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Todos perdimos Afganistán

Dos décadas de equivocaciones, errores de juicio y fracaso colectivo

ANTE LAS VARIADAS SUGERENCIAS RECIBIDAS, AQUÍ REENVÍO ESTA IMPORTANTE NOTA, TRADUCIDA AL CASTELLANO.

EL AUTOR ES UN DIPLOMÁTICO  (PHD EN LA UNIVERSIDAD DE OXFORD) CON CASI 40 AÑOS DE TRABAJO EN EL DEPARTAMENTO DE ESTADO. NACIÓ EN MARACAIBO (VENEZUELA), Y TIENE EXPERIENCIA DIPLOMÁTICA EN AMÉRICA LATINA (COLOMBIA, BRASIL, BOLIVIA, PERÚ), EUROPA (REINO UNIDO, BÉLGICA), ÁFRICA Y AFGANISTÁN. 

SU MÁS RECIENTE CARGO FUE CONSEJERO SENIOR DEL SECRETARIO DE ESTADO DURANTE LA PRESIDENCIA DE DONALD TRUMP (HASTA 2019). ES CONSEJERO SENIOR DEL «CENTER FOR STRATEGIC & INTERNATIONAL STUDIES». 

TIENE UN LIBRO MUY CELEBRADO SOBRE HISTORIA COLONIAL DE VENEZUELA (PUBLICADO EN INGLÉS Y ESPAÑOL).

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A medida que Afganistán cae en manos de los talibanes, la avalancha de recriminaciones y condenas directas a la retirada de las tropas estadounidenses en Afganistán por parte de la administración Biden se ha vuelto implacable. El ex asesor de seguridad nacional, el general H. R. McMaster, se hizo eco de los sentimientos de muchos cuando declaró que Afganistán es un «problema humanitario en la actual frontera entre la barbarie y la civilización» y que Estados Unidos carece de la voluntad «de continuar el esfuerzo en interés de toda la humanidad».

Lo que está ocurriendo es una tragedia terrible, pero no se puede culpar a nadie. El breve calendario de retirada de la administración Biden, ligado al 20º aniversario del 11-S y en plena temporada de combates, fue un error. Pero la situación sobre el terreno es el resultado de dos décadas de errores de cálculo y políticas fallidas aplicadas por tres administraciones estadounidenses anteriores y del fracaso de los líderes afganos a la hora de gobernar por el bien de su pueblo. Muchos de los críticos que se manifiestan ahora fueron artífices de esas políticas.

Las preguntas más generales sobre por qué Afganistán se encuentra en esta coyuntura socavan los intentos de justificar la «guerra contra el terrorismo» tal y como se libró en el país durante dos décadas. Durante los más de tres años que pasé en Kabul, entre 2013 y 2016 (como embajador de Estados Unidos de 2014 a 2016), se me hizo evidente lo pronunciados que eran los desafíos para la estrategia de Estados Unidos. Aunque tuvimos un gran éxito en la eliminación de Al Qaeda en ese país y en la reducción de la amenaza de ataques terroristas en Estados Unidos, fracasamos en nuestro enfoque de la contrainsurgencia, de la política afgana y de la política de «construcción de nación.» Subestimamos la resistencia de los talibanes. Y malinterpretamos las realidades geopolíticas de la región.

Ha llegado el momento de afrontar los hechos: la decisión de retrasar la retirada de las fuerzas estadounidenses uno o dos años más no habría supuesto, en última instancia, ninguna diferencia respecto a las insoportablemente tristes consecuencias sobre el terreno en Afganistán. Estados Unidos habría tenido que comprometerse indefinidamente allí, con un coste de decenas de miles de millones al año, con pocas esperanzas de aprovechar los frágiles avances dentro de un país con una gobernanza débil, con las condiciones del campo de batalla erosionadas, y con la certeza de que se perderían muchas más vidas estadounidenses cuando los talibanes volvieran a atacar a las fuerzas y diplomáticos estadounidenses.

Por eso, mientras comienzan la asignación de culpas,  y los discursos acerca de las «lecciones aprendidas«, es también el momento de que los críticos de la retirada aborden directamente los errores de juicio y las deficiencias de la intervención en Afganistán que nos han llevado a este punto, y que reconozcan que la responsabilidad de lo que salió mal debe ser ampliamente compartida.

