España no es Finlandia, pero puede sacar a sus estudiantes de la mediocridad
MADRID — Parciales, finales, globales, orales, escritos, de recuperación, control, reválida… La escuela española ama los exámenes por encima de todas las cosas. Un estudiante pasa por cientos de pruebas antes de graduarse y enfrentarse —oh, sorpresa— a un nuevo examen. En la Evaluación para el Acceso a la Universidad (EvAU), un maratón de un par de días para acceder a la educación superior, un mal día puede truncar sueños profesionales y enviar al médico vocacional a estudiar periodismo. ¿Pasaste el corte? Estás de suerte: empiezan otros cuatro años de interminables exámenes.
La obsesión nacional por los exámenes es parte de un sistema educativo roto y anclado en el pasado. La octava ley educativa en cuatro décadas, que empieza a implementarse con el nuevo curso, no servirá para arreglarlo. La norma pretende restar rigidez y añadir innovación, pero le falta ambición y nace condenada por falta de consenso.
España no necesita más reformas, sino una revolución total del sistema educativo.
El modelo de evaluación de los estudiantes puede resultar anecdótico, pero es un buen lugar por donde empezar. Los exámenes actuales se han mostrado inútiles para dotar a los estudiantes de los conocimientos necesarios, prepararlos para un mercado laboral moderno o inculcarles la cultura del esfuerzo que reclaman padres y profesores. Se limitan a amargar la experiencia escolar, desmotivar a los estudiantes y envenenar su relación con los docentes, sometidos a una carga de trabajo que podrían emplear en promover la innovación, la creatividad o el pensamiento crítico.
Toda esa práctica examinadora no ha logrado evitar que los estudiantes suspendan masivamente unos tests que se han convertido en comida rápida de materias que se vomitan y olvidan, según la apta descripción de la doctora en Economía por la Universidad de Yale Caterina Calsamiglia. Detrás de esa fascinación por las notas hay una idea perniciosa: el empeño en decirle a un buen número de estudiantes que están fracasando, cuando son los responsables educativos los que llevan décadas haciéndolo.
España tiene el segundo mayor índice de abandono escolar de la Unión Europea, solo por detrás de Malta. El porcentaje de alumnos que repiten curso antes de los 15 años es alrededor de 25 puntos mayor que en el Reino Unido o Finlandia. Y, sin embargo, siguen siendo varias las voces que reclaman más dureza como solución a los problemas de la educación.
¿Qué tiene que pasar para que nos demos cuenta de que más exámenes, deberes y suspensos no hacen mejor un sistema educativo? No se trata de recordar a los estudiantes para qué no sirven, sino de buscar sus talentos individuales y potenciarlos.
La exigencia, la disciplina y el respeto a los profesores, desaparecido de las aulas, deben ser recuperadas en un entorno motivador. Los críticos con el sistema español llevan años apuntando a Finlandia como solución. Pero aun siendo el país nórdico un ejemplo de éxito, con una estrategia innovadora que va desde una evaluación personalizada al diseño de sus escuelas, no hace falta irse tan lejos para encontrar inspiración en la transformación educativa.
Portugal, sin apenas hacer ruido, ha renovado su modelo y dado la vuelta a los malos resultados que sus estudiantes solían lograr en los informes que comparan la educación de diferentes países, donde ahora destacan favorablemente. Los portugueses son una mejor guía, además, porque sus problemas eran parecidos a los nuestros hoy: un sistema de evaluación demasiado punitivo, un acercamiento homogéneo de la educación, un profesorado desmotivado —se invirtió en formación y se les dio más autonomía—, un currículo demasiado amplio y, para algunos, desactualizado…
La nueva ley aprobada por el gobierno español tiene carencias y sin duda es mejorable, pero da un vuelco hacia un aprendizaje menos memorístico y más ajustado a las necesidades actuales. El nuevo currículo busca sustituir una acumulación de datos fácilmente accesibles en internet por la capacidad de utilizar y analizar toda esa información de forma práctica. Ofrece más libertad a los centros para decidir su camino, añade una necesaria asignatura de Valores Cívicos y Éticos y establece nuevos métodos, muchas veces explicados de forma ambigua o aderezados con dosis de corrección política (como el caso de las matemáticas con “perspectiva de género”) que no aportan nada.
Las propuestas del gobierno han sido ridiculizadas, unas veces con razón y otras injustamente, por la oposición. Cualquier iniciativa educativa, desde hace años, se convierte inmediatamente en una pelea ideológica. Los partidos políticos, incapaces de llegar a un pacto, imponen su modelo nada más llegar al poder, generando discontinuidad y confusión en padres, alumnos y profesores. Pagan esa polarización los estudiantes, que asisten al interminable debate sobre si la religión debe contar para las notas, mientras se les hurtan conocimientos clave en nuevas tecnologías, debate público, inglés o capacidad de análisis del mundo en el que viven.
La Unión Europea considera que se necesitan doce años para que las medidas educativas empiecen a tener efecto. La disfuncionalidad de la política española, con un parlamento fragmentado en 16 partidos, sumado a que esos plazos no reportan inmediatos beneficios electorales a los partidos, desincentivan los acuerdos y retrasan los cambios. Y, sin embargo, no tenemos tiempo que perder. Cada retraso supone una nueva condena a la precariedad para otra generación de jóvenes españoles atrapados en un círculo vicioso de fracaso escolar, empleos inestables, casi siempre ligados a los servicios y el turismo, y falta de proyecto de futuro.
La revolución educativa no tiene por qué implicar la total erradicación de exámenes y tareas, que pueden servir para valorar el momento en el que se encuentran los alumnos. Pero pruebas como la que ahora da acceso a la universidad se han convertido en un obstáculo. Muchas escuelas abandonan novedosos y exitosos programas de aprendizaje utilizados en primaria para preparar a los alumnos para la EvAU, cuyo porcentaje de aprobados es erróneamente empleado para valorar los centros.
La supresión de este y otros muchos exámenes innecesarios sería un primer paso, pero insuficiente. Terminar con la mediocridad en la que están instalados los alumnos obligará a apoyar y formar continuamente a los profesores, renovar de forma más ambiciosa el currículo escolar, acabar con la cultura de la repetición de curso, erradicar la endogamia en institutos y universidades y liberar a los centros de corsés educativos que impiden la innovación.
El objetivo debe ser acabar con una cultura que se explica mejor con la anécdota que me relató un estudiante universitario de ingeniería. El profesor llegó un día con una sonrisa entre los labios y anunció satisfecho que solo uno de los alumnos había aprobado. ¿No se daba cuenta de que el que había fracasado era él?
David Jiménez (@DavidJimenezTW) es escritor y periodista de España. Su libro más reciente es El director.