El que siempre miente
«La mentira es verdad si se dispone de los artificios mediáticos que lleven a las mentes a aceptarla. La hipermodernidad del personaje Pedro Sánchez radica en eso. De ahí que su consejero áulico no haya sido en estos años un político, sino un asalariado cuya especialidad era la mercadotecnia: Iván Redondo. Ambos sabían que la verdad no dura, en nuestro mundo de anécdotas vertiginosas, más allá de dos o tres telediarios. La memoria de la mentira dura aún menos»
Alguien que mintiera siempre nos dotaría a todos de un instrumento precioso: el criterio universal de verdad. Eso deja caer Pascal en sus notas de trabajo. Y, en efecto, bastaría con invertir todos los enunciados del universal mentiroso para instalarnos siempre en una verdad blindada. El mentiroso metódico sería, así, una bendición del cielo. Siempre, claro está, que acertáramos a identificarlo. Pero es que Blaise Pascal era un matemático y un teólogo. En su cabeza de geómetra no cabía que una mentira pudiera circular universalmente sin generar rechazo. Y sin que el mentiroso cargue ni siquiera con la vergüenza de ser llamado «mentiroso».
La lectura del reciente libro de Joaquín Leguina ‘Pedro Sánchez, historia de una ambición’ acaba por ponernos ante la oscura desolación de quien asiste al espectáculo de ver a la retórica populista apisonar cualquier tentación lógica, cualquier verdad. Y de convertir la mentira explícita en funcional certeza. Leguina fecha la consagración de eso en el reglamento que aprobara el Comité Federal del PSOE, en febrero de 2018, como instrumento adecuado para que Sánchez liquidase a aquellos viejos socialistas que no supieron liquidarlo a él. «Lo que allí sucedió -escribe el autor- fue que en el nuevo PSOE sólo existirían como elementos decisivos: el líder elegido en las primarias, es decir, el sistema plebiscitario, y las bases a las que creo conocer bastante bien: sectarios y chupópteros a partes iguales». De un modo muy literal, lo que ese nuevo reglamento pone en marcha es un modelo calcado del caudillismo peronista, esa forma específicamente latinoamericana del partido mussoliniano.
Un estupor, que es más bien un cierto asco, se apodera de quien se asoma, a través de estas páginas, a tal trayectoria: paradigma de lo más sórdido en las luchas por el poder en la política española contemporánea. Es la narración de cómo, a partir de aquel grupo «de muchachos a cuál más gallardo» con los que gustó rodearse Pepe Blanco, fue gestándose el retorno a esa práctica del caudillismo de la cual en España creíamos estar más que curados al cabo de cuarenta años de sobredosis. Y ese estupor se amplifica cuando vamos constatando hasta qué punto son paralelas las trayectorias de Sánchez e Iglesias. Financiada desde las variedades dictatoriales que hoy imperan en la mayor parte de la América hispana, la segunda; asentada sobre los vicios de un aparato parasitario con casi medio siglo ya de obediencia a cuestas, la primera. Pero idénticas en su oficiar de trileros hábiles, que rentabilizan las emociones de una ciudadanía embrutecida por los televisores. Confluyeron, Sánchez Iglesias, porque por igual populistas eran sus presupuestos. Puede que acaben chocando, porque idéntica es su concepción de la política: el poder no se comparte.
En una democracia que no estuviera enferma, Pedro Sánchez pudiera habernos servido como aquel irónico canon de falsación que Pascal añora. En un grado que los políticos españoles, tan duchos en el arte de mentir, jamás habían ni en sueños alcanzado.
Confesó el presidente, sinceramente emocionado, que no podría dormir si tuviera que compartir gobierno con Iglesias; lo compartió y durmió, sin la menor duda, a pierna suelta. Juró, con la mayor solemnidad, que no conocería jamás reposo en la lucha contra la ruptura de la nación española que maquinaban los independentistas catalanes; y todos supimos que gobernaría muy pronto de acuerdo con ellos. Cuando los jueces del Supremo dictaron condena firme contra aquellos golpistas de 2017, Pedro Sánchez hizo formal promesa de no indultar a ninguno bajo ningún concepto; y todos supimos inmediatamente que estarían en casa libres al cabo de nada… ¿Debo seguir? Sería tedioso. Punto final: ahora, cuando el Doctor Sánchez repite, machacón, que no habrá jamás referéndum de independencia en Cataluña, todos sabemos que la república catalana está en puertas. Con la única condición que al presidente preocupa: la de que Esquerra tenga a bien respetarle su indefinida residencia familiar en La Moncloa.
Con toda exactitud, es eso la política. Muchísimo más en un tiempo, como el nuestro, en el cual los mecanismos de configuración mental con los que el poder cuenta para crear siervos carecen de límite. La mentira es verdad, si se dispone de los artificios mediáticos que lleven a las mentes a aceptarla. La hipermodernidad del personaje Pedro Sánchez radica en eso. De ahí que su consejero áulico no haya sido en estos años un político, sino un asalariado cuya especialidad era la mercadotecnia: Iván Redondo. Ambos sabían que la verdad no dura, en nuestro mundo de anécdotas vertiginosas, más allá de dos o tres telediarios. La memoria de la mentira dura aún menos.
Y no es que no sepa el ciudadano que todo cuanto le cuenta el Doctor Sánchez -desde su lejana tesis- es mentira. Y claro está que, cuando esa mentira puede afectar a su bienestar más directo, la indiferencia del ciudadano se trueca en rechazo. Ha bastado, así, que el presidente diera por finalizado el uso de las mascarillas para que las mascarillas invadieran como una marabunta nuestras calles. Afortunadamente. Igual que bastó, hace apenas un año y medio, que el Doctor de La Moncloa proclamase la ineficiencia o incluso el grave perjuicio de llevarlas, para que todos nos pusiéramos a buscar una de aquellas raras joyas hasta debajo de las piedras. Y en nada ha sorprendido a nadie el contagio masivo de Mallorca. ¿No había garantizado, acaso, el Doctor Sánchez que el tiempo del peligro pandémico había pasado? Pero esto no es política. Es básica supervivencia. Algo con lo que nadie en su sano juicio juega.
El Doctor Sánchez, sí, cumple al detalle aquella condición metódica de mentir siempre. Pero cada mentira suya erige un nuevo canon: un efímero canon de verdad que los televisores consagran. Y un igual de consagrado olvido de cuanto el anterior día dijo. No importan su falsedad ni sus grotescas maneras de proclamarla doctrina de salvación. Le sale gratis. Todo. Siempre. Comparecerá un día ante los televisores. Con un solo mensaje: «miento». Y no pasará nada.
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Gabriel Albiac es filósofo