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Hacia un orden internacional de Estados criminales

El Estado de Líbano es rehén de Hezbollah. Este no gobierna pero hace años que decide quién lo hace, como ejemplifica el asesinato de Rafik Hariri en 2005. Define la política exterior, como ocurre con su participación en la guerra civil de Siria desde su mismo comienzo en 2011. Y tiene una amplia capacidad de crear caos, como ilustra la dramática explosión de depósitos de nitrato de amonio en el puerto de Beirut en agosto de 2020.

Se informa que ahora Hezbollah estará a cargo de importar petróleo y gas de Irán. Líbano viene sobrellevando una crisis energética que ha derivado en un pronunciado desabastecimiento. En buena parte inducida políticamente por un irracional sistema de subsidios, dicha crisis obliga a los libaneses a pasar horas en sus vehículos a la espera de cargar combustible y a sufrir racionamientos y cortes sorpresivos de electricidad con frecuencia.

Hezbollah ocupa así una posición estratégica, se fortalece aún más su capacidad de decidir los destinos del país. En este sentido, su objetivo de más largo alcance es reorientar la economía del Líbano hacia el este, buscando un lugar en el acuerdo de inversión y energía concertado entre China e Irán y proyectado a tener una duración de 25 años.

Con ello invierte en la reconfiguración de las relaciones internacionales de la región. En paralelo, ejecuta ataques y despliega actividades criminales a nivel global, en una suerte de economía de escala en terrorismo. El atentado contra la AMIA en Buenos Aires en 1994 y su financiamiento por medio de tráfico de drogas en colaboración con carteles mexicanos y colombianos, cuyas utilidades se lavan con operaciones de compraventa de autos usados, son ejemplos de acciones alejadas de su hábitat natural.

Una nueva y paradójica realidad va tomando forma en el sistema internacional: Estados legítimos, activos en diversas arenas de la gobernabilidad internacional y reconocidos por las instituciones que conforman dicho sistema, que no obstante habitan en una zona gris de “i-legalidad”, todo ello bajo la influencia y penetración, sino captura directa, de organizaciones criminales. Más aún, las organizaciones en cuestión también tienen la capacidad de actuar en la política formal dentro de dichos Estados, pudiendo en consecuencia representarlos en la arena internacional. Así es como Hezbollah negocia contratos energéticos.

Claro que lo hacen con una lógica criminal. Son warlords, señores de la guerra asociados a ilícitos pero con camuflaje para la ocasión. Cruzan la línea que separa lo legal de lo ilegal, van y vienen entre la esfera formal y la informal con plasticidad. Son flexibles, atraviesan fronteras a discreción, producen negocios a escala planetaria, evaden impuestos a voluntad.

Son la cara desagradable de la globalización, pero su exponente más exitoso. Compiten con el Estado por el control territorial, o sea, por la soberanía, y si se imponen, lo capturan, reemplazan y representan; se convierten en cuasi Estado. Así administran justicia o su equivalente, cobran tributo y monopolizan el uso de la fuerza, o más bien una caricatura de todo eso.

Cierta literatura temprana sobre globalización decía que dicho proceso debilitaría al Estado hasta hacerlo irrelevante, tal vez inexistente. Ello no ha ocurrido, pero sí lo ha hecho presa fácil de la ilegalidad. La pregunta es si en el sistema internacional de Estados, siempre la unidad básica de funcionamiento institucional, quizás esté surgiendo, y de manera más o menos gradual, un orden internacional de ese tipo, o sea, de Estados criminales.

Pues no es tan solo que el crimen pueda tener influencia y permear espacios de decisión estatal. Ni se trata de desconocer que el surgimiento del Estado como idea haya ocurrido en una íntima y ambigua relación con el crimen, según algunos notables historiadores. Es que el grado de captura actual, la violencia involucrada, el poder y la capacidad de daño exhibida por organizaciones criminales, y sobre todo su efectividad para la desestabilización sistémica sugiere la conformación de una suerte de nuevo orden.

