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Jorge Edwards cumple 90 años

Los personajes de Jorge Edwards se mueven por las páginas con inmediatez, con espontaneidad, con esa cosa irrefutable que tiene lo vivo. Pero el personaje siempre más difícil de lograr y, en su caso, el más logrado, es el del narrador.

Hay un cuento de Jorge Edwards, “Cumpleaños feliz”, que comienza así: “Hubo antes, para ablandar el terreno, dos noches excesivas.”

Leída esta línea es imposible no querer saber qué sigue. Qué fueron esas noches que ablandaron el terreno y a qué condujeron. El lector ya está atrapado por el lazo delgado y firme de una primera línea perfecta. Los buenos cuentos tienen esa virtud de desatar rápidamente una espera ansiosa y confiada.

La escritura de Edwards tiene un don irreductible a fórmulas, que es el de la entretención pura y simple. Y esto no tiene que ver tanto con la trama sino, más bien, con el modo.

Nos ha dejado personajes inolvidables como, por ejemplo, el elegante y chilenísimo Marqués de Los convidados de iedra; el “Poeta” de la Casa de Dostoievsky –que encarna la figura del artista de la vie de bohème, del poeta maldito–; el Toesca enamorado de su Manuelita de El sueño de la historia; María de La última hermana –que es un personaje de veras bueno y generoso y heroico, algo dificilísimo de construir en una novela en medio del escepticismo de hoy respecto de la virtud–; el reflexivo, equilibrado, familiar Montaigne de La muerte de Montaigne, ese Montaigne suyo que es antes que nada un temperamento, o ese trío amoroso marcado por los celos que configuran Felipe, el Doctor Illanes y Silvia en El origen del mundo, una de sus mejores novelas.

Los personajes de Edwards se mueven por las páginas con inmediatez, con espontaneidad, con esa cosa irrefutable que tiene lo vivo.

Pero el personaje siempre más difícil de lograr y, en el caso de Edwards, el más logrado, es el del narrador. La maestría de Edwards se muestra antes que nada en la voz que cuenta la historia. Pienso, por ejemplo, en el uso de los adjetivos en esta línea de La última hermana :

“…había conocido The waste land, de T.S. Eliot, en los años de su publicación, con enorme, desmedido, fascinado asombro…”

“Con enorme, desmedido, fascinado asombro”. Esos tres adjetivos dan solo matices diferentes, pero logran enfatizar la intensidad de ese asombro sobre todo por su ritmo, por sus acentos y resonancias sonoras: enorme, desmedido, fascinado… Es un endecasílabo de cuatro pies yámbicos y un anfíbraco, dejado caer así, al pasar, como quien no quiere la cosa.

Quizá desde El sueño de la historia, Edwards abrazó explícitamente la idea de la novela como “forma conjetural”. Como dice Novalis, “las novelas surgen de las limitaciones de la historia”. Hace pie en los hechos históricos y va más allá, interpreta, completa, imagina. La ficción es así un modo de iluminar lo que ignoramos, y de asumirlo proponiendo una situación posible. Edwards adopta, entonces, un tono conjetural que es uno con su proyecto estético. El narrador lo hace explícito:

“—Porque tú eres escritora –le puede haber dicho–. Tienes que hacer algo…”

Nótese ese “le puede haber dicho”. (La última hermana).

Ya en El origen del mundo había aparecido este narrador conjetural. De repente, en esta novela, el narrador se desplaza y se configura como una tercera persona que mantiene una interesante y ambigua proximidad con el protagonista: “…había sido, suponemos, suponía el doctor…” Y, de nuevo, más adelante: “Quizá se habrá dicho, se dijo el doctor…”

El tono es tentativo, ecuánime, poco enfático, tranquilo y, a veces, algo dubitativo, pero siempre sugerente e intrigante. Son narradores cercanos, inteligentes, y a través de titubeos y sutiles insistencias se ganan la confianza del lector. La prosa de Edwards se lee como quien conversa. A mí me gusta su tono aflojado, tranquilo y espontáneo; cómo insinúa sus frases que se van alargando y se doblan y entrelazan animadas por un humor sutil, inteligente, comprensivo. Todo arranca de ahí:

