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Jorge Luis Borges desde la esfera del aforismo

De la obra de Borges, en cada acercamiento, siempre es posible obtener un asombro y un aprendizaje. En este caso, se trata del talante aforístico que se puede encontrar en no pocos de sus versos, algunos memorables, acertadamente invocados y comentados aquí.

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La precisión del adjetivo es una prerrogativa de la escritura borgesiana. Su estilo directo, dilecto en la medida en que se ha vuelto paradigmático, puede reconocerse en la felicidad, término utilizado por el autor de El Aleph en su sentido de “éxito” o “eficacia”, con la que distribuye los epítetos. Y ambas circunstancias, la exactitud y el poder de reclamar para sí ciertas palabras, algunos significados, convienen al aforista, ese escritor destinado a apretar en frases cortas incertidumbres largas.

Aparte de haberse convertido en una suerte de demiurgo de las letras del siglo pasado, el escritor argentino se apropió de tal modo de términos como “vasto”, “acaso”, “fatigar” y algunos otros, que el adjetivo, el adverbio y el verbo se volvieron suyos, marca de fábrica, sello estilístico. Así como Mark Strand reconocía que desde Kafka la “K” le pertenecía, por lo menos en el orbe literario, al autor de La metamorfosis, ciertas palabras y usos verbales son de Borges y nada más. O del otro que es él mismo, como nos lo recuerda este amo de las paradojas.

Espigar frases afortunadas en su escritura es sencillo dada la naturaleza sentenciosa, la semántica pulcritud con que acribilla la materia verbal. Tan es así, que hasta en su obra poética puede escanearse el virus aforístico: “Señor, dame coraje y alegría/ para escalar la cumbre de este día”, termina diciendo en el soneto sobre James Joyce, y el dejo aleccionador del dístico no elude ese aire de frase de autoayuda que a veces se cuela hasta en el aforismo más pintado; y entonces habrá que excusárselo u olvidarlo, que, nos recuerda Borges, es la mejor forma del perdón. También puede localizarse en aquellos otros versos famosísimos que sentencian la concéntrica perplejidad de la creación (“Dios mueve al jugador y éste la pieza,/¿qué Dios detrás de Dios la trama empieza?”) o la amenazante brevedad del presente: “El hoy fugaz es tenue y es eterno;/ otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.”

Pero el animoso pasmo, la honesta voluntad de poner todo en duda es la que predomina en las proposiciones de Borges, como ocurre en los verdaderos aforistas: dar con la frase secreta no para secretar erudición o secretear una verdad siempre provisional, sino para precisar el componente azaroso de la exactitud. Y esa actitud es la que eterniza, aun sin quererlo, el poder de seducción de los aforismos memorables: “Todos caminamos hacia el anonimato, sólo que los mediocres llegan antes”, advierte por ahí, en alguna entrevista, y se puede pasar por encima de lo diametral del juicio, perdonar (otra vez) lo peligroso y discriminatorio de la anatemización, en la medida en que dos llaves maestras del género iluminan la frase: la universalidad del olvido y la elegancia del humor.

Entre los aforismos librescos de Borges, uno de los más repetidos es el que matiza la obligatoriedad de la lectura, pues sería como volver asimismo forzoso el acceso a la felicidad (lo cual resulta sustancialmente absurdo), cuando valora la licencia de traicionar el obcecado apego a un objeto que, probablemente, no era el que debíamos “fatigar”, léase “leer”, en determinado momento o circunstancia: “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo; hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus signos.” Asimismo, es proverbial el apotegma que, de un plumazo, pretende anular la vastedad de la reflexión filosófica ubicándola como un mero ejercicio de ficción intelectual: “La metafísica es una rama de la literatura fantástica.”

Borges el memorioso, el infatigable inventor de recuerdos, el que puede concebir un subgénero de la crítica literaria, la teoría de la recepción, con sólo sugerir que el lector y el tiempo son los verdaderos autores del Quijote, despenalizando de paso la flagrancia del plagio en la figura de Pierre Menard, aprovecha la intensidad natural del aforismo para dejar en claro que la descripción cuidadosa de una obra literaria es suficiente para evidenciar sus alcances o dimensionar sus hallazgos, haciendo caso omiso del vicio de execrar o encarecer, tan ominoso en numerosos acercamientos a la literatura, pues no debemos olvidar que “censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica”.

El logro indiscutible en los aforismos de Borges es que combinan de un modo muy sugerente la tersura y la aspereza, lo tenue de la indicación con lo inevitable de sus consecuencias, lo implacable y pavoroso del veredicto con la poderosa suavidad que permea una ocurrencia a veces falible, pero no por ello menos incalculable. Y esta conjunción de fatalismo y deleznabilidad se advierte en la observación que Bioy personaje procura frente a Borges personaje en uno de sus cuentos cruciales, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”, donde nada se amortigua, donde la analogía es puntual y perfecta.

 

 

 

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