EL COLAPSO MILITAR

A la luz de la rápida toma de posesión por parte de los talibanes de una ciudad afgana tras otra en los últimos días, quizá el error de apreciación estadounidense más llamativo sea nuestra continua sobreestimación de las capacidades de las Fuerzas Nacionales de Defensa y Seguridad afganas. Incluso sin el apoyo militar táctico norteamericano, las Fuerzas de Defensa y Seguridad Nacional Afganas deberían haber estado en condiciones de defender las principales ciudades e instalaciones militares críticas. Como han señalado numerosos observadores, las ANDSF eran, sobre el papel, significativamente mayores y estaban mucho mejor equipadas y organizadas que los talibanes. Las Fuerzas Especiales Afganas se comparaban con las mejores de la región. En marzo de 2021, los informes de los servicios de inteligencia estadounidenses para los funcionarios de la administración Biden advertían de que los talibanes podrían hacerse con la mayor parte del país en dos o tres años, y no en unas pocas semanas.

Esta sobreestimación de las capacidades de la ANDSF fue una constante tras el final del «aumento» de las fuerzas estadounidenses entre 2009 y 2011. Las presentaciones semestrales del Departamento de Defensa de Estados Unidos ante el Congreso subrayaban regularmente la creciente profesionalización y capacidad de combate del ejército afgano. El «Informe sobre el progreso hacia la seguridad y la estabilidad en Afganistán» de diciembre de 2012 era típico, y destacaba que las fuerzas afganas estaban llevando a cabo el 80 por ciento de las operaciones y habían reclutado con éxito a suficientes afganos para alcanzar el límite máximo autorizado de 352.000 soldados y policías. El «Informe sobre el progreso hacia la seguridad y la estabilidad en Afganistán» de noviembre de 2013 iba más allá: «Las fuerzas de seguridad afganas están ahora proporcionando con éxito la seguridad a su propio pueblo, librando sus propias batallas», y podrían mantener los logros «conseguidos por una coalición de 50 naciones con las fuerzas mejor entrenadas y equipadas del mundo.» En 2014, las fuerzas afganas, según se informa, «dirigieron el 99% de las operaciones convencionales y el 99% de las operaciones especiales» y se mantuvieron «justo por debajo del nivel total autorizado de 352.000 efectivos.» Incluso cuando la situación sobre el terreno se deterioró, un informe de 2017 describió a las ANDSF como «generalmente capaces de proteger los principales centros de población… y responder a los ataques talibanes.»

Solo en los últimos años los informes comenzaron a reflejar una realidad más preocupante. En 2017 y de nuevo en 2019, hubo informes de que decenas de miles de soldados «fantasmas» estaban siendo retirados de las listas, lo que sugiere que nunca hubo cerca de 330.000 soldados disponibles para luchar contra los talibanes, y mucho menos 352.000. El informe de diciembre de 2020 del Departamento de Defensa al Congreso señalaba que sólo «aproximadamente 298.000 efectivos de la ANDSF tenían derecho a cobrar», lo que insinuaba un problema recurrente de soldados «fantasma» y de deserciones.

El Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR, por sus siglas en inglés) también puso de relieve periódicamente los problemas de seguimiento de los equipos y los salarios. El despilfarro, el fraude y la mala gestión de los recursos destinados a transformar el ejército afgano socavaron aún más la capacidad de combate de las ANDSF. El despilfarro y el fraude ascienden a miles de millones de dólares y la corrupción suele implicar a altos funcionarios del gobierno afgano. El SIGAR consiguió sacar a la luz gran parte de estos casos, pero debería haber hecho más para detenerlos.

EL ESTANCAMIENTO DESGASTANTE

En el campo de batalla desde 2013, los talibanes parecían ganar terreno cada año en lo que llegó a llamarse un «estancamiento desgastante» en la jerga de Washington, incluso con la muerte en 2013 del fundador talibán Mullah Omar, el asesinato de su sucesor en 2016 y los bombardeos más intensos de la coalición en la guerra en 2018-19.

Las semillas de ese estancamiento erosionado se sembraron pronto. La falta de inversión en la policía y el ejército de Afganistán en los primeros años después de 2001 supuso una pérdida de tiempo valiosa para construir una fuerza de combate capaz cuando los talibanes estaban a la defensiva. La construcción de una fuerza aérea no fue prioritaria durante más de una década; la formación de una nueva generación de pilotos afganos no comenzó hasta 2009 y fue más lenta de lo necesario debido a la decisión de cambiar la flota afgana de aviones rusos a Black Hawks. Y aunque la fuerza aérea afgana ha llegado a ser considerada más recientemente como relativamente eficaz, cualquier éxito se vio socavado por la decisión, tomada este año, de retirar a los miles de contratistas que proporcionaban mantenimiento y apoyo a las operaciones cuando los asesores estadounidenses comenzaron a marcharse en 2019.

