La conmoción provocada por el asesinato de un menor en la localidad riojana de Lardero obliga al Gobierno a revisar la política penitenciaria con los agresores sexuales más peligrosos. Hay muchas razones para que el Ejecutivo de Pedro Sánchez asuma la responsabilidad de auditar un sistema que ha consentido el descontrol policial y quizá judicial sobre quien demostró ser un delincuente peligroso con un evidente pronóstico de reincidencia. Los progresistas de salón se escandalizan cuando oyen hablar de cárcel, castigo y, sobre todo, prisión permanente. Se empeñan en que la reinserción social es la finalidad principal de la pena, cuando la Constitución solo la configura como un principio orientador del castigo, ni más ni menos; y también lanzan denuestos contra quienes se preocupan de la peligrosidad de un delincuente que ha cumplido su condena. Es el momento de debatir con calma sobre las carencias del sistema penitenciario español, en relación con aquellos presos especialmente peligrosos, que representan, es cierto, un porcentaje pequeño sobre el total de la población carcelaria, pero muy significativo para el sentimiento de seguridad de los ciudadanos. Este sentimiento ha sido también poco respetado en el discurso de una parte de la izquierda, que lo ha asociado a posturas populistas o de extrema derecha, cometiendo así un grave error de conocimiento sobre la sociedad española.
El crimen de Lardero no permite eludir la obligación del Estado de vigilar activamente a los delincuentes sexuales con pronóstico de reincidencia. Tampoco sería algo novedoso, porque desde la reforma de 2010, con el gobierno de Rodríguez Zapatero, el Código Penal contempla la llamada libertad vigilada, medida de seguridad consistente en el seguimiento de un preso fuera de la cárcel, que ha cumplido condena, pero sigue siendo peligroso. En todo caso, habría que saber a cuántos delincuentes se está aplicando la libertad vigilada y con qué resultado. Existe también desde 2015 un Registro Central de Delincuentes Sexuales, a disposición de jueces, fiscales y policías, que expide certificados a quienes aspiran a trabajos con menores de edad. Todas son medidas posteriores a los primeros crímenes del sospechoso de Lardero.
No es razonable que la Policía no tenga información sobre la localización de estos sujetos, cuando sí la tienen, o deberían tener, los jueces. Hay una sublimación excesiva de ciertas garantías, impuestas por discursos progresistas antipunitivos que descargan en la sociedad las consecuencias de sus errores. Lo lógico es que la Guardia Civil supiera dónde residía el presunto asesino de Lardero. Tampoco este control policial resultaría novedoso, porque la Policía española sí tiene información sobre pederastas y agresores sexuales británicos que se afincan en nuestro país. Los sistemas anglosajones tienen menos consideración con los peores delincuentes y facilitan a las fuerzas policiales, incluso a los vecindarios, el conocimiento del lugar donde reside un agresor sexual excarcelado. Entre este extremo y el de la pasividad, debe haber un término medio que bien pudo haber definido el Ministerio del Interior, sin caer en los prejuicios buenistas de Instituciones Penitenciarias. Su responsabilidad política no puede nunca confundir a la opinión pública sobre quién es el único responsable de la muerte del menor de Lardero: su asesino. Pero fuera de la justicia penal, y por el protagonismo que tiene Interior en las excarcelaciones, el Gobierno está obligado a reaccionar. Y a la izquierda purista le convendría dejar de hacer experimentos sociales: hay personas incompatibles con la libertad que no deben pisar la calle.