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La muerte se salió del cementerio

Hablemos de la muerte en este país, de aquélla que se quita la mortaja de las estadísticas y mira sobre nuestro hombro. De aquélla que nos suelta un vaho helado sobre la nuca.

La tradición nos enseña: respecto a la muerte puede simularse que se le vence a mordiscos de cráneos, esqueletos o ataúdes de azúcar y chocolate o al partir el pan de azahar con las típicas hileras que imitan delicados huesos. También se puede hacer una tregua con ella para que deje montar en santa paz los altares que dedicamos a los muertos, en un intento por expresar que aún hay quien los recuerda. Están el papel picado, las flores de cempasúchil y las calaveras para agregar color y risas; y el incienso y las veladoras con su toque ceremonial. Consolidar este vínculo festivo con la calaca, según explica Claudio Lomnitz en su magnífica reflexión Idea de la muerte en México, llevó siglos de adaptaciones entre la cultura prehispánica, los designios de la Iglesia católica, el nacimiento del Estado mexicano, el homenaje a los héroes patrios y la exaltación cultural posrevolucionaria.

Más allá de los días dedicados a las almas de los niños y los mayores, la muerte nos sorprende con sus murmullos y altera nuestros sentidos. No se conforma con entrar por las orejas, sino también por los ojos. Va regando signos que aprendemos a leer como si se tratara de un abecedario macabro.

La muerte se salió del cementerio. Ahora la encontramos en las cruces improvisadas que aparecen de pronto en un extremo de la calle en homenaje a un peatón o en una bicicleta pintada de blanco colgada en un poste para señalar el lugar en el que murió un ciclista. Sabemos que anda rondando en las vías rápidas porque hay carteles que prohíben el uso del celular a los conductores. Está en los altares donde le dejan manzanas rojas, flores, veladoras de san Judas Tadeo, collares de cuentas de plástico y la llaman Niña Blanca.

 

 

Ilustración: Víctor Solís

 

 

Ha empleado una pedagogía desgarradora al señalar mediante una cruz específica a las mujeres asesinadas sólo por ser mujeres: las cruces rosas que empezaron a plantarse en terrenos desiertos en el norte del país se han desperdigado sin límite geográfico.

Para los feminicidios hay un testamento visual: listas interminables con nombres de las víctimas que se han compilado en mapas virtuales, que se han escrito con tinta blanca en vallas de acero o que se han pegado en paredes. También se ha recurrido al mensaje claro, proyectado en los muros del palacio donde vive el presidente: “México feminicida”.

También se ha manifestado con otras modificaciones urbanas. Ciudad de México, por ejemplo, ha debido aprender que hay ya monumentos funerarios urbanos muy distintos a los que está acostumbrada. No son de mármol ni en honor a políticos o héroes de la patria. Los antimonumentos tienen su propia clave para decirles a los transeúntes, como si le copiaran al poeta, que “nadie debería de morir así”. Hay un signo de más y el número 43 pintados de rojo (en la esquina de Bucareli y Reforma) para recordar a los estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal de Ayotzinapa y una cruz rosa sobre avenida Juárez.

En marcadas efemérides, el agua de varias fuentes que son orgullo turístico de algunas ciudades ha dejado de ser transparente y se ha teñido de rojo, como si la sangre que ha corrido por este país en los últimos años hubiera encontrado un cauce secreto que la guiara hasta ahí.

Como desde el inicio de los tiempos, se busca la paz de los muertos, pero en miles de casos para dársela hay que llevarlos a todos lados. Los carteles con el rostro y las fotografías de los desaparecidos o asesinados recuerdan a los camafeos o relicarios que portaban los familiares por sus ausentes. En cada uno se adivina una historia de horror y tristeza. Se busca que se les recuerde, que nadie olvide que ya no están.

En estas circunstancias el ritual funerario en casa, en privado, no tiene sentido. La pérdida es tan dolorosa que se busca una vía de escape estridente, una explosión de llanto e indignación ante la injusticia, la indolencia y la impunidad. Y de golpe, se escuchan en la calle reclamos por el luto de un ser querido.

El epitafio es comunitario: en el andar de las marchas se escribe con aerosol en monumentos, muros, ventanas o pisos. “Fue el Estado”; “Ni una menos”; “¿Dónde están?”.

El llanto de una madre en busca de sus hijos se ha narrado en leyendas. Por desgracia, esa historia se ha volcado en la realidad y hoy tiene nombre y apellido. Mujeres que llegan hasta los rincones más inhóspitos con el afán de hallar algo que las lleve a saber qué fue de su familiar. Se han convertido en exhumadoras de cementerios clandestinos a los ojos de un país que no las acompaña, que las deja a la deriva. Han buscado mil y una formas para que se les escuche, pero ni los plantones ni las marchas ni los mensajes formados con prendas de sus desaparecidos han sido significativos para quienes tienen la obligación de procurarles justicia.

Son un doloroso recuerdo las imágenes de cuerpos sin identificar metidos en tráileres sin el más mínimo cuidado para su conservación. La muerte en México satura las morgues y las autoridades andan como si nada. En tanto, los familiares hacen lo que pueden y como pueden para indagar entre expedientes o para pagar análisis de ADN.

Las veladas son una forma distinta de señalar que ha sucedido otra tragedia y que el ánimo de los ciudadanos no está para guardar silencio y llorar en casa. Se convocan en redes sociales o la voz se corre por mensajes de texto. Quienes asisten llevan flores, velas, carteles, objetos personales de las víctimas y coronas fúnebres. El titilar de las luces es otra llamada de atención para el gobierno y la sociedad.

El recuento de quienes han muerto en México en los últimos años es largo y parece no tener fin. Cada vez es más común leer o escuchar sobre masacres. Pueblos o comunidades con cuerpos regados o en los que sólo se observan perforaciones en los muros por balas de alto calibre sin señales de sobrevivientes.

De manera individual se pueden nombrar a madres, padres, hijos, hijas, estudiantes, periodistas, defensores de los derechos humanos, políticos, militares, sacerdotes, policías, narcotraficantes. En “el país del dolor”, se sabe, nadie está a salvo.

El diálogo fúnebre no se agota: los dolientes se han quedado solos, contando la historia de sus muertos.

 

Kathya Millares
Editora

 

 

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