De hecho, el fallo de no transferir los servicios de los 18.000 contratistas que trabajaban con el ejército afgano -o de no proporcionar las garantías financieras para cubrir los costes- resultó perjudicial para el gobierno de Kabul, aunque ahora no está claro si las ANDSF habrían luchado incluso con ese apoyo. Estos servicios podrían haber sostenido el flujo logístico a las ANDSF sobre el terreno y el mantenimiento de la fuerza aérea afgana a pesar de la retirada de las fuerzas estadounidenses. En cambio, la salida nocturna de Estados Unidos de la base aérea de Bagram, un punto de apoyo logístico clave, se convertirá en un símbolo perdurable de nuestro fracaso militar en Afganistán. (La incapacidad de mantener una capacidad logística tuvo otra consecuencia: dificultar la evacuación del personal de la embajada y de decenas de miles de afganos, más allá de los intérpretes, que trabajaban con el ejército, la misión diplomática y los programas de asistencia estadounidenses).

Mientras tanto, la estrategia de contrainsurgencia adoptada por Estados Unidos nunca demostró  capacidad para obtener ganancias sostenidas. El ex jefe del Estado Mayor Conjunto, Mike Mullen, en una entrevista esta semana, afirmó que se opuso a la prolongación de la escalada estadounidense más allá de 2011 porque «si no teníamos un progreso significativo o no mostrábamos un progreso significativo en el transcurso de 18 meses más o menos, entonces teníamos la estrategia equivocada y realmente necesitábamos recalibrar». Sin embargo, hasta que se tomó la decisión de retirarse, esa recalibración nunca llegó.

Año tras año, los soldados afganos pasaron meses sin cobrar y sin los suministros necesarios para defenderse. Más recientemente, las capitales de provincia no parecen haber sido reforzadas adecuadamente, a pesar de que hace 18 meses quedó claro que Estados Unidos tenía la intención de retirar las tropas en el plazo de un año tras el acuerdo de Doha que la administración Trump alcanzó con los talibanes en febrero de 2020. A medida que el avance talibán se intensificaba en las últimas semanas, los soldados afganos también se veían defraudados por sus comandantes y líderes políticos, que a lo largo de 20 años han fracasado abismalmente en ganarse la lealtad nacional. Resulta sorprendente la incapacidad del gobierno afgano para lanzar un llamado a la acción, ofrecer razones de lucha a la nación mientras sus defensas se derrumbaban. Este contexto ayuda a explicar por qué las ANDSF no lucharon en los últimos días.

Otro error de apreciación se refiere a la debilidad de los caudillos regionales. Desde 2001, se ha dado por sentado que estos supuestos señores de la guerra comandaban miles de seguidores armados que podían ser movilizados rápidamente contra los talibanes. Tanto Estados Unidos como el gobierno nacional afgano creían que esto era así y, en consecuencia, aceptaron a los líderes locales, a menudo brutales. La caída de Sheberghan, bastión del ex vicepresidente (y violador de los derechos humanos) Abdul Rashid Dostum; de Herat, antes bajo el dominio del ex líder muyahidín Ismail Khan; y de Mazar-e Sharif, antes dirigida por Atta Nur, revelan lo profundamente errónea que era esa suposición. El presidente afgano, Ashraf Ghani, pidió ayuda a estos señores, sólo para descubrir que en realidad no tenían fuerzas que reunir, lo cual es una muestra lamentable del estado del gobierno nacional, el ejército y la lectura estadounidense de una realidad política afgana fragmentada.

Estados Unidos también sobrestimó su capacidad para hacer frente a otro factor que socavó fundamentalmente el esfuerzo bélico: Los santuarios talibanes en Pakistán. Durante años, los líderes estadounidenses buscaron el apoyo de Islamabad para una resolución pacífica de la guerra en Afganistán. No lo consiguieron; Islamabad estaba más interesado en mantener sus opciones abiertas en Afganistán. Sin embargo, incluso después de que el cerebro del 11-S, el líder de Al Qaeda, Osama bin Laden, fuera encontrado escondido en Abbottabad, Estados Unidos mantuvo estrechos lazos con Pakistán dada la gran importancia regional del país.

Es extraordinariamente difícil derrotar a una insurgencia que tiene un santuario transfronterizo. Los dirigentes talibanes de Quetta y Peshawar recaudaron fondos, planificaron atentados y reclutaron sin obstáculos. El gobierno afgano pidió repetidamente la ayuda de Pakistán para cerrar bases talibanas allí. Sin embargo, el ministro del Interior de Pakistán admitió en julio de 2021 que en los suburbios de Islamabad vivían familias talibanas.

