Robert O’Neill hizo una verdadera locura antes de partir hacia la misión más importante de su carrera militar allá por 2011. Poco antes de salir de Estados Unidos se fue directo a una óptica. Quería darse un capricho. «Había unas gafas de sol de Prada por 350 dólares. Mi sueldo no bastaba para ellas», explica en ‘El operador’, la biografía que escribió en 2018. Las dudas le atosigaron, pero decidió llevárselas. «¡Qué más da, dentro de poco estaré muerto!». Ya en caja esbozó una sonrisa de pillo al pagar. «Las cargué a cuenta en mi tarjeta de crédito. Si no volvía nunca, American Express podía permitirse la pérdida». Una semana después este miembro de los Navy SEAL se convirtió en el hombre que acabó con la vida de Osama bin Laden, regresó a casa y se percató de que era un poquito más pobre. Nunca una factura le supo tan dulce.
Todavía hoy, este estadounidense afirma que fue él quien descargó dos disparos de fusil HK416 en la cabeza del líder de Al Qaida. Y lo cierto es que nadie ha podido demostrar lo contrario. Lo que se suele obviar es que no lo hizo solo, sino que formó parte de un gigantesco operativo orquestado por la administración de Barack Obama. Un pequeño pero letal ejército en el que colaboraron Navy SEALs, Rangers, pilotos de los famosos ‘Night Stalkers’ –los mejores de Estados Unidos– y hasta dos helicópteros de última tecnología modificados para la ocasión. El resultado fue la ‘Operación lanza de Neptuno’. Una noche de tensión en la que O’Neill y sus colegas acabaron con una persecución de casi dos décadas, años antes del 11-S. «Se ha hecho justicia», afirmó orgulloso el presidente norteamericano el 2 de mayo de 2011.
La venganza de Neptuno
Obama podía estar contento. Al fin y al cabo, no había sido fácil llegar hasta el hombre que había perpetrado los atentados contra las Torres Gemelas. Según explica a ABC el divulgador histórico José Luis Hernández Garvi, la ‘Operación lanza de Neptuno’ fue el resultado de dos años de intenso trabajo por parte de la CIA: «Descubrieron que Bin Laden se escondía en Pakistán, en un complejo de Abbottabad formado por varios edificios rodeados por un muro de unos cuatro metros. La vivienda principal tenía tres plantas, pero también había una casa de invitados y otros enclaves menores». Ninguna finca de los alrededores tenía esas medidas de seguridad, así que fotografiaron la zona bajo el más estricto secreto. «No estaban seguros al cien por cien de que fuera el terrorista, pero se arriesgaron», añade.
Descubierta la guardia de la bestia, Estados Unidos barajó hasta tres planes diferentes. El primero consistía en enviar un bombardero B-1 para que dejara caer sobre la vivienda su mortal carga. Fue descartado. «Se calculó que, para que el ataque surtiera efecto, requeriría de 32 bombas de 900 kilos. Era una locura», explica el SEAL. El segundo, según Garvi, era similar: «Se planteó enviar un dron para que destruyera la zona, pero se desechó porque necesitaban la confirmación de que Bin Laden había muerto». Al final, se apostó por una solución más ‘quirúrgica’: un grupo de asalto llegaría en helicóptero al corazón del complejo, acabaría con el líder de Al Qaida y se llevaría su cuerpo. «De entre todas las unidades, se eligió a los SEAL incluso por delante de otras fuerzas como los DELTA», completa el español.
A O’Neill se le quedó grabado en la memoria el día que sus superiores le llamaron para informarle de esta misión ultrasecreta. Era el 5 de marzo de 2011 y estaba de copas con sus hombres. Le reunieron en una sala con otros veinte SEAL y apenas le explicaron nada: «El jefe, que por lo general era la viva imagen de la tranquilidad, no paraba de mover los pies. Solo nos dijeron que atacaríamos una base recóndita». Ante las preguntas del equipo la respuesta siempre fue la misma: «Todavía no podemos deciros nada». Con el paso de los días les mostraron las fotografías de un tipo alto, canoso y con barba acicalada. «Lo llamaban ‘El Caminante’ porque se dedicaba a pasear durante horas por el complejo, pero nunca trabajaba. Nunca abandonaba la zona», añade el militar. Hasta mucho después no supieron que aquel anciano de blusa blanca era Bin Laden.
