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Francis Fukuyama sobre el fin de la hegemonía norteamericana

LAS HORROROSAS imágenes de afganos desesperados intentando salir de Kabul tras el colapso del gobierno respaldado por Estados Unidos han evocado una importante coyuntura en la historia mundial, cuando Estados Unidos se apartó del mundo. La verdad es que el fin de la era estadounidense había llegado mucho antes. Las fuentes a largo plazo de la debilidad y el declive estadounidenses son más internas que internacionales. El país seguirá siendo una gran potencia durante muchos años, pero su influencia dependerá de su capacidad para solucionar sus problemas internos, más que de su política exterior.

El período de máxima hegemonía estadounidense duró menos de 20 años, desde la caída del Muro de Berlín en 1989 hasta los días de la crisis financiera de 2007-09. El país dominaba entonces muchos ámbitos de poder: militar, económico, político y cultural. El colmo de la arrogancia estadounidense fue la invasión de Irak en 2003, cuando esperaba poder rehacer no sólo Afganistán (invadido dos años antes) e Irak, sino todo Oriente Medio.

El país sobrestimó la eficacia del poder militar para provocar un cambio político fundamental, incluso cuando subestimó el impacto de su modelo económico de libre mercado en las finanzas mundiales. La década terminó con sus tropas empantanadas en dos guerras de contrainsurgencia y con una crisis financiera internacional que acentuó las enormes desigualdades que la globalización liderada por Estados Unidos había provocado.

El grado de unipolaridad en este periodo ha sido relativamente raro en la historia, y el mundo ha vuelto a un estado más normal de multipolaridad desde entonces, con China, Rusia, India, Europa y otros centros ganando poder en relación con Estados Unidos. Es probable que el efecto final de Afganistán en la geopolítica sea pequeño. Estados Unidos sobrevivió a una anterior y humillante derrota cuando se retiró de Vietnam en 1975, pero recuperó rápidamente su dominio en poco más de una década, y hoy trabaja con Vietnam para frenar el expansionismo chino. Estados Unidos sigue teniendo muchas ventajas económicas y culturales que pocos países pueden igualar.

El mayor desafío para la posición global de Estados Unidos es interno: La sociedad estadounidense está profundamente polarizada y le resulta difícil encontrar un consenso en prácticamente todo. Esta polarización comenzó por cuestiones políticas convencionales como los impuestos y el aborto, pero desde entonces ha hecho metástasis en una amarga lucha por la identidad cultural. La demanda de reconocimiento por parte de grupos que se sienten marginados por las élites fue algo que identifiqué hace 30 años como un talón de Aquiles de la democracia moderna. Normalmente, una gran amenaza externa como una pandemia mundial debería ser la ocasión para que los ciudadanos se unieran en torno a una respuesta común; la crisis del covid-19 sirvió más bien para profundizar las divisiones de Estados Unidos, con el distanciamiento social, el uso de máscaras y, ahora, las vacunas, que no se ven como medidas de salud pública sino como marcadores políticos.

Estos conflictos se han extendido a todos los aspectos de la vida, desde los deportes hasta las marcas de productos de consumo que compran los estadounidenses rojos y azules. La identidad cívica que se enorgullecía de que Estados Unidos fuera una democracia multirracial en la era posterior a los derechos civiles ha sido sustituida por narrativas enfrentadas sobre 1619 frente a 1776, es decir, si el país se fundó en la esclavitud o en la lucha por la libertad. Este conflicto se extiende a las realidades separadas que cada parte cree ver, realidades en las que la elección de noviembre de 2020 fue una de las más justas de la historia de Estados Unidos o bien un fraude masivo que llevó a una presidencia ilegítima.

A lo largo de la guerra fría y hasta principios de la década de 2000, hubo un fuerte consenso de la élite estadounidense a favor de mantener una posición de liderazgo en la política mundial. Las guerras, aparentemente interminables, en Afganistán e Irak, han agriado a muchos estadounidenses, no sólo en lo referente a lugares difíciles como Oriente Medio, sino asimismo en la presencia internacional en general.

La polarización ha afectado directamente a la política exterior. Durante los años de Obama, los republicanos adoptaron una postura de línea dura y fustigaron a los demócratas por el «reajuste» ruso y la supuesta ingenuidad respecto al presidente Putin. El ex presidente Trump dio la vuelta a la tortilla abrazando abiertamente a Putin, y hoy aproximadamente la mitad de los republicanos creen que los demócratas constituyen una amenaza mayor para el estilo de vida estadounidense que Rusia. Un presentador de noticias conservador, Tucker Carlson, viajó a Budapest para celebrar junto al autoritario primer ministro de Hungría, Viktor Orban; «controlar a los liberales» (es decir, enemistarse con la izquierda, un lema de la derecha) era más importante que defender los valores democráticos.