UNA LECTURA ERRÓNEA DE LA REALIDAD AFGANA

¿Por qué no ha surgido un gobierno afgano eficaz en 20 años? Ciertamente, Estados Unidos trató de ayudar a producir uno. Nuestros esfuerzos por imponer un modelo democrático occidental en Afganistán, primero en la conferencia de Bonn en 2001 y mediante la redacción de la constitución nacional, continuaron durante dos décadas.

El ex presidente afgano Hamid Karzai se quejó a menudo de la excesiva influencia política de Estados Unidos. Esta «injerencia» parecía mantener la política afgana en marcha, pero con consecuencias inesperadas. Cuando Richard Holbrooke, entonces representante especial de Estados Unidos para Afganistán y Pakistán, trató de influir en las elecciones de 2009, no consiguió impedir una victoria de Karzai, sino sólo convertir al presidente afgano en un enemigo. En 2014, cuando el secretario de Estado estadounidense John Kerry negoció un gobierno de unidad nacional ante la amenaza de un conflicto civil, el resultado fue un incómodo compromiso político, entre el presidente Ghani y el aspirante Abdullah Abdullah, que nunca llegó a consolidarse. En las siguientes elecciones presidenciales, en 2019, votaron menos de dos millones de afganos, frente a los ocho millones de apenas cinco años antes. El controvertido resultado difícilmente sugería que la democracia afgana se estaba consolidando en un momento en el que la amenaza talibán iba en aumento.

Cuando los líderes del gobierno de unidad visitaron Washington para reunirse con el presidente Joe Biden en junio de 2021, la unidad era inexistente, salvo de nombre, y el palacio presidencial de Ghani estaba cada vez más aislado. Sin embargo, muchos en Washington siguieron asumiendo y afirmando una apariencia de propósito común respecto a la inminente amenaza talibán.

Los líderes políticos nacionales de Afganistán nunca llegaron a un acuerdo sobre la mejor manera de luchar contra los talibanes. Hubo tensiones entre los agentes del poder regional y Kabul, y entre los pastunes y las minorías tayika, hazaña y uzbeka. Tanto Karzai como Ghani gestionaron la representación étnica a través de un sistema clientelar, en lugar de la promoción de una visión nacional común. Y los esfuerzos de Estados Unidos por identificar, incluso seleccionar, a los líderes en los ministerios sólo consiguieron socavar la independencia y la legitimidad del gobierno afgano.

Los talibanes, por el contrario, demostraron ser resistentes no sólo como organización militar y terrorista, sino también como movimiento político. Después de 2001, los talibanes siguieron gozando de apoyo popular en algunas partes de Afganistán y conservaron la capacidad de agrupar a decenas de miles de miembros de las nuevas generaciones de jóvenes afganos. Incluso durante la «escalada» de las tropas estadounidenses en 2009-11, los talibanes demostraron ser capaces de evolucionar. Los esfuerzos del gobierno afgano por reconciliarse con los talibanes a partir de 2010 representaron una aceptación implícita de su importancia política y militar dentro de Afganistán. La decisión de Estados Unidos de negociar formalmente con los talibanes en 2018, y de los gobiernos extranjeros de acoger a emisarios talibanes tras el acuerdo de Doha de febrero de 2020, reflejó esa realidad.

Hemos interpretado mal a los talibanes cuando luchábamos contra ellos; también hemos interpretado mal su promesa más reciente de negociar la paz cuando se pusieron a negociar en Doha con el gobierno de Ghani después de llegar a un acuerdo con Estados Unidos sobre el calendario de retirada. Nunca tuvieron intención de llegar a un acuerdo. (La idea de que los talibanes han cambiado parece aún más ingenua ahora, dadas las inquietantes imágenes que surgen de la actual toma del poder). Sin embargo, esa intención fue en cierto modo reflejada por Estados Unidos: el objetivo último de los negociadores estadounidenses era crear las condiciones para una retirada ordenada de Estados Unidos. Los talibanes siempre lo supieron.

Ahora, las amenazas de retirar el reconocimiento internacional mientras los talibanes capturan Kabul por la fuerza significan poco. A los líderes talibanes no les preocupa si Estados Unidos les reconoce como gobierno; otros actores internacionales probablemente lo harán sin importar lo que haga Washington.

Otra serie de juicios erróneos y errores estaban relacionados con las ambiciones estadounidenses en lo que respecta a la «construcción de la nación». Para los funcionarios estadounidenses, gran parte de lo que se hacía parecía funcionar. Estados Unidos trabajó para apoyar un gobierno representativo, fortalecer el poder legislativo y proporcionar tanto un grado de seguridad como la prestación de servicios sociales. Sus esfuerzos transformaron la educación afgana, con un crecimiento exponencial del número de niñas en la escuela y de mujeres en la universidad y en el trabajo. Se codificaron los derechos civiles, y surgieron una prensa y un poder judicial libres. Millones de refugiados regresaron a Afganistán en los años posteriores a 2001.

