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Carmen Posadas: Para partirse de risa

Visto el otro día en la tele: entrevistador estrella de La Sexta interpela a uno de los responsables del procés, que ha venido al programa a hablar de los indultos y de la independencia: «¿Está usted de acuerdo con la afirmación tan extendida entre sus correligionarios de que Leonardo da Vinci, Shakespeare, Teresa de Jesús, Cristóbal Colón  eran catalanes?». Y el entrevistado, con un aire entre perdonavidas y hastiado, responde: «Vamos a ver, es la opinión de muchos, y las opiniones se respetan». Poco después cambio de canal y en otro programa de corte similar me entero de cuál es la postura del Gobierno con respecto a que Pere Aragonés decidiera mandar al subalterno de un subalterno para que lo representara en la cena que presidió el Rey en el Círculo de Economía de Barcelona. «Respetamos los planteamientos y aspiraciones que tenga el president y el resto de personas con una responsabilidad en Cataluña», argumentó la portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, mientras que desde la Moncloa se apresuraron a apostillar que la postura de Aragonés se justifica por su ‘ideario’, al tiempo que mostraban su comprensión ante el hecho de que miembros del Govern intentaran evitar una foto con el Rey.

Hace tiempo que en mis vanas e incluso algo patéticas tentativas por entender algo de lo que veo y oigo a mi alrededor me pregunto por qué algunas opiniones e idearios son respetables y otros no. ¿Son más aceptables, por ejemplo, los argumentos de un ultraizquierdista que las de un ultraderechista? ¿No serán tan reprobables las unas como las otras? ¿Por qué cuando un independentista declara que Shakespeare, Cristóbal Colón y hasta el sursum corda eran catalanes el entrevistador que oye aquello no se troncha de risa o al menos lo rebate?

¿Por qué cuando un independentista declara que Shakespeare, Colón y hasta el “sursum corda” eran catalanes el entrevistador no se troncha de risa o al menos lo rebate?

Y en cuanto a los idearios políticos, ¿sólo se consideran respetables los de aquellos a los que hay que apaciguar a cualquier precio como hacen los ‘indepes’ con el Gobierno? Creo que somos muchos los que nos preguntamos cómo se ha instalado, tanto en España como en el resto del mundo, el imperio del disparate. Como, por ejemplo, el que personas formadas e incluso universitarias de pronto les dé por afirmar que la tierra es plana (sic) o –como ocurre con alguna actriz de campanillas y un nieto de Robert Kennedy– sostener que las vacunas son perniciosas y producen autismo. No soy socióloga ni psicóloga, apenas una observadora patidifusa de la sociedad, pero se me ocurre que todo esto tiene que ver con una confusión de conceptos en la que antes no caían ni los niños de diez años: la incapacidad de discernir entre un hecho y una opinión. Que yo afirme, por ejemplo, que el mar es de color fucsia tal vez pueda considerarse una opinión (extravagante y surrealista, que incluso quizá haya gente que la defienda), pero que en ningún caso es un hecho ni una realidad.

Sin embargo, como ahora todo es opinable –siempre que el opinador pertenezca a una minoría oprimida, o sea ultraizquierdista, independentista, animalista, claro está–, lo que él diga va a misa. Y lo mismo ocurre con los idearios. Si mi ideario es de derechas, diga lo que diga soy una fascista y mis palabras pueden constituir delito de odio. Pero si sostengo exactamente el mismo disparate siendo un rapero, un antisistema o una ultrafeminista cabreada, lo mío es sólo derecho de expresión. Esta diferencia en la vara de medir según quién emita los dislates de uno u otro signo que oímos a diario no tendría mayor importancia si la gente no los diera por buenos, muchas veces por desidia, otras por hartazgo supino. Tampoco si los periodistas, cuando alguien argumenta estupideces, las rebatieran, y si a los niños en el colegio se les enseñase a no creer lo primero que oigan, sino a tener criterio y discernir.

Pero nada de esto tiene pinta de que vaya a ocurrir a corto plazo. Ni aquí ni fuera de España, insisto, porque se trata de un problema  de las sociedades avanzadas en general. Por eso me temo que el imperio del dislate ha llegado para quedarse. Una pena, cuando el mejor antídoto contra las opiniones bobas es viejo como el mundo y no falla nunca porque  consiste, sencillamente, en partirse de risa en la cara del tontaina de turno.

 

 

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