El pueblo cubano: un antes y un después
A raíz de las manifestaciones populares producidas en Cuba entre el 11 y el 13 de julio, he escuchado en más de una ocasión la frase “el pueblo habló”. Ha sido estimulante ver la metamorfosis que sufre el sustantivo pueblo usado al margen de la lengua de dirigentes e ideólogos.
Hasta esos días, pueblo no era más que un concepto que posibilitaba un grupo de disyunciones del tipo: pueblo vs. burguesía o pueblo vs. intelectuales, y desde las cuales se articulaba un asedio o silenciamiento de voces críticas y disidentes. No obstante, las nociones de pueblo en la jerga oficialista nacional no han sido siempre las mismas.
Como bien recuerda Enrique Dussel, en La Historia me absolverá Fidel Castro se apodera de la premisa gramsciana según la cual pueblo es “el bloque social de los oprimidos” para construir su alegato. Ese discurso alcanzó gran popularidad en el marco de un clima político de persecución policial, falta de derechos, encarcelamientos arbitrarios, torturas y asesinatos. En aquel contexto, presentarse como un defensor de los oprimidos no solo le ganó adeptos entre campesinos y clase trabajadora, sino además entre burgueses progresistas.
Con el objetivo de proyectar una voz original, Castro generó en ese texto de 1953 su propio concepto de pueblo, como puede leerse en este fragmento:
“Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta […], la que ansía grandes y sabias transformaciones de todos los órdenes y está dispuesta a lograrlo, cuando crea en algo y en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma […] Nosotros llamamos pueblo, si de lucha se trata, a los 600 mil cubanos que están sin trabajo […]; a los 400 mil obreros del campo […]; a los 100 mil agricultores pequeños […]; a los 30 mil maestros y profesores […]; a los 10 mil profesionales jóvenes […]. Ese es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje”.
Lo que sucedió después de 1959 fue, por un lado, una distinción entre pueblo/masa y vanguardia política (Che Guevara); o por otro, una síntesis de ambos, tal como puede apreciarse en el reiterativo uso del nosotros en el propio Fidel Castro.
“Ahora todo es el pueblo”, se le escucha decir al Sergio de Memorias del subdesarrollo, aludiendo a la sobreexposición del sintagma en la gramática política del país durante los años 60. Especialmente en “Palabras a los intelectuales”, Fidel Castro modela el concepto para generar un contrapunteo con la comunidad letrada: “frente a los derechos de todo un pueblo, los derechos de los enemigos de ese pueblo no cuentan”.
Incluso, en un momento su discurso adopta el rol de un intelectual más en la sala mientras dice: “El pueblo es la meta principal. En el pueblo hay que pensar primero que en nosotros mismos. Y esa es la única actitud que puede definirse como una actitud verdaderamente revolucionaria”.
El problema de estas coaptaciones emerge de que pueblo, en el contexto de La Historia me absolverá, era relativamente concreto; pero desde 1959 comienza a volverse una figura retórica cada vez más alejada de la realidad. Ese singular idealismo metafísico que, al decir de Hamlet Fernández en su análisis del discurso de Castro a los intelectuales, puede hacerse extensivo a los nuevos usos que la Revolución en el poder hace del pueblo.
En los años 50, el poder y el pueblo se identificaban en lugares diferentes, pero la lengua que nacía luego de 1959 los sintetizó, para luego combatir cualquier tipo de discurso alternativo o reprimir los intentos de ruptura en la realidad. Desde entonces, el pueblo es un sustantivo mayúsculo al que se le agregan adjetivos altamente politizados como “antimperialista”, “revolucionario”, así como “trabajador”, “enérgico y viril”, y más tarde “fidelista y martiano”. La Revolución había decretado no solo la llegada del socialismo a la Isla, sino también el sentido de tranquilidad y conformidad, o de rebeldía en el pueblo, pero todo de acuerdo con los intereses de sus dirigentes.
Si bien las fracturas entre poder y pueblo existen desde el kilómetro cero de la Revolución cubana, la estrategia de crear un espacio abyecto a donde fuera a parar toda esa crítica u oposición había resultado muy efectiva. La práctica recurrente durante décadas fue separar los individuos disidentes de la masa para generarles un expediente repulsivo (acusarles de actos delictivos, contrarrevolución, deshonestidad, vagancia, etc.), y finalmente, convertirlos en objeto de escarmiento.
Con este mecanismo se lograba una reafirmación del concepto pueblo y, al mismo tiempo, la coerción de los individuos que lo debían representar. De esa manera, cualquier tipo de actuación de ese “bloque social de los oprimidos”, dígase denunciar atropellos, manifestarse públicamente o exigir participación en las decisiones gubernamentales, dejaba de tener sentido en un lugar donde las consignas estatales usurpaban el lugar de la realidad. Si a la Revolución la hizo el pueblo, si en Cuba el pueblo manda, ¿qué sentido tiene protestar?
Finalmente, el 11 de julio esa ilusión fue puesta en entredicho. Ya no se trató de artistas o intelectuales, ni de una oposición a la que el Gobierno acusa desde hace décadas en los medios oficiales. Ese domingo la gente se lanzó a las calles a demandar mejor atención médica y alimentaria, pero también libertad de expresión y fin de la violencia policial.
Resulta curioso que, justo después de los acontecimientos, el discurso oficial creó una nueva fractura semántica para oponer revolucionarios y pueblo. Cuando el presidente dijo “la calle es para los revolucionarios” en televisión nacional, admitía no solo que el espacio público debía ser entendido como parte del monopolio estatal, sino también que el puebloestaría por primera vez en el otro lado de la barricada.
Con los días la voz oficial ha tratado de matizar esa significativa oposición a partir de una desafortunada campaña de descrédito y criminalización de la protesta, que apela lo mismo a que los manifestantes recibieron financiamiento desde el exterior o a que eran sectores marginales con antecedentes penales. Sin embargo, la frase inicial tuvo que ser corregida en público cuando Díaz-Canel alegó “malinterpretaciones a sus palabras” y, en franco contraste con la frase dicha días atrás, que “las calles eran del pueblo”.
El hecho de que las imágenes de las protestas arrojen una cuantiosa cifra de las personas más vulnerables económicamente, además de la perceptible marca racial que denotan, permite traer de vuelta el viejo concepto de Fidel Castro durante su alegato en 1953. Podemos decir que las calles se llenaron de una “gran masa irredenta”, “que sufre todas las desdichas”, tal cual describe el joven abogado durante aquellos años tormentosos.
El concepto que tanto se había exportado a activistas y contextos educativos orientados a denunciar prácticas neoliberales en el mundo, ahora se puede adaptar a la isla del Caribe no solo por su realidad, sino por el discurso de sus dirigentes e ideólogos.
A partir del 11 de julio, el vocablo pueblo regresa a la boca de los cubanos en un sentido más propio y menos alienado. Cuando decenas de artistas y músicos populares del país alegaron estar “del lado del pueblo” y “contra la violencia y la represión en las calles”, la idea gramsciana de “bloque social de los oprimidos” tomaba cuerpo inmediatamente. Incluso, cuando el presidente dijo, también en televisión nacional y en alusión a la larga lista de medidas y decisiones impopulares tomadas durante su mandato, que “en ningún momento ha sido para molestarlos a ustedes, querido pueblo”, asumía en sus palabras todos los ejes de relaciones expuestos aquí.
El reto es, y seguirá siendo, que el vocablo no se vuelva a instrumentar desde el poder y se convierta en una forma de nombrarse en conjunción con los integrantes de sus aparatos represivos. La liberación en Cuba, desde luego, también debe ser discursiva.