El asalto se planeó al milímetro. Emulando lo que había sucedido en el Desembarco de Normandía, se levantó una maqueta a escala real de los edificios para que pilotos y militares pudieran entrenar. Matt Bissonnette, uno de los SEAL que participó en la operación, lo corroboró en su obra, ‘Un día difícil’ (publicado bajo pseudónimo): «Enclavado en una zona remota de la base, el complejo de prácticas se construyó utilizando contrachapado, vallas metálicas y contenedores de carga». La finalidad de aquello, más que adiestrarse, era «venderle a la Casa Blanca que podíamos hacerlo bien». Repitieron tantas veces la operación que O’Neill sufrió una tendinitis por descender en rápel desde el helicóptero una y otra vez. Tras verlos actuar, Obama dio el ‘OK’ definitivo. «Llevaremos el infierno a Pakistán», afirmó.
A principios de abril, la ‘Operación lanza de Neptuno’ ya estaba bosquejada en su totalidad. El grueso de la misión recaía sobre O’Neill y sus compañeros, que se desplazarían en dos helicópteros ‘Black Hawk’ modificados hasta el complejo. «Desde uno de ellos (nombre en clave ‘Dash 2’) se descolgaría primero un comando de seguridad externa en ‘fast rope’. Su misión era establecer un perímetro en la zona y evitar que nadie accediera al lugar. A continuación, ese mismo aparato dejaría a otro grupo de asalto en la azotea del edificio principal», añade el español. «El otro, ‘Dash 1’ depositaría su carga en el patio situado entre la casa principal y la de invitados», explica, en este caso, O’Neill. Todos los ‘operadores’ serían cubiertos por francotiradores desde ambas aeronaves. Las ordenes eran disparar contra cualquier objetivo que mostrara hostilidad.
Aquella tarde, O’Neill cumplió el ritual que repetía, incansable, antes de cada misión: llamó a su padre para despedirse. «Papá, tengo que irme a trabajar», le dijo
Esta es la misión que pasó a los libros de historia. Sin embargo, en la muerte de Bin Laden también participaron otros tantos soldados. Hombres que han quedado olvidados. «Junto a estos grupos, dos MH-47 ‘Chinook’ partirían desde Afganistán para establecer un FARP –punto avanzado de armamento y reabastecimiento– al norte de Abbottabad. En ellos viajaban miembros de los SEAL y de los Ranger, además de un equipo CSAR de búsqueda y salvamento de combate. Estaban preparados para intervenir si algo salía mal», explica Garvi. Esa base improvisada sería en la que repostarían los ‘Black Hawk’ modificados en su regreso. A finales de mes se dio luz verde: «El presidente ha autorizado la operación. Será mañana domingo», les comunicó a todos los implicados su superior.
Infierno en Pakistán
La fiesta comenzó cuando el sol se marchaba en la base norteamericana de Jalalabad, cerca de la frontera pakistaní. Aquella tarde, O’Neill cumplió el ritual que repetía, incansable, antes de cada misión: llamó a su padre para despedirse. «Papá, tengo que irme a trabajar», le dijo. «Me encantaría ir contigo, hijo». Después, tanto él como sus compañeros se cargaron de equipo: fusiles HK con cargadores extra –quedarse sin munición era el equivalente a morir–, pistolas con silenciador, chalecos antibalas, gafas de visión nocturna, una botella de agua y dos barritas de proteínas. El grupo principal estaba formado por 22 SEALs, un operador especialista en explosivos y un intérprete de la CIA. También partió con ellos un pastor belga, ‘Cairo’, entrenado para abalanzarse sobre cualquier enemigo armado y para provocar el pánico entre los talibanes.
