal, que ha convertido a Venezuela en el segundo país más violento del planeta, sólo superado por Honduras, y condena a sus habitantes a encerrarse en sus hogares al caer la noche.
Para completar este cuadro de malestar colectivo, desde junio, el gobierno ha venido desarrollado una política de fronteras, en el oriente con Guyana y en el occidente y sur con Colombia, altamente agresiva. Cierre de todas las fronteras terrestres, militarización opresiva, suspensión de garantías al decretar estados de excepción constitucional en todos los municipios ubicados a los largo de los dos mil 200 kilómetros de frontera con Colombia y retórica belicista, con el único y manifiesto propósito de distraer la atención de los venezolanos hacia falsos conflictos internacionales, pero que no han surtido el efecto deseado de generar apoyo al gobierno por la retorcida vía del ultranacionalismo frente a supuestos enemigos externos, sino todo lo contrario. En Venezuela viven no menos de dos millones de colombianos, la mayoría nacionalizados gracias a la llamada Operación Identidad, que se implementó a partir del año 2003 con fines meramente electorales, y que ahora, de pronto, se sienten insultados por la destrucción de viviendas propiedad de colombianos en la frontera del estado Táchira con Colombia, la más activa entre los dos países, la deportación de más de mil colombianos y la migración de otros tantos miles que, aterrados por la persecución, han preferido regresar a su país ilegalmente y a toda prisa, dejando atrás sus enseres domésticos y creando una crisis humanitaria del lado colombiano de la frontera y un escándalo que ha dañado aún más la ya pobre imagen internacional de Maduro.
Si en Venezuela se viviera en un clima de normalidad democrática, ganar o perder en las urnas de diciembre sólo formaría parte natural del juego electoral. Pero la situación política e institucional de Venezuela es otra. El proyecto de Chávez ha sido, desde su fracasado golpe militar del 4 de febrero de 1992, la destrucción del régimen anterior, o sea, la eliminación de la democracia representativa y su sustitución por un régimen autoritario de izquierda, cada día más autoritario y menos democrático, para ejercer un dominio absoluto sobre todos los poderes públicos, supuestamente autónomos de acuerdo con la constitución vigente, pero que en realidad son oficinas funcionales de la Presidencia de la República. Esa es precisamente la clave del éxito político del régimen chavista: dominio absoluto del poder judicial para poder criminalizar con total impunidad la disidencia política, un poder electoral cuya misión es hacer lo que haya que hacer con tal de ganar todas las consultas electorales y un poder legislativo con presencia minoritaria y sólo simbólica de la oposición para poder gobernar a capricho y sin ningún control parlamentario.
Esta es la circunstancia que convierte al 6 de diciembre en una fecha decisiva del proceso político que puso en marcha Chávez al ganar las elecciones presidenciales de 1998. Desde entonces, Venezuela ha permanecido dividida en dos mitades prácticamente iguales. De ahí que con ventajismo oficial y triquiñuelas bien gestionadas por las autoridades electorales, a Chávez nunca se le escapó ninguna votación, trámite casi burocrático que le permitió conservar formalmente la ficción democrática de su mandato sin fin. La situación actual es muy diferente. Por primera vez desde 1998, la inmensa mayoría del país, más del 80 por cierto de la población, se opone al régimen. Una peculiaridad, todos contra Maduro, de la que el chavismo no puede evadirse con los mecanismos habituales del abuso del poder, ni con otros más novedosos, como la suspensión de garantías, aplicada por ahora sólo en algunas regiones más o menos importantes del país.
La única manera de superar esta realidad electoral que registran Hercon Consultores y todas las otras empresas encuestadoras que realizan periódicos sondeos de opinión en el país, es haciendo un megafraude electoral. Esa es precisamente la amenaza que se oculta en las repetidas declaraciones de Maduro y otros voceros importantes del régimen, cuando sostienen, con firmeza y desesperación, que el gobierno revolucionario está resuelto a defender la revolución “cueste lo que cueste.” Razón por la cual, Jesús Torrealba, secretario general de la alianza opositora Mesa de la Unidad Democrática, le advirtió al gobierno el pasado jueves, primera vez que la oposición lo hace, que si el 6 de diciembre no reconoce su derrota, ellos pararán el país.
A dos meses de esa fecha fatal, esta posible confrontación le adjudica a estas elecciones parlamentarias una tremenda trascendencia. Si el régimen no las pospones o las suspende, y si en lugar de acatar el mandato soberano de las urnas, para no asumir la verdad irrefutable de los votos, en efecto decide ahogarla por la fuerza, tendrá que enfrentar a un pueblo que ahora, pacífica y democráticamente, puede que le diga, ¡Basta! Hasta aquí llegamos.