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Cómo el 11-S convirtió a EE.UU. en una potencia medio trastornada y en decadencia

Siempre recordaré el 11 de septiembre como algo que ocurrió por la noche. Por aquel entonces vivía en un pueblo del norte de la India y vi caer las torres en un televisor que alguien había sacado a la calle. Como estaba tan lejos, nunca sabré cómo fue el terror que sintió la gente de Nueva York y Washington ese día, el miedo a que se produjeran más atentados, a que las películas de catástrofes épicas tan populares durante los aburridos años 90 cobraran vida con saña.

Pero estoy bastante segura de que, en medio de todo el apocalipsis de aquella época, la mayoría de la gente se sentía confiada en la entereza y perseverancia de Estados Unidos. Sí, Al Qaeda había logrado algo espectacular. La escala de ello hizo que la amenaza de Osama bin Laden para nuestro país pareciera mucho mayor de lo que, en retrospectiva, era realmente. Mucha gente sintió que había comenzado una batalla civilizatoria a la altura de la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, el horror y la angustia de Estados Unidos estaban teñidos de un oscuro entusiasmo. Muchas personas influyentes parecían estar encantadas de deshacerse de su hastío tras la Guerra Fría, de sentir que la nación estaba cargada de nuevos propósitos. Creían tener metas claras, pero en realidad eran devastadoramente ingenuos.

El escritor Christopher Hitchens, hablando en 2003, captó el espíritu de la época. «Al ver caer las torres en Nueva York, con los civiles incinerados en los aviones y en los edificios», dijo, sintió algo que no comprendió al principio. «Me da un poco de vergüenza decir que fue una sensación de regocijo. Aquí estamos entonces, pensaba, en una guerra hasta el final entre todo lo que amo y todo lo que odio. Bien. Nosotros ganaremos y ellos perderán».

No ganamos. El peligro que el terrorismo yihadista suponía para nuestro país, aunque grave, nunca fue realmente existencial; Al Qaeda se desmoronó poco después de su mayor triunfo. Sin embargo, el daño que el 11 de septiembre causó a Estados Unidos fue más profundo de lo que incluso muchos pesimistas preveían.

Los atentados, y nuestra respuesta a ellos, catalizaron un periodo de declive que ayudó a convertir a Estados Unidos en la potencia degradada y medio trastornada que somos hoy. Estados Unidos lanzó una cruzada global de mala fe para inculcar la democracia en el mundo musulmán y acabó con nuestra propia democracia hecha jirones.

Bin Laden no construyó la trampa en la que cayó Estados Unidos. La construimos nosotros mismos. A pesar de todo el daño que el 11 de septiembre causó a nuestra país, no logró inicialmente lo que Bin Laden pretendía. Nelly Lahoud, miembro del programa de Seguridad Internacional de New America, ha analizado miles de páginas de comunicaciones internas de Bin Laden, incautadas después de que los SEAL de la Marina lo mataran en 2011. Como informó en un  reciente ensayo  en  Foreign Affairs, eran una crónica de suposiciones erróneas, desorganización y desilusión.

Bin Laden, escribió Lahoud, «nunca anticipó que Estados Unidos entraría en guerra en respuesta al asalto». En cambio, esperaba que un enorme movimiento antibélico exigiera la retirada de las tropas estadounidenses de los países de mayoría musulmana. Odiaba a Estados Unidos pero no lo entendía en absoluto.

«El atentado del 11-S resultó ser una victoria pírrica para Al Qaeda. El grupo se desmoronó inmediatamente después del colapso del régimen talibán, y la mayoría de sus principales líderes fueron asesinados o capturados», escribió Lahoud. Los que sobrevivieron se escondieron y perdieron la capacidad de llevar a cabo grandes ataques en el extranjero. Estados Unidos podría haberse declarado creíblemente vencedor de la guerra a finales de 2001, ahorrando innumerables vidas, billones de dólares y nuestro honor nacional.

En lugar de ello, permanecimos en Afganistán e invadimos Irak, donde nuestra guerra sembró el caos que permitiría el surgimiento del ISIS. Con el tiempo, el ISIS, originalmente una escisión de Al Qaeda, llegó a eclipsar al grupo fundado por Bin Laden. La brutalidad indiscriminada del ISIS, especialmente contra otros musulmanes, horrorizó a una generación anterior de yihadistas; algunos de los líderes originales de Al Qaeda terminaron como muchos otros radicales envejecidos y desilusionados, disgustados por los excesos de su progenie.

Pero esto no significa que Bin Laden haya fracasado. Hoy en día Al Qaeda se ha reconstituido: ahora es mucho más grande que hace dos décadas. Y Estados Unidos, en septiembre de 2021, está en una situación realmente terrible. Hace veinte años éramos crédulos y torpes. Ahora estamos amargados, somos desconfiados y carentes de ideales discernibles.