Sus monturas de batalla fueron aquellos helicópteros modificados apodados ‘Silent Hunters’. O, como O’Neill los llamó, «unos curiosos artilugios con forma de Transformers». Para ahorrar espacio, habían quitado los asientos. «Íbamos sentados en unas sillas de acampada, de esas que al doblarlas parecen pequeños trípodes y cuestan 9,99 dólares en el supermercado», desvela el soldado. La primera parte del trayecto duró algo más de una hora que cada soldado intentó superar de la mejor manera. Algunos se durmieron. La tranquilidad reinaba en el habitáculo. Hasta ‘Cairo’ parecía en calma. «Se le veía totalmente relajado, como el perro de la familia que va sentado en una camioneta. Era una lástima que no pudiera asomar la cabeza por la ventanilla», señala el SEAL.
Cuando la oscuridad dominaba ya Pakistán, los dos transportes llegaron hasta su objetivo. «El complejo era casi igual que la reproducción. Estaba oscuro, como si no hubiera electricidad», explica O’Neill. Al arribar a la zona las aeronaves se separaron. ’Dash 1’ se dirigió al punto entre las dos casas. Todo parecía normal, pero de repente empezó a perder altura. «El helicóptero perdió la sustentación necesaria para mantenerse en el aire. Parece ser que por dos causas: una temperatura más alta de lo esperado y los muros del complejo. Estos eran macizos y generaban un efecto cuenco que afectó lo suficiente a la aerodinámica como para hacerlo caer», añade el militar. Para mayor desgracia, durante el descenso la parte posterior impactó contra la zona más alta del murete.
La situación era crítica, pero el piloto demostró su destreza y pudo aterrizar de forma forzosa. Así lo recordaba Bissonnette, dentro de esa aeronave: «Unos segundos antes del impacto sentí como caía. Contuve la respiración y aguardé el choque. El helicóptero vibró cuando el morro se hundió en el suelo blando como lo haría un dardo en la hierba. Parecía que el suelo se moviera hacia mí. Al minuto siguiente nos habíamos parado en seco. Todo ocurrió tan rápido que ni siquiera sentí el impacto. Las palas no se rompieron, pero los rotores destrozaron el patio, lanzaron por los aires tierra y escombros y crearon un remolino a nuestro alrededor». No tuvo tiempo de recuperarse. Al minuto, su superior le ordenó continuar con la misión: «¡Fuera de aquí, joder!». Aunque por las bravas, el primer equipo estaba en el objetivo.
Apunté por encima del hombro derecho de la chica y apreté el gatillo dos veces. La cabeza se abrió y él cayó al suelo. Le metí otra bala en ella por si acaso», cuenta O’Neill
El piloto de ‘Dash 2’, en vista de los acontecimientos, prefirió ser más cauteloso. Tras dejar al grupo de seguridad externa en su posición, descendió fuera de la finca. El segundo grupo de asalto, en el que se hallaba O’Neill, se vio en la tesitura de tener que atravesar el muro desde el exterior. «Por suerte, conocíamos el complejo igual de bien que el patio de nuestras casas», añade el autor de ‘El operador’. No tardaron ni un suspiro en llegar hasta la puerta más cercana. Tras cruzarla, el SEAL solo podía pensar una cosa: «Joder, estamos aquí. Es la casa de Bin Laden. Esto es increíble. Probablemente no salgamos vivos, pero esto es histórico y voy a saborearlo».
Muerte anunciada
Como estaba planeado, O’Neill lideró el equipo de asalto que accedió a la vivienda principal después de varias escaramuzas exteriores. «Entramos por la puerta del edificio. Algunos de mis hombres avanzaron, recorrieron un largo pasillo y comprobaron las habitaciones». Los enemigos ubicados en la planta baja fueron abatidos sin dificultad mientras en el ambiente resonaba el característico sonido de las AK-47. La clave, como explicó O’Neill, era cubrirse: «Los malos disparan al pasillo y rezan. Aunque Alá no siempre está allí para guiar sus balas, a veces tienen suerte». Oían gritos de mujeres y llantos infantiles por todas partes. Lógico, pues Bin Laden vivía con tres de sus cuatro esposas y diecisiete de sus hijos. En una de las estancias los SEAL hallaron a una niña pequeña desconsolada. Detuvieron aquella locura para ponerla a salvo.
