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Héctor Aguilar Camín: “El desafío es la exactitud de las palabras, no de los recuerdos”

1444838893_073154_1444839279_noticia_normalEl escritor mexicano Héctor Aguilar Camín, en la redacción de EL PAÍS. / CLAUDIO ÁLVAREZ

El escritor mexicano Héctor Aguilar Camín reflexiona sobre la relación entre literatura y memoria al hilo de la publicación de su libro ‘Adiós a los padres’.

En Adiós a los padres, publicado por Literatura Random House, Héctor Aguilar Camín (Chetumal, México, 1946) relata la fascinante historia de su familia, marcada por la ausencia del padre, que se fue de casa cuando el escritor tenía 13 años y reapareció cuando tenía 55. En esta entrevista, realizada por correo electrónico, Aguilar Camín repasa las claves de su libro y reflexiona sobre las relaciones entre literatura y memoria.

PREGUNTA. En Adiós a los padres dice que para su madre y su tía recordar era el mayor acto moral. ¿También lo es para usted?

RESPUESTA. Me refiero a que hacían justicia siempre en su memoria a lo que amaban o despreciaban, y a que no añadían ni inventaban. Eran de una honradez conmovedora con su memoria. Yo no lo soy tanto. Como todos los escritores tiendo a inventar y a magnificar, como Borges el otro. Ahora, imagina el mundo que estas mujeres tenían que contar: sus padres, mis abuelos maternos, habían salido de Asturias, donde nació mi tía Luisa, a Cuba, donde nació mi madre Emma Camín. Y de ahí a Chetumal, en 1938, un pueblo que tenía treinta años de fundado, “un pueblo del oeste sin caballos”, decía mi madre. Ahí llega mi madre de 18 años y casa con Héctor, el hijo del empresario más rico del lugar, mi abuelo paterno Don Lupe. Tienen cinco hijos y son felices, en 1955 el ciclón destruye el pueblo, Don Lupe destruye los negocios de su hijo Héctor, la familia se muda a la Ciudad de México, Héctor se va de casa, y Luisa y Emma trabajan para cumplir la modesta epopeya de que sus cinco hijos, yo y mis cuatro hermanos, estudien y tengan una carrera. Expulsadas de los lugares donde han sido felices, Cuba y Chetumal, dedican el resto de sus días a recordarlos, y a contar la historia de cómo don Lupe destruyó a su hijo.

P. El libro es, además de un relato, un continuo análisis de la relación entre los hechos, la memoria y la escritura. ¿Desconfiaba más de sus recuerdos o de la capacidad de las palabras para serles fieles?

R. El desafío central de Adiós a los padres fue siempre la exactitud de las palabras, no de los recuerdos. Aunque como saben todos los escritores, la verdadera fidelidad a lo narrado sólo se alcanza cuando las palabras son suficientemente precisas. En la verdad de los recuerdos escritos importa más la precisión de la escritura que la nitidez de lo recordado. Las palabras precisas añaden la nitidez que a veces falta en el relámpago de la memoria. Mi memoria funciona en relámpagos no en secuencias. Está detenida en escenas, imágenes, frases, sensaciones y sentimientos adheridos a un lugar, a un objeto, al recuerdo de un sueño. De la averiguación de esos relámpagos, de esas condensaciones, está hecha Adiós a los padres. De investigar esos momentos vivos de la memoria que lo contienen todo. Por ejemplo, todo lo que yo sé por dentro y por fuera de mi madre está en la escena que sigo viendo de la noche de 1955 en que el ciclón Janet destruye mi pueblo Chetumal. Mi madre y nosotros estamos encerrados en nuestra casita de madera y de pronto el viento del ciclón desgaja el frontis de la casa, que se desprende hacia adentro. Entonces mi madre corre hacia el frontis que se desgaja con los pequeños brazos en alto para detenerlo: sola frente al ciclón defendiendo su mundo.