“Los demás quizás no lo veían, pero yo lo veía muy bien, más que bien, y me parecía que la evidencia era abrumadora, escandalosa. ¡Silvia!, exclamaba para mis adentros, y observaba de reojo, con escaso disimulo, con emociones que un buen lector habría podido leer en mi cara, el entusiasmo con que lo besaba en las mejillas al saludarlo, repetidas veces, terminando por besarlo demasiado cerca de la boca. Demasiado cerca, demasiado entusiasmo, mascullaba yo, pero no decía una sola palabra, y pronto, porque soy, o era, más bien dicho, en aquél tiempo, una persona…” (El origen del mundo).

Narrador, concepto de la novela como conjetura y lenguaje van en el mismo sentido. Su estilo nunca es tenso, nunca esforzado, nunca áspero, pretencioso ni excesivo; nunca violentamente sacudido por nada. Lo mejor, más propio y más original de Edwards como escritor es, a mi juicio, ese tono suyo que refleja una mirada, un modo de ser. “Actuábamos”, dice el narrador de uno de sus mejores cuentos “como si nada nos llamara mucho la atención”. (“El orden de las familias”). La verdad es que ese tono conjetural de Edwards es suyo más allá de cualquier teoría. Es un caso en el que el dictum de Buffon se cumple absolutamente: le style c’est l’homme même. Y la gracia es que ese estilo que le es connatural, haya sido puesto al servicio de una estética que permita su pleno despliegue.

Escribo estos apuntes sobre Jorge Edwards novelista y cuentista. Me gustaría decir algo, por supuesto, del Edwards memorialista y autor de ensayos, artículos, crónicas. Por restricciones de espacio, me restrinjo.

Pero no puedo dejar de mencionar Persona non grata, un libro crucial, que por estos días cobra una nueva vigencia. Edwards llegó a Cuba en 1970 como representante del presidente Salvador Allende, un líder elegido democráticamente, comprometido con el socialismo y el marxismo. Había presidido OLAS, una organización continental pro revolución cubana, de modo que se trataba de un gobierno amigo. Venía con la misión de establecer relaciones diplomáticas y abrir la embajada de Chile en la isla. Pero se encontró, al poco tiempo, con que era declarado “persona non grata”. ¿Su pecado? Haber frecuentado el mundo de los escritores, haber conocido por dentro la disidencia. Es decir, haberse transformado en testigo. El régimen cubano quiso deshacerse de ese testigo, de ese testigo que iba a escribir.

En sus páginas, Edwards desveló que la utopía de los Castro necesita una cultura sometida y, a la vez, comprometida con la revolución, tal como la entienden sus conductores. Su retrato fue un balde de agua fría para los sueños socialistas que, en su vertiente marxista, eran hegemónicos en el mundo intelectual latinoamericano. El escritor pagó un alto precio personal. Los que controlan ese poder cultural –comprobó Edwards– tienden a castigar de diversas maneras a quienes impugnan su visión dominante.

El libro, al final, hacía alcances muy críticos a la dictadura de Pinochet, por lo cual fue, entonces, censurado en Chile. Pese a eso, Edwards volvió a su país, donde logró que los tribunales dejaran sin efecto la censura. Y desde el Comité de Defensa de la Libertad de Expresión encabezó la lucha contra la censura. Edwards por eso –y no solo por eso– fue una figura muy influyente en la transición chilena a la democracia.

Los noventa años, que cumple este jueves 29, lo encuentran como un escritor consagrado, con algo de treinta libros a su haber, y una personalidad con peso propio, tanto en el campo literario como en la esfera pública. Y –hay que decirlo– rodeado siempre de incontables amigas y amigos atraídos por su conversación animosa, llena de anécdotas y de humor agudo, junto a un pisco sour que prepara él mismo y cuya receta nadie conoce.

 

 

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