Sin embargo, incluso con estos éxitos, exageramos los beneficios. E hicimos menos de lo que podríamos haber hecho con respecto a la corrupción, colaborando a sabiendas con altos cargos del gobierno y del ejército que los afganos de a pie consideraban responsables de la corrupción y de los abusos políticos y de los derechos humanos. Nuestro programa de lucha contra los estupefacientes fue un fracaso estrepitoso: la producción de amapola siguió aumentando durante la mayor parte de la última década, y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito calcula que la superficie cultivada aumentó un 37% en 2020. La esperanza de que el crecimiento económico de Afganistán permitiera finalmente al gobierno cubrir sus propios gastos se planteó año tras año en las conferencias de donantes, a pesar de que era evidente que eso no ocurriría en un futuro previsible. Los proyectos grandiosos languidecieron: se tardó 15 años en instalar una nueva turbina en la presa de Kajaki, símbolo de la generosidad estadounidense hacia Afganistán en la década de 1950.

En febrero de 2021, el Grupo de Estudio sobre Afganistán, encargado por el Congreso, presentó sus recomendaciones sobre el camino a seguir. Destacaba la importancia de seguir apoyando al Estado y al pueblo afganos; de continuar la diplomacia en apoyo de un proceso de paz; de trabajar con los aliados regionales; y de ampliar la presencia de tropas estadounidenses para permitir que concluyesen las negociaciones de paz de Doha. Todas estas políticas, excepto una, estaban en vigor antes y después de la publicación del informe, pero no han hecho nada para frenar el colapso que estamos presenciando ahora. La supervivencia del Estado afgano no debería haber dependido únicamente de la continuación de la presencia de tropas estadounidenses.

Hay un argumento seductor que esgrimen los críticos de la retirada: que un Afganistán gobernado por los talibanes volverá a convertirse en un refugio para los grupos terroristas que amenazan la seguridad de Estados Unidos. Este argumento es un reconocimiento a posteriori de que hemos conseguido reducir la amenaza de Afganistán a niveles mínimos, la razón original de la intervención estadounidense. El sacrificio, sin embargo, fue importante: más de un billón de dólares, la muerte de 2.400 miembros del servicio estadounidense (y miles de contratistas), más de 20.000 estadounidenses heridos.

Tal vez el resurgimiento de una amenaza terrorista se desarrolle más rápidamente bajo un futuro gobierno talibán de lo que lo habría hecho en caso contrario. Pero llegar a la conclusión de que este resultado exige una presencia indefinida de tropas estadounidenses implicaría que éstas también deberían desplegarse indefinidamente en muchas otras partes del mundo en las que el Estado Islámico (también conocido como ISIS) y los vástagos de Al Qaeda están activos en mayor número que en Afganistán y suponen una mayor amenaza para Estados Unidos. Además, las capacidades de Estados Unidos para vigilar y atacar a los grupos terroristas han crecido exponencialmente desde 2001.

En última instancia, la decisión de Washington de retirar las tropas estadounidenses no es la única explicación, ni siquiera la más importante, de lo que está ocurriendo hoy en Afganistán. La explicación reside en 20 años de políticas fallidas y en las deficiencias de los dirigentes políticos de Afganistán. Todavía podemos esperar que en Estados Unidos no acabemos en un venenoso debate sobre «quién perdió Afganistán«. Pero si lo hacemos, reconozcamos que fuimos todos nosotros.

 

Traducción: Marcos Villasmil

 

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EL ORIGINAL:

Foreign Affairs

WE ALL LOST AFGANISTAN

P. Michael McKinley

 

As Afghanistan tumbles into Taliban hands, the avalanche of recrimination and outright condemnation of the Biden administration’s withdrawal of U.S. troops in Afghanistan has become unrelenting. Former National Security Adviser General H. R. McMaster echoed the sentiments of many when he declared that Afghanistan is a “humanity problem on a modern-day frontier between barbarism and civilization” and that the United States lacks the will “to continue the effort in the interest of all humanity.”

What is happening is a terrible tragedy, but the blame cannot be laid at any one door. The Biden administration’s short timetable for withdrawal, tied to the 20th anniversary of 9/11, and in the middle of the fighting season, was a mistake. But the situation on the ground is the result of two decades of miscalculations and failed policies pursued by three prior U.S. administrations and of the failure of Afghanistan’s leaders to govern forthe good of their people. Many of the critics speaking out now were architects of those policies.