Al llegar al último tramo del pasillo se toparon con una puerta bloqueada. Intentaron abrirla con una maza, pero tuvieron que usar explosivos. «En todo momento vigilamos los techos. Buscábamos bombas colgantes, que es como los malos preparan muchas de sus trampas para derribar la casa entera. No vimos ninguna», desvela O’Neill. Cuando el portón saltó por los aires, ante ellos quedó una escalera que llevaba al segundo piso. Aquel en el que se hallaba el hijo veinteañero de Bin Laden, Khalid. Como sospechaban, el chico les esperaba al final de los escalones armado con un fusil de asalto. Podrían haber lanzado una granada para hacerle salir, pero prefirieron aprovechar la oscuridad. «No nos veía, y nosotros a él si gracias a las gafas de visión nocturna. En un susurro, uno de mis compañeros repitió una frase que había aprendido en árabe: ‘Khalid, ven aquí’».
El hijo de Bin Laden, confuso por haber oído su nombre, cometió el error de asomarse por un lado de la barandilla. «¿Qué sucede?». Fueron sus últimas palabras. El SEAL que iba delante le disparó. La bala entró por encima de la barbilla y salió por la nuca. Khalid se desplomó allí mismo, en un charco de sangre, y dejó vía libre al grupo hasta el segundo piso. Todos se dedicaron entonces a entrar en las diferentes habitaciones. Todos salvo O’Neill y un agente más. «Nos posicionamos frente a las escaleras que llevaban la tercera planta. Había una cortina a la entrada. Le puse una mano en el hombro. Solo estábamos nosotros», añade el autor de ‘El operador’. En su mente solo había una imagen: la del líder de Al Qaida poniéndose un cinturón de explosivos y preparándose para el combate final.
La lógica dictaba aguardar antes de subir, pero a veces el corazón se impone. Y O’Neill estaba desesperado por terminar la misión. El acto final de esta obra comenzó con una sola frase: «¡Estoy hasta los cojones de esperar que ocurra!». De inmediato, hizo una seña a su compañero y ambos atravesaron la cortinilla. «Fui a la izquierda y me asomé a una habitación contigua. Osama bin Laden estaba cerca de la entrada, a los pies de la cama. Era más alto y delgado de lo que esperaba, pero era el hombre cuyo rostro había visto diez mil veces. Delante de él había una mujer sobre la que él había apoyado las manos. Apunté por encima del hombro derecho de la chica y apreté el gatillo dos veces. La cabeza se abrió y él cayó al suelo. Le metí otra bala en ella por si acaso», finaliza el SEAL.
Con aquellos dos disparos terminó la misión. Media hora acabó con 18 años de años de persecución. Después llegó el trabajo de oficina: robar ordenadores, buscar información e inspeccionar el lugar. «Volaron el helicóptero derribado y llamaron a los ‘Chinook’ para que les recogieran. De allí partieron hasta el punto de encuentro establecido por los Rangers y, a continuación, a Jalalabad. Tras varios viajes llegaron al portaaviones ‘USS Karl Vinson’», explica Garvi. A partir de aquí, como explica el autor español, comenzó también la discordia: «Existe controversia sobre qué hicieron con el cuerpo. Oficialmente lo metieron en una bolsa para cadáveres y lo arrojaron al mar tras un breve sepelio». En todo caso, la operación había llegado a su fin. De la garganta de O’Neill, el SEAL que había matado al enemigo número uno de Estados Unidos, salió entonces una frase lapidaria: «¡Joder, lo habíamos conseguido, estábamos vivos!».