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Carmen Posadas: La cola del diablo

Debe de ser verdad eso de que cuando el diablo no tiene nada que hacer, con la cola mata moscas. O, peor aún, le da por la maldad gratuita. Exactamente igual, por cierto, que nos pasa a nosotros, aventajados alumnos del príncipe de las tinieblas.

Schopenhauer explicaba de otra manera esta extraña particularidad de nuestra especie. Según él, el ser humano hace el mal por instinto de supervivencia, pero, cuando la tiene asegurada y sus necesidades cubiertas, acaba haciendo el mal por tedio. Es el caso, por ejemplo, de todas esas monstruosidades gratuitas que vemos en Internet: niñas que vejan y agreden a compañeras para luego subirlo a Instagram y hacer unas risas. Adolescentes (y no tan adolescentes) que se reúnen en manada para golpear hasta la muerte a alguien que ni siquiera conocen…

Según Rousseau, nacemos buenos y la malvada sociedad nos convierte en monstruos. El más elemental sentido común apunta a lo contrario

¿Qué explica este tipo de actitud? ¿Son personas sin formación? ¿Víctimas de unos padres sádicos? ¿Se sienten solos, incomprendidos? Estos son los argumentos habituales que esgrimen los biempensantes para explicar que la culpa no es de ellos, sino de la sociedad. Y tal vez lo sea, pero es evidente que antes de que existiera la sociedad existía el ser humano y este, con mínimas diferencias, se comporta exactamente igual ahora que cuando andábamos con taparrabos. Por eso, a mi modo de ver, si queremos entender este tipo de actitudes, es en la naturaleza humana y no en el sistema donde hay que buscar explicaciones.

La idea de que mujeres y hombres somos naturalmente buenos y que son las instituciones las que nos corrompen es una teoría de  Jean-Jacques Rousseau. Fue él quien acuñó el concepto de ‘buen salvaje’ para explicar que nacemos buenos y es la malvada sociedad la que nos convierte en monstruos, cuando el más elemental sentido común apunta a lo contrario. Son precisamente las normas y leyes que a lo largo de los siglos, y con mucha dificultad, hemos ido pactando e instaurando las que impiden comportarnos según nuestras pulsiones; son ellas, por tanto, las que ponen coto a egoísmos e injusticias.

Pero volvamos por un momento al tedio y a cómo este logra que al diablo que todos llevamos dentro le dé por menear la cola. En estos días de calor me ha dado por reflexionar sobre tan sorprendente particularidad de nuestra especie y he aquí mi teoría a la violeta de por qué actuamos así.

Lo primero que se me ocurre es que el ser humano, cuya pulsión más básica es la supervivencia, está más  programado para la adversidad que para la bonanza, para sobrevivir, no para holgar. Esto hace que seamos no solo más creativos y eficaces en circunstancias hostiles, también más generosos y colaborativos, puesto que unir fuerzas aumenta las posibilidades de esquivar peligros, de protegerse de los adversarios, de asegurar el sustento o de construir un refugio. Por eso, por puro instinto, la adversidad saca lo mejor de nosotros y potencia nuestros atributos positivos.

Lo contrario ocurre con la molicie. Cuando todo va bien, cuando la supervivencia está asegurada y nuestras necesidades básicas más que satisfechas, entonces es cuando el diablo empieza a matar moscas. O, lo que es lo mismo, a cometer maldades innecesarias. A unos les da por hablar mal de las personas de su entorno; a otros más retorcidos, por poner zancadillas y /o aguarle la fiesta al prójimo. De ahí, algunos –por fortuna solo una pequeña minoría– pasan a cometer grandes infamias. Gratuitas, además, porque no producen beneficio propio alguno y solo sirven para regodearse en el sufrimiento ajeno, como ocurre en los ejemplos que he puesto más arriba. ¿Incomprensible? No. Humano, demasiado humano.

Somos así, y echarle la culpa a la sociedad y las instituciones es, para mí, errar el tiro y, por tanto, no solucionar nada. Son las leyes, las normas, y sobre todo la educación, las que nos protegen del ser oscuro que todos llevamos dentro. No, no somos buenos salvajes, como sostenía Rousseau (que, por cierto, era un ser humano bastante deleznable que abandonó a sus cinco hijos, ¡cinco!, en un hospicio). No somos querubines que van por el éter tocando la lira, pero tampoco demonios, sino una mezcla de los dos, y es preferible saberlo para comprender por qué somos capaces de lo mejor, y también de lo más atroz.

 

 

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