P. ¿Cómo afrontó narrativamente la ausencia de su padre y la omnipresencia de su madre en su vida a la hora de contar la vida de ambos?

R. Tuve que investigar lo que ignoraba de la vida de mi padre, ya que no supe nada de él durante su larga ausencia. De hecho, todo lo que sabía de él lo sabía de lo que contaban mi madre y mi tía. Siempre que pude verificar con mi padre lo que mi madre y mi tía decían, la versión de estas fue exacta o muy próxima a la exactitud de lo sucedido. Para contar la historia de mi madre y mi tía tuve que hacer el proceso inverso: quitar mucho de lo que sabía. Tuve que vencer la excesiva familiaridad de la vida de mi madre y de mi tía para obtener de ellas lo más atractivo narrativamente y lo más verdadero. Porque ellas era una especie de milagro diario. Por ejemplo, cuando empezaban a hablar entre ellas o a contar historias.

Mi padre, en cambio, era un enigma total. Lo que pude saber de su vida con su segunda mujer, fue para mí todo un proceso de sumar fragmentos y coser vestigios. Mi padre se fue de mi casa cuando yo tenía 13 años y reapareció cuando tenía 55. Su memoria no era muy buena ya cuando reapareció, pero suficiente para completar y cotejar la que yo traía, la historia central de Adiós a los padres. Ya he dicho cuál es: mi abuelo paterno le quita un negocio a mi padre y lo destruye económica y vitalmente. Destruye de hecho un mundo, el mundo feliz de mi familia, y lo arroja a la quiebra, a la desdicha y a la ciudad. La historia de aquella felicidad y aquella quiebra recorre casi un siglo, va de los orígenes cuasi míticos de la fundación de mi pueblo Chetumal, donde mi abuelo funda su casa y su familia, y avanza hasta el año 2010, en que muere su hijo Héctor, mi padre, en la Ciudad de México. Es una historia larga y accidentada, suficiente para incluir las reconciliaciones de mis padres con los suyos y la mía con mi propia historia familiar, y con la sombra de mi padre.

P. Usted afirma que la verdad no existe sino en la suma de las razones encontradas porque es siempre “el resto opaco de las cosas, aquello que nos falta por conocer”. ¿Aceptar que la verdad no existe no supone para un escritor una forma de rendición? ¿Qué un escritor acepte lo inefable no es lo mismo que si un médico se resignara a lo incurable? ¿No se escribe precisamente para sortear esa opacidad, para conocer?

R. Lo inefable es distinto de lo verdadero. Yo creo que un escritor tiene que partir de la certidumbre supersticiosa de que lo inefable no existe para él, de que lo inefable es sólo una expresión de su falta de oficio. Lo verdadero, por su parte, para el escritor, no es sino una forma de lo verosímil. Para un escritor la verdad no está allá afuera, donde el mundo “real” sino en el espacio que hay entre lo que escribe y él, y entre lo escrito y el lector. Lo escrito debe ser verdadero para el lector, aunque sea una fantasía, y debe ser verosímil, aunque esté copiado de los diarios. Para que las cosas sean verdaderas en un libro hace falta oficio, si no genio.

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Los padres de Héctor Aguilar Camín, durante su luna de miel. Esa foto, usada para la cubierta de su libro, sirvió de motor a la memoria del autor.

P. Su libro tiene mucho de autorretrato. Hay un momento crudo en el que habla de su “suficiencia” como fruto del desamparo y no de la vanidad (aunque también dice que siempre lo ha negado ante propios y extraños). ¿La escritura facilita confesiones que la vida diaria hace difíciles? ¿Le dio miedo mostrar esa “debilidad” o se sintió liberado?

R. Mi madre decía que Benavente decía: “Las cosas son terribles hasta que se dicen”. Fue mi experiencia cotidiana con este libro. Ponía por escrito todo lo que venía exigentemente a mi cabeza aun si creía que al final lo iba a quitar. Y en la relectura, normalmente las cosas duras o dolorosas, parecían siempre menos graves que al ser escritas la primera vez. Y entonces iba hacia ellas buscando precisión y nitidez, buscando cómo decirlas mejor en vez de cómo no decirlas.

