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La guerra con las bandas no ha terminado

El Koki salió del radar pero no las causas de las batallas urbanas. La investigadora Verónica Zubillaga explica cómo la gestión de seguridad asumió una lógica bélica protagonizada por la ejecución extrajudicial

Verónica Zubillaga sostiene que el Estado tiene que atender las necesidades de las comunidades excluidas y emprender un proceso de reparación

 

Las redes sociales son útiles para denunciar cosas pero también sirven para otros propósitos, y los gobiernos lo saben, así como los delincuentes y los que cometen crímenes con uniforme y credencial. En Venezuela se ha vuelto frecuente que se viralicen videos de delincuentes exhibiendo su poder de fuego, y al día siguiente imágenes en las que esos mismos hombres aparecen muertos, con la etiqueta de “abatidos” encima. Es fácil constatar cómo los cuerpos de seguridad reciben elogios en los comentarios, y no necesariamente de bots o trolls en nómina, sino de ciudadanos comunes que aplauden a los oficiales por aplicar lo que la legislación venezolana no permite: la pena de muerte.

Eso ocurrió con el video reciente de una ejecución, hecho con celular por una persona oculta tras un muro, en el que se ve con claridad brutal cómo dos agentes con pasamontañas ejecutan a un joven encadenado en un barrio. Hubo más aplausos que condena. Poco después, se difundió un audio en el que un oficial explica —como si explicara cómo armar una mesa o preparar una tortilla— cómo matar a alguien sin dejar evidencia. Importante esto último, porque, por más que sea, las Naciones Unidas y las ONG están mirando. Por más que sea, hay un supuesto proceso de negociación en México por el que el régimen de Maduro quiere aliviar sanciones.

Como recuerdan Keymer Ávila y Manuel Llorens en un artículo para Caracas Chronicles, esas ejecuciones rondan las cuatro mil por año, según las cifras que a partir de fuentes oficiales maneja la oficina de la Alta Comisionada Michelle Bachelet. Claro, se sabe que estas cosas tienen historia. Que las ejecuciones extrajudiciales por “resistencia a la autoridad” han ocurrido siempre y que en la era chavista prosperaron, por ejemplo, los “grupos de exterminio” de policías en varias partes del país. Lo que sí es nuevo es la proporción de muertes a manos del Estado y el poder armado y territorial de las mayores bandas criminales y los grupos de civiles armados.

Alguien que puede explicar con detalle los patrones detrás de estos fenómenos, porque lleva años investigándolos, es Verónica Zubillaga.

De zona de paz a zona de guerra

Profesora asociada de la Universidad Simón Bolívar con un doctorado en Sociología de la universidad de Louvain en Bélgica, Zubillaga es cofundadora de la Red de Activismo e Investigación por la ConvivenciaReacin. Tiene tiempo diciendo que cuando se derrumba la capacidad del Estado para manejar la exclusión social, la conflictividad y el crecimiento de la criminalidad, el gobierno de Maduro opta por una respuesta de mano dura que termina fortaleciendo a los grupos criminales y torna al Estado en un agente fundamental de violación de derechos humanos.

Es un círculo vicioso. Un Estado que no crea oportunidades de inserción educativa y económica para los jóvenes pobres, y que estimula las economías criminales, reacciona a la criminalidad con violencia extrema. Y las bandas criminales que absorben a esos jóvenes se arman para defender sus negocios ilegales y sus territorios con más violencia extrema.

Esta investigadora ha conectado la teoría acumulada en el mundo sobre la relación entre gobiernos y grupos criminales —las muchas experiencias en América Latina de respuesta armada en nombre de la guerra contra las drogas que terminan intensificando la conflictividad y la exclusión que alimenta esa violencia— con el trabajo de campo en las comunidades, creando sus propios marcos de interpretación para nuestra realidad. De eso está lleno el libro que editó con Manuel Llorens en 2020, Dicen que están matando gente en Venezuela: violencia armada y políticas de seguridad ciudadana (Editorial Dahbar), que contiene historias de la gente que intenta sobrevivir en ese entorno de continuo sometimiento a quien lleva el rifle de asalto.

Sobre el fenómeno de las megabandas y en particular de la de alias El Koki en el suroeste de Caracas, mucha gente cree que los gobiernos chavistas armaron a las bandas para reprimir o someter a la población, y ahora no hallan cómo controlarla, y otra gente cree que estas bandas fueron armadas por la oposición para resistir al gobierno. ¿Son mitos?

Verónica Zubillaga dice que el crecimiento de las bandas es sobre todo producto de decisiones que se fueron tomando en el camino, no el producto de un plan sistemático del gobierno, y que ha ocurrido en otros países.

Las políticas de “Mano Dura” y “Mano Súper Dura” como las llamaron oficialmente en El Salvador contribuyeron al efecto no esperado de la reorganización y fortalecimiento de las maras. Y en México, la militarización de la “guerra contra el narco” estimuló actos de violencia extrema por parte de las bandas en su competencia interna o su conflicto con el Estado.