The broader questions about why Afghanistan finds itself at this juncture undermine attempts to justify the “war on terror” as it was waged in the country over two decades. During my more than three years in Kabul, between 2013 and 2016 (including as U.S. ambassador from 2014 to 2016), it became evident to me just how steep the challenges to U.S. strategy were. Although we were largely successful in eliminating al Qaeda in the country and reducing the threat of terrorist attacks in the United States, we failed in our approach to counterinsurgency, to Afghan politics, and to “nation building.” We underestimated the resiliency of the Taliban. And we misread the geopolitical realities of the region.

It is time to face the facts: a decision to delay the withdrawal of U.S. forces for another year or two would ultimately have made no difference to the unbearably sad consequences on the ground in Afghanistan. The United States would have had to commit to Afghanistan indefinitely, at a cost of tens of billions a year, with little hope of building on fragile gains inside a country with weak governance, with battlefield conditions eroding, and with the certainty that many more American lives would be lost as the Taliban again targeted U.S. forces and diplomats.

As the blame games and lessons-learned exercises begin, therefore, it is also time for critics of the withdrawal to address squarely the misjudgments and shortcomings of the Afghanistan intervention that led us to this point—and for them to recognize that responsibility for what went wrong should be widely shared.

THE MILITARY COLLAPSE

In light of the Taliban’s rapid takeover of Afghan city after Afghan city in recent days, perhaps the most striking American misjudgment is our ongoing overestimation of the capabilities of the Afghan National Defense and Security Forces. Even without tactical American military support, the ANDSF should have been in a position to defend major cities and critical military installations. As numerous observers have pointed out, the ANDSF on paper was significantly larger and far better equipped and organized than the Taliban. The Afghan Special Forces were compared with the best in the region. As late as March 2021, U.S. intelligence briefings for Biden administration officials were reportedly warning that the Taliban could take over most of the country in two to three years—not in a few weeks.

This overestimation of ANDSF capabilities was a constant after the end of the “surge” of American forces between 2009 and 2011. The semiannual U.S. Defense Department presentations to Congress regularly underscored the growing professionalization and fighting capability of the Afghan military. The December 2012 “Report on Progress Toward Security and Stability in Afghanistan” was typical, highlighting that Afghan forces were carrying out 80 percent of operations and had successfully recruited enough Afghans to meet the authorized ceiling of 352,000 troops and police. The November 2013 “Report on Progress Toward Security and Stability in Afghanistan” went further: “Afghan security forces are now successfully providing security for their own people, fighting their own battles,” and could hold the gains “made by a coalition of 50 nations with the best trained and equipped forces in the world.” By 2014, Afghan forces reportedly “led 99 percent of conventional operations and 99 percent of special operations” and remained “at just under the full authorized level of 352,000 personnel.” Even as the situation on the ground deteriorated, a 2017 report described the ANDSF as “generally capable of protecting major population centers . . . and responding to Taliban attacks.”

Only in the last few years did reports begin to reflect a more concerning reality. In 2017and again in2019,there were reports that tens of thousands of “ghost” soldiers were being removed from the rolls—suggesting that there were never close to 330,000 troops available to fight the Taliban, let alone 352,000. The Defense Department’s December 2020report to Congress noted that only “approximately 298,000 ANDSF personnel were eligible for pay,” hinting at the recurring problem with “ghost” soldiers and desertions.

The Special Inspector General for Afghanistan Reconstruction (SIGAR) also regularly highlighted problems tracking equipment and salaries. Waste, fraud, and mismanagement of resources meant to transform the Afghan military further undermined the fighting capability of the ANDSF. The measure of waste and fraud runs into the billions of dollars with corruption often involving senior Afghan government officials. SIGAR did manage to expose much of this, but more should have been done to stop it.

THE ERODING STALEMATE

On the battlefield from 2013 onward, the Taliban seemed to gain ground every year in what came to be called an “eroding stalemate” in Washington parlance—even with the 2013 death of Taliban founder Mullah Omar, his successor’s assassination in 2016, and the heaviest coalition bombardments of the war in 2018–19.

The seeds for that eroding stalemate were sown early on. The failure to invest in Afghanistan’s police and military in the first years after 2001 meant a loss of valuable time to build a capable fighting force when the Taliban were on the defensive. The building of an air force was not prioritized for more than a decade; the training of a new generation of Afghan pilots began only in 2009 and was slower than necessary because of a decision to transition the Afghan fleet from Russian craft to Black Hawks. And while the Afghan air force had more recently come to be seen as relatively effective, any success was undermined by the decision this year to withdraw the thousands of contractors who provided maintenance and support for operations as U.S. advisers began to leave in 2019.