«El avance de la libertad es la vocación de nuestro tiempo; es la vocación de nuestro país», dijo George W. Bush en 2003. Pero esta época de patrioterismo agresivo, del uso frecuente de perfiles étnicos, paranoia creciente, tortura, prisiones secretas, soldados dañados y afectados, civiles muertos y sueños imperiales truncados ha dejado la libertad en retirada tanto en el mundo como aquí.

El propio partido político de Bush se ha radicalizado contra la democracia. La fe en la libertad humana ha sido convertida en egoísmo, en el solipsismo petulante de los antivacunas. Desde el 11-S, más estadounidenses han sido asesinados por terroristas de extrema derecha que por yihadistas. Los supremacistas blancos han reclutado a veteranos desilusionados de la guerra contra el terrorismo y han animado a sus partidarios a alistarse en el ejército para adquirir experiencia táctica. De las 569 personas que el Departamento de Justicia ha acusado por su participación en la insurrección del 6 de enero, al menos 48 tienen vínculos militares.

No se puede trazar una línea recta entre la caída de las torres gemelas y la entrada de Estados Unidos en un prolongado ataque de nervios; el fin de cualquier imperio tiene múltiples causas. Pero en su reciente libro «Reinado de Terror: Cómo la era del 11-S desestabilizó a Estados Unidos y produjo a Trump», Spencer Ackerman vincula de forma convincente la locura que se apoderó de este país tras el 11 de septiembre con el ascenso de un presidente que, entre otras cosas, hizo campaña con la promesa de acabar con la inmigración musulmana y traer de vuelta la tortura.

«La dolorosa condición de ni paz ni victoria, contra un enemigo visto como prácticamente infrahumano, requería en sí misma la venganza», escribió Ackerman. «Trump se ofreció como su instrumento. Al declarar su candidatura presidencial en su torre dorada, preguntó: ‘¿Cuándo fue la última vez que Estados Unidos ganó en algo?»

Ahora, al llegar el 20º aniversario del 11 de septiembre, con los talibanes de nuevo en el poder en Afganistán, Estados Unidos se enfrenta a su derrota. En realidad, el colapso inmediato del gobierno apoyado por Estados Unidos probablemente salvó muchas vidas afganas. Si la victoria de los talibanes era casi inevitable, como aparentemente suponían los analistas de inteligencia, probablemente sea mejor que haya ocurrido sin un largo asedio a Kabul.

Pero la falta de un intervalo decente entre la retirada de Estados Unidos y la toma del poder por parte de los talibanes, además de ser una tragedia para los afganos aliados a nosotros, reveló que la guerra más larga de Estados Unidos fue peor que inútil. No sólo perdimos ante los talibanes. Los dejamos más fuertes de lo que los encontramos.

El enorme despilfarro de todo ello es asombroso. Hace veinte años, los políticos e intelectuales estadounidenses, traumatizados por un acto de asesinato masivo sin precedentes y no tan secretamente ansiosos por ver la historia revivida de nuevo, malinterpretaron lo que representaba el 11-S. Inflamos la estatura de nuestros enemigos para que estuvieran a la altura de nuestra necesidad de retribución. Lanzamos guerras arrogantes para rehacer el mundo y dejamos que nos rehicieran a nosotros mismos en su lugar, gastando unos 8 billones de dólares en el proceso. Hemos engendrado terroristas peores que los que nos propusimos combatir.

Creíamos saber lo que habíamos perdido el 11 de septiembre. No teníamos ni idea.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The New York Times

How 9/11 Turned America Into a Half-Crazed, Fading Power

 

Michelle Goldberg

 

I’ll always remember Sept. 11 as something that happened in the evening. At the time I was living in a town in northern India, and I watched the towers fall on a TV someone had dragged into the street. Because I was so far away, I’ll never know the terror people in New York and Washington felt on that day, the fear that more attacks were coming, that the epic disaster movies so popular during the bored ’90s had come viciously to life.

But I’m pretty certain that amid all the apocalypticism of that time, most people felt confident in America’s endurance. Yes, Al Qaeda had pulled off something spectacular. The scale of it made Osama bin Laden’s threat to our country seem far greater than, in retrospect, it really was. Many people felt like a civilizational battle on par with World War II had commenced.

America’s horror and distress, however, were tinged with dark excitement. Plenty of influential people seemed thrilled to shed their post-Cold War ennui, to feel the nation charged with new purpose. They thought themselves cleareyed but were in fact devastatingly naïve.

The writer Christopher Hitchens, speaking in 2003, captured the spirit of the time. “Watching the towers fall in New York, with civilians incinerated on the planes and in the buildings,” he said, he felt something he didn’t grasp at first. “I am only slightly embarrassed to tell you that this was a feeling of exhilaration. Here we are then, I was thinking, in a war to the finish between everything I love and everything I hate. Fine. We will win and they will lose.”