En Venezuela, luego de una reforma policial inconclusa que incluyó un proceso de consulta con la población y las expectativas truncadas de al fin tener en este país una policía respetuosa de los derechos humanos, en 2009 comienza una fase de encarcelamiento masivo con el Dispositivo Bicentenario de Seguridad. Eran los tiempos en que el general Benavides decía que “el destino de todo delincuente es la cárcel o bajo tierra”. En dos años se duplicó la población carcelaria, que alcanzó las cincuenta mil personas en 2012, y vino la pérdida de control de las prisiones, las bandas carcelarias, el nuevo vocabulario protagonizado por los “pranes”, y también la lógica económica, sumamente lucrativa, de las prisiones llenas de jóvenes que sabían que tarde o temprano llegarían a ellas y se venían preparando. “El Estado social se reduce y el Estado penal se amplía”, dice Zubillaga. “Una enorme población juvenil no tiene dónde insertarse, porque los jóvenes son los grandes huérfanos de la revolución: no hubo misiones para ellos en el período dorado de las misiones”.

Zubillaga, con su colega estadounidense Rebecca Hanson, trabaja en la tesis de que mientras en El Salvador el experimento de las zonas de paz y los pactos con las maras requirieron la participación de varios actores del sector público y privado, nacionales e internacionales y lograron la reducción coyuntural de los homicidios, en Venezuela fueron la iniciativa de un solo sector del gobierno, sin ninguna coordinación con otros sectores, y generaron oportunidades para crear alianzas entre jóvenes que se pretendía alejar de la delincuencia. Según la investigadora, “aquí se cedió la soberanía territorial a estos grupos, sin seguimiento”. Los policías seguían entrando a las zonas de paz para actividades de extorsión. A las armas que ya tenían, las bandas sumaron las que provienen de la distribución de armas que se hizo entre algunos actores en las comunidades para defender al gobierno en caso de un alzamiento, con el pretexto de la amenaza de invasión extranjera, y las que llegaron mediante el mercado negro que ofrece municiones hechas en Cavim o pertenecientes a los cuerpos policiales.

Cuando el plan de las zonas de paz fracasó y en 2015 el gobierno viró hacia la guerra con un nuevo operativo de seguridad cuyo nombre es prácticamente una declaración bélica, Operación de Liberación del Pueblo, las bandas de la zona centro-sur-oeste de Caracas crearon una alianza contra las fuerzas de seguridad. Sabían que tenían cómo defenderse.

La necropolítica: política de la muerte

La OLP se estrenó con una incursión en La Cota 905 que dejó 14 muertos y unos 200 detenidos. Luego siguió por el resto del país. “La OLP fue nefasta”, dice Zubillaga. “Dos años de policías invadiendo estas zonas, violando masivamente todo tipo de derechos. Hubo matanzas de jóvenes, robos masivos en las comunidades. Cuando en 2017 Luisa Ortega rompió con el gobierno, dijo que en 2016, el año más violento de nuestra historia, el 21 por ciento de las muertes violentas las habían causado agentes policiales. El concepto de necropolítica de Achille Mbembe me pareció más que sugerente: el mismo Estado decreta a parte de su población como enemigo interno y se dedica a matar sistemáticamente. La militarización de la seguridad, como una matriz para entender la realidad, dentro de la cual Maduro explica y activa la OLP como una forma de contrarrestar, dice él en su discurso, el paramilitarismo que atenta contra la revolución, es un claro ejemplo de necropolítica”.

En el marco del lanzamiento de la OLP se etiqueta a estas comunidades como  “corredores de la muerte”, categoría estigmatizante con la que jefes chavistas como el expolicía Freddy Bernal definen esos laberintos de ciudad informal en los que operan las alianzas de las bandas para justificar que se trata de zonas a las que hay que entrar a matar.

Ya no es aquella vieja policía que encarcelaba hombres pobres sin razón, en nombre de la ley de vagos y maleantes, ni siquiera del encarcelamiento masivo de los años previos: ahora van a ejecutar.

“Un policía me dijo que se había comenzado a eliminar porque se pensaba que las prisiones solo hacían que los delincuentes salieran de ahí más poderosos”, dice Zubillaga. En un artículo que escribió con Rebecca Hanson, Zubillaga describe este proceso como un paso del punitivismo carcelario a la matanza sistemática: el gobierno decidió que no bastaba arrojar gente en masa a cárceles hechas para castigar; ahora había que matar en masa.

La gobernanza criminal

En 2017 se hizo evidente el fracaso de las OLP para erradicar las bandas. En medio de la intensa conflictividad política de ese momento, se abrió un período de nuevos acuerdos entre sectores del gobierno y los jefes de la Cota 905. Pero esta vez, con otros funcionarios de gobierno y mayor unificación estatal, se logró forjar una cohabitación estratégica con las bandas de la zona centro-sur-oeste. “Una vez que pactaron con sectores del gobierno, dejaron de cometer crímenes espectaculares y que generan pánico social, como el secuestro, para concentrarse, con la tolerancia oficial, en actividades ilícitas que produjeron rentas importantes como el microtráfico de drogas o la extorsión. En ese contexto, el negocio floreciente del tráfico de drogas no generaba competencia entre bandas y los acuerdos con gente del gobierno también redujeron los enfrentamientos con la policía”.