Indeed, the failure to transfer the services of the 18,000 contractors who worked with the Afghan military—or to provide the financial guarantees to cover the costs—proved damaging to the government in Kabul, although it is now unclear whether the ANDSF would have fought even with that support. These services may have sustained the logistics flow to the ANDSF in the field and the maintenance of the Afghan air force despite the withdrawal of U.S. forces. Instead, July nighttime U.S. departure from Bagram Air Base, a key logistics fulcrum, will become an enduring symbol of our military failure in Afghanistan. (The failure to maintain a logistics capability had another consequence: hampering the evacuation of embassy personnel and tens of thousands of Afghans, beyond just interpreters, who worked with the U.S. military, diplomatic mission, and assistance programs.)

Meanwhile, the counterinsurgency strategy embraced by the United States never demonstrated an ability to bring sustained gains. As former Chairman of the Joint Chiefs of Staff Mike Mullen told an interviewer this week, he opposed the extension of the U.S. surge past 2011 because “if we did not have significant progress or show significant progress over the course of 18 months or so, then we had the wrong strategy and we really needed to recalibrate.” Yet until the decision to withdraw, such a recalibration never came.

The United States misread a fragmented Afghan political reality.

Year after year, Afghan soldiers went months without pay and without the necessary supplies to defend themselves. More recently, provincial capitals do not appear to have been adequately reinforced, even though it was clear 18 months ago that the United States intended to withdraw troops within a year of the Doha agreement that the Trump administration struck with the Taliban in February 2020. As the Taliban advance intensified in the past weeks, Afghan soldiers were also let down by their commanders and political leaders, who over 20 years have failed abysmally to earn national allegiance. It is striking how incapable Afghanistan’s government was of issuing any rallying cry for the nation as its defenses collapsed. This context helps explain why the ANDSF did not fight in recent days.

Another misjudgment relates to the weakness of regional warlords. Since 2001, there has been a broad assumption that these warlords commanded thousands of armed followers who could be mobilized quickly against the Taliban. Both the United States and the national Afghan government believed this to be the case and accommodated often brutal local leaders as a result. The fall of Sheberghan, stronghold of former Vice President (and human rights violator) Abdul Rashid Dostum; of Herat, previously under the sway of former mujahideen leader Ismail Khan; and of Mazar-e Sharif, formerly run by Atta Nur, reveal how deeply flawed that assumption was. Afghan President Ashraf Ghani appealed for assistance from these warlords, only to find they had no forces to rally—a sorry commentary on the state of the national government, the army, and the U.S. reading of a fragmented Afghan political reality.

The United States also overestimated its ability to address another factor that fundamentally undermined the war effort: Taliban sanctuaries in Pakistan. For years, U.S. leaders sought the support of Islamabad for a peaceful resolution of the war in Afghanistan. They failed; Islamabad was more interested in keeping its options open on Afghanistan. Yet even after 9/11 mastermind al Qaeda leader Osama bin Laden was found hiding in Abbottabad, the United States retained close ties to Pakistan given the country’s broader regional importance.

It is extraordinarily difficult to defeat an insurgency that has across-border sanctuary. The Taliban leadership in Quetta and Peshawar raised funds, planned attacks, and recruited without hindrance. The Afghan government asked repeatedly for Pakistan’s assistance in closing Taliban bases. Yet Pakistan’s minister of the interior admitted in July 2021 that Taliban families lived in Islamabad suburbs.

MISREADING AFGHAN REALITIES

Why did an effective Afghan government fail to emerge over 20 years? The United States certainly tried to help produce one. Our efforts to impose a Western democratic model on Afghanistan, first at the Bonn conference in 2001 and through the writing of the national constitution, continued over two decades.

Former Afghan President Hamid Karzai complained often about overbearing U.S. political influence. Such “interference” often seemed to keep Afghan politics on track—but with unexpected consequences. When Richard Holbrooke, then the U.S. special representative for Afghanistan and Pakistan, sought to influence the 2009 election, he succeeded not in stopping a Karzai victory but only in turning the Afghan president into an enemy. In 2014, when U.S. Secretary of State John Kerry brokered a government of national unity as the threat of civil conflict loomed, the result was an uneasy political compromise, between President Ghani and challenger Abdullah Abdullah, that never settled. In the next presidential election, in 2019, fewer than two million Afghans voted, down from eight million just five years before. The contested result hardly suggested Afghanistan’s democracy was consolidating at a time when the Taliban threat was increasing.

By the time the unity government leaders visited Washington to meet President Joe Biden in June 2021, unity was nonexistent except in name, and Ghani’s presidential palace was increasingly isolated. Yet many in Washington continued toassumea semblance of common purpose regarding the looming Taliban threat.