Existe un consenso más aparente respecto a China: tanto republicanos como demócratas están de acuerdo en que es una amenaza para los valores democráticos. Pero esto sólo hasta cierto punto. Una prueba mucho mayor para la política exterior estadounidense que la de Afganistán será Taiwán, si se ve sometida a un ataque directo de China. ¿Estará Estados Unidos dispuesto a sacrificar a sus hijos e hijas en nombre de la independencia de esa isla? O, de hecho, ¿se arriesgaría Estados Unidos a un conflicto militar con Rusia si ésta invade Ucrania? Se trata de preguntas serias que no tienen una respuesta fácil, pero un debate razonado sobre el interés nacional estadounidense probablemente se llevará a cabo principalmente a través de la lente de cómo afecta a la lucha partidista.

La polarización ya ha dañado la influencia global de Estados Unidos, sin necesidad de mencionar futuras pruebas como éstas. Esa influencia dependía de lo que Joseph Nye, un estudioso de la política exterior, denominó «poder blando«, es decir, el atractivo de las instituciones y la sociedad estadounidenses para la gente de todo el mundo. Ese atractivo ha disminuido mucho: es difícil que alguien pueda decir que las instituciones democráticas estadounidenses han funcionado bien en los últimos años, o que cualquier país deba imitar el tribalismo y la disfunción política de Estados Unidos. El sello de una democracia madura es la capacidad de llevar a cabo transferencias pacíficas de poder tras las elecciones, una prueba que el país falló espectacularmente el 6 de enero.

La mayor debacle política de la administración del presidente Joe Biden en sus siete meses de mandato ha sido su incapacidad para planificar adecuadamente el rápido colapso de Afganistán. Por muy indecoroso que haya sido, no habla de la sabiduría de la decisión subyacente de retirarse de Afganistán, que al final puede resultar ser la correcta. Biden ha sugerido que la retirada era necesaria para centrarse en afrontar los grandes retos de Rusia y China en el futuro. Espero que lo diga en serio. Barack Obama nunca logró hacer un «pivote» hacia Asia porque Estados Unidos siguió centrado en la contrainsurgencia en Oriente Medio. La actual administración necesita redistribuir, tanto los recursos como la atención de los responsables políticos desde otros lugares, con el fin de disuadir a los rivales geopolíticos y comprometerse con los aliados.

No es probable que Estados Unidos recupere su anterior estatus hegemónico, ni debería aspirar a ello. Lo que sí puede esperar es sostener, con países afines, un orden mundial favorable a los valores democráticos. Que pueda hacerlo no dependerá de las acciones a corto plazo en Kabul, sino de la recuperación de un sentido de identidad y propósito nacional en casa.

 

Francis Fukuyama es profesor del Instituto Freeman Spogli de Estudios Internacionales de Stanford y Director de su Centro sobre Democracia, Desarrollo y Estado de Derecho.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The Economist

Francis Fukuyama on the end of American hegemony

 

This By-invitation commentary is part of a series by global thinkers on the future of American power—examining the forces shaping the country’s global standing, from the rise of China to the withdrawal from Afghanistan. The contributions will be available here.

THE HORRIFYING images of desperate Afghans trying to get out of Kabul this week after the United States-backed government collapsed have evoked a major juncture in world history, as America turned away from the world. The truth of the matter is that the end of the American era had come much earlier. The long-term sources of American weakness and decline are more domestic than international. The country will remain a great power for many years, but just how influential it will be depends on its ability to fix its internal problems, rather than its foreign policy.

The peak period of American hegemony lasted less than 20 years, from the fall of the Berlin Wall in 1989 to around the financial crisis in 2007-09. The country was dominant in many domains of power back then—military, economic, political and cultural. The height of American hubris was the invasion of Iraq in 2003, when it hoped to be able to remake not just Afghanistan (invaded two years before) and Iraq, but the whole of the Middle East.

The country overestimated the effectiveness of military power to bring about fundamental political change, even as it under-estimated the impact of its free-market economic model on global finance. The decade ended with its troops bogged down in two counterinsurgency wars, and an international financial crisis that accentuated the huge inequalities that American-led globalisation had brought about.