Durante la gobernanza de la banda, en la Cota 905 no se permitía robar al vecino ni el abuso sexual. “Las bandas regulan su propia violencia y la vida social en las comunidades. Los vecinos te dicen que en la Cota 905 o en el 23 no te roban como sí te roban en Altamira. Por eso hablamos de gobernanzas criminales por el poder real y la capacidad de regular la vida social en sus comunidades”. Desde entonces, las bandas y los grupos armados ejercen un tipo de dominación territorial y social, como la que decían tener los colectivos en el oeste de Caracas y antes de eso las guerrillas; una gobernabilidad forjada a punta de un despotismo armado, que hoy se aplica en varias ciudades venezolanas, y en regiones valiosas para el tráfico de oro, de drogas y de personas, en sitios tan diversos como El Callao, San Antonio del Táchira o el Alto Orinoco. Han aprovechado el retiro del Estado para controlar un territorio como base de operaciones de su economía criminal y espacio de protección, es decir, como un feudo. Ahí, las bandas son un poder que actúa en asociación coyuntural, o en confrontación con agentes del Estado.

Mientras, tanto en la percepción de la gente como en las cifras, se advierte un descenso en los homicidios en Venezuela en relación con años anteriores. Pero ¿es a causa de las ejecuciones?

Verónica Zubillaga coincide en que, en efecto, desde 2017 han descendido las cifras anuales de muertes violentas, pero esta tendencia no es el producto de una política de seguridad ciudadana.

El primero de los factores es la migración, que ha extraído del país tanto dinero como jóvenes que podrían ser reclutados por las bandas. El segundo es la articulación y organización entre los grupos armados con jefaturas reconocidas, así como una racionalización de la violencia. “No es que la violencia haya desaparecido, sino que es una más organizada y dirigida. Por esto han disminuido los casos de ‘resistencia a la autoridad’, pero siguen siendo horrorosos como se ve en el video y el audio que circularon en días pasados. Los reportes internacionales de DDHH han hecho más visible la magnitud de la violencia policial en las comunidades de los sectores populares. Han contribuido a poner cierto freno, si se quiere. En vez de la OLP, hay una violencia igualmente letal, pero más apuntada como la de las FAES. Es más dirigida, no de tierra arrasada”.

Porque el colapso económico, la migración, la minería, la dolarización y el deterioro que se acumula por las sanciones, han alterado el mapa de las economías criminales. Negocios como el secuestro ya no son tan rentables, advierte Zubillaga, mientras que se pluralizan los actores armados organizados en la ciudad de Caracas: bandas libres, bandas carcelarias, grupos armados compuestos de militares o policías, o colectivos.

Mientras tanto, hay caraqueños desplazados por la violencia, zonas enteras controladas por las bandas en la costa mirandina o Paria, y una relativa, tensa y frágil calma en Petare o la Cota 905 que no sabemos cuánto puede durar.

El quiebre de los pactos

Las bandas no se conformaron. Querían más tierra. Y el pacto colapsó. “Los intentos de expansión del control territorial por parte de la banda llevaron a enfrentamientos con bandas de otros sectores que no se quisieron doblegar, como en La Vega. La continua provocación por parte del liderazgo de las bandas de la Cota produjo la ruptura de los acuerdos con el gobierno”. Y así llegamos a la situación de hoy, que favorece esas batallas de días en la Cota 905 o en Petare, o en pueblos de los llanos y de Oriente, entre fuerzas de seguridad y bandas, con armamento de guerra.

Fue el quiebre de los pactos entre las bandas y la policía lo que desembocó en la irrupción armada de la policía de julio, que arrasó con las comunidades y obligó al desplazamiento de los líderes. Por eso parece que alias El Koki está en Colombia. “Sin embargo —advierte la investigadora—, con la sola presencia policial y sin políticas sociales para atender a la población de esa zona tan golpeada, es predecible que surjan de nuevo bandas que se enfrenten entre sí. Es fundamental apoyar el trabajo de organizaciones que hacen vida en la comunidad para restituir el tejido social y otorgar oportunidades para los niños, adolescentes y jóvenes. Hay, además un gran trauma entre la población. El Estado debe pedir disculpas y reparar tanto daño causado”.

Verónica Zubillaga es clara: los factores que alimentan el círculo vicioso de rearme y enfrentamiento entre cuerpos de seguridad y bandas no han desaparecido. Y manda un mensaje que debería llegar a aquel hotel en México: “La cualidad y el horror de la violencia policial sigue allí. Por eso es urgente comenzar a pensar y a conversar sobre formas de justicia y reparación a las víctimas, punto además que actualmente forma parte de los acuerdos de entendimiento entre el gobierno y la oposición”.

 

 

 

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