Murillo: Esa incomodidad
La hija de una amiga solía ir por la vida con el pelo suelto, en desorden y enmarañado sobre la cara. La batalla campal entre madre e hija para que la niña aceptara peinarse era siempre un suceso. Por la buena, por la mala, tratando de convertirlo en un juego, a gritos y jalones… no había método que convenciera a la pequeña de peinarse. Las pocas veces que su madre lograba recogerle el pelo en una coleta, la cosa duraba apenas unos minutos porque ella siempre encontraba la manera de arrancarse la liga, el pasador, el listón y hubiera escapado de una cinta de seguridad industrial con tal de llevar en la cabeza ese alboroto medusino que era su bandera ante la vida.
Una noche que fui a visitarlas, mientras su mamá y yo tomábamos una copa de vino, la medusita se puso a saltar en el sofá frente a nosotras, la veíamos con sus mechones volando y describiendo todo tipo de ondas y figuras en el aire mientras las adultas (lo que sea que eso signifique) conversábamos acerca del ex de mi amiga y cómo manejaba el dolor por la separación.
Y desde luego, una vez más, empezó el jaleo.
—Mi amor, déjame hacerte una trenza
—Que no
—Ándale que estás saltando y sudando, al rato lo vas a traer más enredado
—Que no quiero
—Bueno
Pero mi amiga volvía a la carga, no podía evitarlo, y así empezaba la danza de la persecución. Yo daba tragos a mi copa y contemplaba el espectáculo, la criatura corría de un lado a otro del sofá y su mamá detrás de ella.
Buscando un nuevo argumento, mi amiga le dijo: mira, si te recoges el cabello vas a estar más cómoda, hazlo por eso.
Nunca olvidaré la respuesta.
—Que no, mamá, a mí me gusta la incomodidad.
Hicimos una pausa mínima pero suficiente para registrar la profundidad espontánea en la declaración de esa niña.
Su madre y yo duramos muchos años usando la frase cada vez que venía a cuento, se convirtió en un código entre nosotras.
Qué difícil es habitar la incomodidad, pienso, dejarse estar ahí donde pica, donde una pieza importante se movió, sentir que no te hallas y resignarte a que así será por un tiempo, andar con el alma desfasada y los proyectos descompuestos que no salieron como querías, con la incomodidad por haber tomado una decisión, por haber elegido, por haber hablado… la incomodidad es atreverse a romper y quedarse en los pedazos un rato, contemplarlos, ver lo que se ha roto y luego, pieza por pieza, levantarlos.
Incommoditas en latín tiene acepciones interesantísimas como “pérdida”, “desventaja”, “desastre”. Es duro pero no hay plan B, no hay trámite alterno, no hay atajo: hay que atravesar la incomodidad varias veces en la vida. Porque elegir la comodidad de no mover, de no cambiar es elegir una muerte lenta, un costo emocional que al menos para mí, resulta impagable.
He pensado de nuevo en aquella niñita encantadora y de cabeza alborotada, en su declaración “a mí me gusta la incomodidad”, qué suerte que desde entonces lo tenía tan claro porque, en efecto, ha elegido una vida que la convierte en una mujer incómoda, como habemos tantas que no nos acomodamos.
Que estoy en días de esos, incómoda entre los pedazos pero sabiendo que la comodidad mata.
Que estoy que no me hallo, pero me habito.
Y yo tampoco me quiero peinar.