P. ¿Cuál fue la parte más dura de escribir?

R. Las descripciones de mis padres viejos y enfermos fueron particularmente difíciles. Sentía que traicionaba su intimidad y afrentaba su pudor. Pero sin ir a eso con rigor y verdad, hubiera sido imposible también expresar todo lo que los quería, lo que me hacía sufrir su vejez, su deriva hacia la muerte.

P. ¿Cree que usted sería diferente hoy –incluso como padre- si no se hubiera reencontrado con su padre?

R.Sería un hombre más melancólico, acaso con algún rasgo suicida, proclive a la autodestrucción. Reencontrar a mi padre me curó de su ausencia, me devolvió a la realidad de su pérdida y a la realidad de su existencia física. Hasta ese momento mi padre no era en mí sino una cavilación melancólica, irascible y culposa. Su aparición física, aún cuando era ya el inicio de su decrepitud, me dio una extraña alegría, y el buen humor necesario para tratar con él, que tenía un lado divertido, encantador.

P. ¿Lo comprendió al final? ¿Cree que todo podía haber sido de otra manera?

R. Lo comprendí y volví a quererlo. Aunque hasta el final de sus días siguió ocultándome que había sido feliz lejos de nosotros, que había encontrado una vida nueva en la que nosotros no hacíamos falta. Descubrí esto luego de su muerte, al ver la leyenda que había grabado sobre la lápida de la tumba de su segunda mujer. Y ahí supe que lo había perdonado, porque me dio gusto saber que había sido feliz en los años en que me había hecho infeliz con su ausencia. ¿Pudieron ser las cosas de otra manera? Sí, siempre hay otra historia posible, pero yo no habría escrito este libro, una de las mejores cosas que me han pasado en la vida. Si me dieran a escoger, escogería lo que sucedió.

P. Su libro, escribe usted, es una forma de prolongar los relatos de su madre y su tía ya que no puede prolongar sus vidas. ¿La escritura consuela?

R. La escritura es un extraordinario placebo. Y prolonga las vidas en un sentido muy preciso. Cuando me haya muerto yo, alguno de mis nietos o mis biznietos abrirá las páginas de este libro y verá a Emma, a Luisa, y a Héctor, tal como yo los dejé ahí, tal como pude dejar sus vidas escritas al alcance de otros. Lo que daría yo por tener a mis antepasados viviendo en un libro a la espera de mi visita.

P. Ha dicho alguna vez que México es un país de padres ausentes, ¿qué tipo de sociedad produce ese hecho?

R. Una sociedad de familias heridas, cuyo rasgo más sorprendente es que millones de madres solteras crían hijos que terminan siendo padres ausentes.

P. ¿Han leído sus hermanos Adiós a los padres? ¿Coinciden sus recuerdos?

R. Recordamos cosas distintas pero este libro le ha dado sentido a muchas de nuestras memorias dispares. En cierto sentido, nos ha dado una memoria común.

P. Y dos curiosidades. Una: ¿vuelve usted a veces a Chetumal?

R. Voy todos los años a pasar el Año Nuevo, con toda la familia.

P. Y dos: ¿ha decidido ya qué hacer con las cenizas de sus padres?

R. He decidido no decidir. Pensé ponerlas juntas en un árbol hasta que descubrí que ellos tenían razón en querer estar separados, que mi afán de reunirlos simbólicamente era pueril, y no hacía justicia a sus vidas. De modo que los tengo juntos en mi vida pero separados en sus muertes. Tengo un puñado de las cenizas de Emma en un alhajero en mi recámara y la urna completa con las cenizas de Héctor bajo el librero de mi estudio. Hay algo tétrico en esto pero yo lo vivo con una sonrisa. Tánatos también sabe reír.

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