Afghanistan’s national political leadership never fully cohered on how best to fight the Taliban. There were tensions between regional power brokers and Kabul, and between Pashtuns and the minority Tajiks, Hazaras, and Uzbeks. Both Karzai and Ghani managed ethnic representation through a spoils system rather than the promotion of a common national vision. And U.S. efforts to identify, even select, leaders in ministries succeeded only in undermining the independence and legitimacy of the Afghan government.

The Taliban, by contrast, proved resilient not just as a military and terrorist organization but as a political movement as well. After 2001, the Taliban continued to enjoy popular support in parts of Afghanistan and retained the ability to field tens of thousands of new generations of young Afghan adherents. Even during the “surge” of U.S. troops in 2009–11, the Taliban proved able to evolve. The Afghan government’s efforts to reconcile with the Taliban from 2010 onward represented an implicit acceptance of their political and military salience inside Afghanistan. The decision by the United States to negotiate formally with the Taliban in 2018, and of foreign governments to welcome Taliban emissaries after the Doha agreement of February 2020, reflected that reality.

The blame for this terrible tragedy cannot be laid at any one door.

We misread the Taliban when we were fighting them; we also misread their more recent pledge to negotiate peace as they shadow-boxed in Doha with the Ghani government after reaching agreement with the United States on the withdrawal timetable. They never had any intention of reaching a settlement. (The notion that the Taliban have changed seems even more naïve now, given the disturbing images emerging from the current takeover.) Yet that intention was in some ways mirrored by the United States: the ultimate goal of American negotiators was to create the conditions for an orderly U.S. withdrawal. The Taliban always knew that.

Now, threats to withhold international recognition as the Taliban capture Kabul by force mean little. Taliban leaders are not concerned about whether the United States recognizes them as a government; other international actors probably will no matter what Washington does.

Another series of misjudgments and mistakes related to American ambitions when it came to “nation building.” To American officials, much of what was being done seemed to work. The United States worked to support a representative government, strengthen the legislature, and provide for both a degree of security and the delivery of social services. Its efforts transformed Afghan education, with an exponential growth in the number of girls in school and of women at university and in the workplace. Civil rights were codified, and a free press and judiciary came into being. Millions of refugees returned to Afghanistan in the years after 2001.

Yet even with these successes, we oversold the gains. And we did less than we could have about corruption, knowingly working with senior government and military figures that ordinary Afghans saw as responsible for graft and political and human rights abuses. Our counternarcotics program was an abject failure: poppy production continued to increase for most of the past decade, with the United Nations Office on Drugs and Crime estimating a 37 percentincreasein acres under cultivation in 2020. The hope that Afghanistan’s economic growth would eventually allow the government to cover its own expenditures was advanced year after year at donors’ conferences, even though that clearly would not be the case for the foreseeable future. Grandiose projects languished: it took 15 years to install a new turbine on Kajaki Dam, a symbol of American largess toward Afghanistan in the 1950s.

WHO LOST AFGHANISTAN?

In February 2021, the congressionally mandated Afghanistan Study Group came out with its recommendations for the way forward. It highlighted the importance of continued support for the Afghan state and people; of continued diplomacy in support of a peace process; of working with regional allies; and of extending the U.S. troop presence to allow for the Doha peace negotiations to conclude. All but one of these policies were in effect before and after the report was issued, but they did nothing to stem the collapse we are witnessing now. The survival of the Afghan state should not have been solely dependent on the continuation of an American troop presence.

There is one seductive argument made by critics of the withdrawal: that a Taliban-ruled Afghanistan will again become a haven for terrorist groups threatening the security of the United States. This argument is a backhanded acknowledgment that we succeeded in reducing the threat from Afghanistan to minimal levels—the original rationale for U.S. intervention. The sacrifice, however, was significant: more than $1 trillion, the deaths of 2,400 U.S. service members (and thousands of contractors), more than 20,000 wounded Americans.

Perhaps the resurgence of a terrorist threat will develop more quickly under a future Taliban government than it would have otherwise. But to conclude that this outcome demands an indefinite U.S. troop presence would imply that U.S. troops should also be deployed indefinitely in the many other parts of the world where Islamic State (also known as ISIS) and al Qaeda offshoots are active in greater numbers than they are in Afghanistan and pose a greater threat to the United States. Moreover, U.S. capabilities to monitor and strike at terrorist groups have grown exponentially since 2001.

Ultimately, Washington’s decision to withdraw U.S. troops is not the sole or even most important explanation for what is unfolding in Afghanistan today. The explanation lies in 20 years of failed policies and the shortcomings of Afghanistan’s political leadership. We can still hope that we in the United States do not end up in a poisonous debate about “who lost Afghanistan.” But if we do, let’s acknowledge that it was all of us.

 

 

 

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