Karl Liebknecht proclamó la República Socialista Libre de Alemania (9 de noviembre de 1918), y llamó a la población a alzarse contra el nuevo Gobierno de Scheidemann. El espíritu revolucionario se extendió aún más por un país arruinado por la guerra y debilitado por el hambre, y el caos fue completo. En Berlín y otras ciudades alemanas, cientos de miles de personas dejaron el trabajo y se echaron a la calle con el objetivo de acabar con los políticos que habían conducido al país a la guerra y a la ruina.
Tan pronto como salió de la cárcel, Rosa Luxemburgo trabajó sin descanso para canalizar las fuerzas revolucionarias en la buena dirección, lo cual no era una tarea sencilla. Al contrario que Liebknecht y otros miembros de la Liga Espartaquista —el flanco izquierdo del SPD—, tenía serias dudas de que aquel fuera el momento adecuado para la revolución, porque según ella el caos era demasiado grande y la guerra había causado demasiados daños y demasiada pobreza, por lo que las fuerzas del pueblo estaban disminuidas. En sus artículos en Die Rote Fahne (la bandera roja), Luxemburgo llamaba a la población a la calma. “Queremos que la reorganización de la sociedad tenga lugar de forma pacífica”, escribió. (…)
Luxemburgo y Liebknecht no abandonaron la esperanza. En vez de huir de Berlín, “siguieron luchando con el mismo valor de siempre, y en los encuentros trataban de contrarrestar el ambiente de pogromo que se respiraba”, escribió Henriette Roland Holst, que siguió la revolución alemana con mucha atención desde Holanda. Pero también añadió: “El hecho de que aún consideraran posible el éxito de la revolución demuestra hasta qué punto se equivocaron en su evaluación de la situación”. Eso no admite discusión, pero Rosa Luxemburgo no tenía muchas opciones. Aunque no le parecía el momento más adecuado para llevar a cabo la revolución, no quería abandonar a aquellos que habían depositado su confianza en Liebknecht y en ella.
El hecho de que el alzamiento de Berlín hubiera terminado de facto el 15 de enero de 1919 no impidió que un comando de extrema derecha sacara de la cama y arrestara a Luxemburgo y Liebknecht. Los paramilitares —entre los que había antiguos soldados del káiser, quien para entonces ya se había refugiado en Holanda— llevaron a los dos activistas al hotel Eden de Berlín. “En el momento de su arresto”, escribe Henriette Roland Holst en su biografía de Luxemburgo de acuerdo con el testimonio de testigos presenciales, “la vemos tal y como la describió la señora Markussohn. Las oscuras ojeras de muchas noches en vela delatan su extenuación física, pero su determinación mental sigue intacta. Con toda calma, mete en una bolsa las cosas que piensa que va a necesitar: ropa interior, artículos de aseo y un libro”. El libro que acompañará a Rosa Luxemburgo durante su último recorrido por Berlín es el Fausto de Goethe. “Tranquila y de buen ánimo, se despide de su anfitriona y sigue a los paramilitares al coche”. En aquel momento, todavía creía que era un simple arresto y que la iban a llevar de nuevo a la prisión. En el hotel Eden, miembros de la Caballería de la Guardia liderados por Waldemar Pabst interrogan y torturan a Luxemburgo y Liebknecht antes de llevárselos por separado en coches que ya tenían preparados. “En cuanto salieron del hotel, el suboficial Runge golpeó a Luxemburgo con la culata de su fusil en la nuca”, escribe Roland Holst. “La activista se derrumba y los paramilitares la meten en el coche. Durante el viaje, todavía da, de vez en cuando, señales de vida”. “No dispare”, le dijo Rosa Luxemburgo en el coche al hombre que la apuntaba con su pistola. Esas fueron sus últimas palabras. El cuerpo lo arrojaron sin ninguna consideración al canal de Landwehr de Berlín, donde fue encontrado meses después. “Era como si no les bastara con matarla”, concluye Holst. Karl Liebknecht corrió la misma suerte.
Albert Einstein y la artista Käthe Kollwitz fundaron en Berlín la Liga Alemana de Derechos Humanos al día siguiente de los primeros rumores sobre ambos asesinatos. Una semana después, decenas de miles de personas participaron en la procesión funeraria en su honor por las calles de Berlín. (…)
Para Hannah Arendt, el asesinato de aquellos dos socialistas partidarios del pacifismo supuso un punto de inflexión en la historia, que definió como “la línea que separaba la Alemania de antes y de después de la Primera Guerra Mundial”. “Derribada con arma de fuego cuando se daba a la fuga”, decía el atestado policial, cuando era evidente que se trataba de un asesinato premeditado y, según todos los indicios, con la connivencia de Gustav Noske, ministro del SPD que había entrado a formar parte del Gobierno en diciembre de 1918 como guardián de la “orden”. La siguiente primavera (ya en 1919) asesinarían de la misma forma a cientos de revolucionarios de izquierdas —entre quienes estaban, por ejemplo, Leo Jogiches, Gustav Landauer y Walther Rathenau—, y, como escribe Arendt en su ensayo sobre Luxemburgo, todas esas muertes se justificaban con la misma declaración oficial: “Derribado con arma de fuego mientras se daba a la fuga» (…).
Los mismos que sofocaron la revuelta alemana y asesinaron a Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y tantos otros socialistas fueron los que más tarde ayudaron a Hitler a alzarse con el poder. Hitler se dirigió al electorado con los mismos lemas antisemitas y anticomunistas que se habían utilizado antes contra la Liga Espartaquista. A principios de 1919, una niña de 12 años llamada Hannah Arendt, gran admiradora de Rosa Luxemburgo, se sumó entusiasmada a las protestas civiles en las calles de Königsberg (la actual Kaliningrado). Su madre le dijo: “¡Fíjate bien, Hannah, porque este es un momento histórico!”. Los obreros de Königsberg también dejaron el trabajo para ir a escuchar a los espartaquistas que venían de Berlín a arengarlos. La madre de Hannah estaba convencida de que la Alemania destruida por la guerra podía poner en marcha un auténtico cambio, ahora que el káiser estaba exiliado en Holanda y miles de revolucionarios socialistas salían a la calle para exigir la dimisión del Gobierno. Pero la historia tomó otros derroteros.
Según Hannah Arendt, los asesinatos de Luxemburgo, Liebknecht y otros muchos socialistas le allanaron el camino a Hitler, que inició su campaña sobre las ruinas de la I Guerra Mundial, haciendo uso de la misma violencia política con que se instauró la República de Weimar. Más tarde aquellos mismos comandos que sofocaron la revuelta pasarían a ser miembros prominentes de las SA. El precio que hubo que pagar fue muy alto. Una de las frases más citadas de Rosa Luxemburgo, y título de uno de sus panfletos, Socialismo o barbarie (1915), se dirimiría en las décadas siguientes de forma trágica en favor de lo segundo. La pregunta que se hizo Arendt —si la historia tomaría otro cariz vista a través de la vida y la obra de Luxemburgo— solo se puede responder de forma afirmativa. Pero la cuestión de cuál habría sido el destino de Alemania si se hubiera consolidado la República Socialista Libre proclamada por Liebknecht queda abierta a nuestra imaginación.