Es decir, Estados que operan con una lógica anti-estatal, paradójicamente. Se descentralizan e informalizan, cohabitando con la ilegalidad en un sistema conformado por otros Estados con similares características. Pues Hezbollah es el ejemplo más acabado de esta realidad, pero no es el único. En vastas zonas de América Latina gobierna el crimen, de hecho, y existen organismos multilaterales que coordinan sus actividades, a diferencia de las organizaciones lacayas que criticaba López Obrador.

El análisis del chavismo como un conglomerado criminal ya no es noticia, alcanza con mirar la lista de los imputados y condenados por narco-terrorismo. Las guerras entre carteles y su penetración en los gobiernos subnacionales mexicanos llevan décadas; la política de “abrazos y no balazos” de su presidente atemoriza por decir lo menos. El régimen cubano subcontrata el trabajo sucio en narcos de otra nacionalidad, pero es un Estado criminal temprano si se recuerda el episodio Ochoa, el General ejecutado para encubrir a los Castro.

En América Central los carteles financian campañas electorales y permean la sociedad. La lista de imputados en Estados Unidos es nutrida, y de eso huyen los migrantes. La disidencia de las FARC tiene más poder de fuego que el ejército de Venezuela y, a esta altura, la cocaína ya es casi un crimen de superficie. Coltán, oro y uranio también son parte del negocio de los señores de la guerra por el recurso ilícito. Platas derivadas del oro y el coltán se han detectado detrás de la influencia del chavismo en España e Italia.

Afganistán también debe leerse bajo esta lente. Con la normalización de la economía del opio y la heroína volverá a ser un Estado criminal pleno y completo. ISIS ya opera en el territorio, siendo responsable por los recientes atentados terroristas en el aeropuerto, y cientos de operadores de Al-Qaeda obtuvieron la libertad en estas últimas semanas. El regreso del Talibán también supone un conflicto con Hezbollah, o sea con Irán, en parte por diferencias religiosas pero sobre todo por competencia en los mercados y en influencia política.

En este sentido, lo más grave de la partida de Kabul es el mensaje al mundo. La fuerza militar de Estados Unidos y la OTAN no solo capitula ante una organización criminal reconocida por violar derechos universalmente consagrados, sino que lo hace en una huida trágica y funesta, dejando detrás a las futuras victimas de dichos abusos, que son las mismas del pasado. La reconstitución de Afganistán como Estado violador de derechos humanos además recibe la inmediata legitimación de la ONU y la Unión Europea.

De ahí que algunos hablen de una suerte de abdicación de Estados Unidos y Europa de sus responsabilidades en la provisión de bienes públicos, es decir, seguridad y estabilidad en un sistema internacional por definición en anarquía. Está en juego la supervivencia del propio orden liberal internacional, el arreglo político histórico que en base a la hegemonía de Estados Unidos garantizó prosperidad y estabilidad, difundiendo las ideas de libertad y democracia más allá de la Alianza Transatlántica.

Pues resulta que no hay estabilidad sin hegemonía. La hegemonía de Estados Unidos es imprescindible porque es el único poder con la fuerza moral y material para sancionar a los infractores y reproducir la estabilidad del sistema internacional. De eso trata el viejo consenso bipartidista de política exterior, hoy aparentemente erosionado.

El “sistema internacional” es fundamentalmente un sistema de Estados, insisto, cuyo funcionamiento depende del apego a normas y valores que no son compartidos por los Estados criminales nombrados aquí arriba. Si el crimen y la ilegalidad siempre ocupan los espacios disponibles, Occidente no puede dejarlos vacíos. Hacerlo pone en riesgo el proyecto civilizatorio expresado por la propia noción de “orden liberal internacional”.

Ya sea por miopía o por falta de convicción, no parece que los lideres de Occidente se hayan dado cuenta de ello. Los europeos siempre militan un anti-americanismo adolescente, ello mientras OTAN resuelve el dilema de su seguridad. Y una política exterior de “reluctance and restraint” parece haber regresado a Washington, es decir, de renuencia a involucrarse y preferencia por la disuasión. Y ello aún cuando se trata de Estados criminales.

 

 

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