We didn’t win. The danger jihadist terrorism posed to our country, while serious, was never truly existential; Al Qaeda fell apart shortly after its greatest triumph. Yet the damage Sept. 11 did to the United States was more profound than even many pessimists anticipated.

The attacks, and our response to them, catalyzed a period of decline that helped turn the United States into the debased, half-crazed fading power we are today. America launched a bad-faith global crusade to instill democracy in the Muslim world and ended up with our own democracy in tatters.

Bin Laden didn’t build the trap that America fell into. We constructed it ourselves. For all the harm Sept. 11 did to America, it did not initially accomplish what Bin Laden intended it to. Nelly Lahoud, a senior fellow in New America’s International Security program, has analyzed thousands of pages of Bin Laden’s internal communications, seized after Navy SEALs killed him in 2011. As she reported in a recent essay in Foreign Affairs, they were a chronicle of mistaken assumptions, disorganization and disillusionment.

Bin Laden, wrote Lahoud, “never anticipated that the United States would go to war in response to the assault.” Instead, he expected that a huge antiwar movement would demand the withdrawal of American troops from Muslim-majority countries. He hated America but didn’t understand it at all.

“The 9/11 attack turned out to be a Pyrrhic victory for Al Qaeda. The group shattered in the immediate aftermath of the Taliban regime’s collapse, and most of its top leaders were either killed or captured,” Lahoud wrote. Those who survived went into hiding and lost the ability to carry out major assaults abroad. America could have credibly declared itself the war’s winner at the end of 2001, sparing countless lives, trillions of dollars and our national honor.

Instead, we remained in Afghanistan and invaded Iraq, where our war sowed chaos that would enable the rise of ISIS. In time, ISIS, originally a spinoff of Al Qaeda, came to eclipse the group founded by Bin Laden. ISIS’s indiscriminate brutality, especially against other Muslims, appalled an earlier generation of jihadists; some of Al Qaeda’s original leadership ended up like many other aging, disillusioned radicals, disgusted by the excesses of their progeny.

But this doesn’t mean Bin Laden failed. Today Al Qaeda has reconstituted itself — it is now far larger than it was two decades ago. And the United States in September 2021 is in truly terrible shape. Twenty years ago we were credulous and blundering. Now we’re sour, suspicious and lacking in discernible ideals.

“The advance of freedom is the calling of our time; it is the calling of our country,” George W. Bush said in 2003. But this epoch of aggressive jingoism, ethnic profiling, escalating paranoia, torture, secret prisons, broken soldiers, dead civilians and dashed imperial dreams has left freedom in retreat both globally and here at home.

Bush’s own political party has radicalized against democracy. Faith in human freedom has curdled into the petulant solipsism of the anti-vaxxers. Since 9/11, more Americans have been killed by far-right terrorists than by jihadists. White supremacists have both recruited disillusioned veterans of the war on terror and encouraged their supporters to join the military to gain tactical experience. Of the 569 people the Department of Justice has charged in the Jan. 6 insurrection, at least 48 have military ties.

You can’t draw a straight line between the twin towers falling and America entering a protracted nervous breakdown; the end of any empire has multiple causes. But in his recent book “Reign of Terror: How the 9/11 Era Destabilized America and Produced Trump,” Spencer Ackerman convincingly links the madness that overcame this country after Sept. 11 with the rise of a president who, among other things, campaigned on a promise to end Muslim immigration and bring back torture.

“The painful condition of neither peace nor victory, against an enemy seen as practically subhuman, itself required vengeance,” Ackerman wrote. “Trump offered himself as its instrument. Declaring his presidential candidacy in his golden tower, he asked, ‘When was the last time the U.S. won at anything?’”

Now, as the 20th anniversary of Sept. 11 arrives with the Taliban back in power in Afghanistan, America is face to face with its defeat. In truth, the immediate collapse of the American-supported government probably saved many Afghan lives. If a Taliban victory was all but inevitable, as intelligence analysts apparently assumed, it’s probably better that it happened without a long siege of Kabul.

But the lack of a decent interval between America’s withdrawal and a Taliban takeover, besides being a tragedy for Afghans allied with us, revealed America’s longest war as worse than futile. We didn’t just lose to the Taliban. We left them stronger than we found them.

The sheer waste of it all is staggering. Twenty years ago, American politicians and intellectuals, traumatized by an unprecedented act of mass murder and not-so-secretly eager to see history revved up again, misunderstood what 9/11 represented. We inflated the stature of our enemies to match our need for retribution. We launched hubristic wars to remake the world and let ourselves be remade instead, spending an estimated $8 trillion in the process. We midwifed worse terrorists than those we set out to fight.

We thought we knew what had been lost on Sept. 11. We had no idea.

 

 

 

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