The degree of unipolarity in this period has been relatively rare in history, and the world has been reverting to a more normal state of multipolarity ever since, with China, Russia, India, Europe and other centres gaining power relative to America. Afghanistan’s ultimate effect on geopolitics is likely to be small. America survived an earlier, humiliating defeat when it withdrew from Vietnam in 1975, but it quickly regained its dominance within a little more than a decade, and today it works with Vietnam to curb Chinese expansionism. America still has many economic and cultural advantages that few other countries can match.

The much bigger challenge to America’s global standing is domestic: American society is deeply polarised, and has found it difficult to find consensus on virtually anything. This polarisation started over conventional policy issues like taxes and abortion, but since then has metastasised into a bitter fight over cultural identity. The demand for recognition on the part of groups that feel they have been marginalised by elites was something I identified 30 years ago as an Achilles heel of modern democracy. Normally, a big external threat such as a global pandemic should be the occasion for citizens to rally around a common response; the covid-19 crisis served rather to deepen America’s divisions, with social distancing, mask-wearing and now vaccinations being seen not as public-health measures but as political markers.

These conflicts have spread to all aspects of life, from sports to the brands of consumer products that red and blue Americans buy. The civic identity that took pride in America as a multiracial democracy in the post-civil rights era has been replaced by warring narratives over 1619 versus 1776—that is, whether the country is founded on slavery or the fight for freedom. This conflict extends to the separate realities each side believes it sees, realities in which the election in November 2020 was either one of the fairest in American history or else a massive fraud leading to an illegitimate presidency.

Throughout the cold war and into the early 2000s, there was a strong elite consensus in America in favour of maintaining a leadership position in world politics. The grinding and seemingly endless wars in Afghanistan and Iraq soured many Americans not just on difficult places like the Middle East, but international involvement generally.

Polarisation has affected foreign policy directly. During the Obama years, Republicans took a hawkish stance and castigated the Democrats for the Russian “reset” and alleged naïveté regarding President Putin. Former President Trump turned the tables by openly embracing Mr Putin, and today roughly half of Republicans believe that the Democrats constitute a bigger threat to the American way of life than does Russia. A conservative television-news anchor, Tucker Carlson, travelled to Budapest to celebrate Hungary’s authoritarian prime minister, Viktor Orban; “owning the libs” (ie, antagonising the left, a catch-phrase of the right) was more important than standing up for democratic values.

There is more apparent consensus regarding China: both Republicans and Democrats agree it is a threat to democratic values. But this only carries America so far. A far greater test for American foreign policy than Afghanistan will be Taiwan, if it comes under direct Chinese attack. Will the United States be willing to sacrifice its sons and daughters on behalf of that island’s independence? Or indeed, would the United States risk military conflict with Russia should the latter invade Ukraine? These are serious questions with no easy answers, but a reasoned debate about American national interest will probably be conducted primarily through the lens of how it affects the partisan struggle.

Polarisation has already damaged America’s global influence, well short of future tests like these. That influence depended on what Joseph Nye, a foreign-policy scholar, labelled “soft power”, that is, the attractiveness of American institutions and society to people around the world. That appeal has been greatly diminished: it is hard for anyone to say that American democratic institutions have been working well in recent years, or that any country should imitate America’s political tribalism and dysfunction. The hallmark of a mature democracy is the ability to carry out peaceful transfers of power following elections, a test the country failed spectacularly on January 6th.

The biggest policy debacle by President Joe Biden’s administration in its seven months in office has been its failure to plan adequately for the rapid collapse of Afghanistan. However unseemly that was, it doesn’t speak to the wisdom of the underlying decision to withdraw from Afghanistan, which may in the end prove to be the right one. Mr Biden has suggested that withdrawal was necessary in order to focus on meeting the bigger challenges from Russia and China down the road. I hope he is serious about this. Barack Obama was never successful in making a “pivot” to Asia because America remained focused on counterinsurgency in the Middle East. The current administration needs to redeploy both resources and the attention of policymakers from elsewhere in order to deter geopolitical rivals and to engage with allies.

The United States is not likely to regain its earlier hegemonic status, nor should it aspire to. What it can hope for is to sustain, with like-minded countries, a world order friendly to democratic values. Whether it can do this will depend not on short-term actions in Kabul, but on recovering a sense of national identity and purpose at home.

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Francis Fukuyama is a senior fellow at Stanford’s Freeman Spogli Institute for International Studies and Mosbacher Director of its Centre on Democracy, Development and the Rule of Law.

 

 

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