Raúl Fuentes: Circo sin domador
«…Del Circo no queda sino un traje raído cansado descolorido».
Hanni Ossott
Que en una película los protagonistas interpreten a otros actores no es ninguna novedad. Y cuando lo hacen con sobrado dominio del oficio, como Michael Keaton y Edward Norton en la interesante, oscarizada y difícil de etiquetar Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (Alejandro González Iñárritu, 2014), involuntariamente almacena uno en su memoria diálogos y escenas que, llegado el momento, salen maquinalmente a flote para ser asociados a un acontecimiento en particular; me sucedió el pasado lunes al leer la programación pautada para conmemorar el día de la resistencia indígena efemérides concebida para pasar la página del descubrimiento y expurgar de la historia nacional el tercer viaje de Colón que contemplaba, entre otras amenidades, la presentación de un «colectivo circense» en la «Plaza de las Nubes» del Parque Nacional Waraira Repano. De inmediato, además de imaginar nefelibatas sociobolivarianos bailando «La Burriquita» entre albos cúmulos y esponjosos nimbos, rememoré lo que, mientras caminan por Broadway, Mike Shiner (Norton) dice a Riggan Thomas (Keaton). «Cada minuto nace un imbécil. Eso dijo Barnum cuando inventó el circo y nada ha cambiado. Ustedes saben que si producen basura tóxica la gente hará colas y pagará por verla».
La verdad es que se necesita ser un redomado imbécil para tragarse, digerir y creer que, Maduro dixit, «gracias al despertar de la conciencia que generó el líder de la revolución bolivariana, Hugo Chávez, el pueblo de Venezuela ha recuperado el orgullo por sus raíces originarias». Una majadería. El venezolano siempre ha sido consciente de su mestizaje. Pero, para decirlo con palabras que debemos así al menos nos los ha hecho creer Lars Saabye Christensen, autor de El hermanastro, (Halvbroren, 2001), espléndida novela versionada con acierto por la televisión noruega en miniserie emitida en 2013 a Phineas Taylor Barnum, señor indiscutible del espectáculo ambulante, timador de altos vuelos, coleccionista de fenómenos y forjador de portentos y maravillas, «lo importante no es lo que ves, sino lo que crees ver», axioma definitorio de la prestidigitación moderna que inspira a los gestores de la publicidad y propaganda oficiales, actividades en las que ha de enmarcarse la cursilería indopopulista de fray Nicolás, derivada del mito del buen salvaje y potenciada por su fanoniano síndrome del colonizado.
Hay en una abandonada glorieta de una urbanización capitalina vestigios de un monolito sin propósito que Paco Vera llamaba «monumento a la pendejada»; para que no corriera tan mala suerte toponímica, la base de la estatua de Colón fue nombrada «pedestal de la dignidad», otorgándosele a la nada un abstracto significado a ver si vislumbramos en el vacío obras que nunca se materializaron. En esa peana de la que, con base en falacias argumentativas y maniqueas interpretaciones históricas, fue desalojada violentamente la estatua del Almirante de la Mar Océana, colocaron una abominable escultura de Guaicaipuro bailando chachachá o una danza macabra de la que tal vez solo tengan noticia antropólogos egresados de universidades bolivarianas. Así, pues, con la homoerótica anatomía tan cara al fascismo y al nuevo ideal nacional, que Pedro Centeno Vallenilla prodigó en retratos de guerreros de equívoca virilidad, tenemos ahora en el antiguo Paseo Colón, rebautizado de la Resistencia Indígena, un cacique danzarín y retozón.
Si la cinta de González Iñárritu es un alarde de ilusionismo que se desarrolla en un largo, complejo y falso plano secuencia concebido para despistar al espectador y que este no perciba la edición, el régimen instaurado por Chávez y heredado por Maduro es la quintaescencia del espejismo y la realidad virtual. Delirantes proyectos que nunca serían fueron plasmados en maquetas y planos para vender un modelo imposible y un país inexistente en el que solo prosperó la magia clientelar del soborno, la dádiva y el tírame algo; de igual modo, y con farolera retórica, se propusieron, los rojos, fraguar hombres nuevos y parieron vivianes tarifados de vieja escuela que repiten consignas sin sentido que son música para oídos de papanatas que no se han dado por enterados de que el socialismo real yace bajo las piedras del Muro de Berlín y que, con voz grave, el locutor oficial presenta al país como paradigmas con las ideas intergalácticas; sostuvieron que, para edificar el paraíso, era necesario aniquilar «el infierno institucional de la IV república y su salvaje sostén capitalista», pero no pasaron de la demolición y aún no recogen los escombros. Se murió el domador, los leones escaparon y sobrevivieron los payasos que expropiaron la carpa y se enseñorearon en la pista para engolosinarnos con artimañas de malabaristas que llegaron tarareando Bella ciao y terminaron cantando «Cara al sol». Nada por aquí, nada por allá, ni siquiera pan; la basura es gratis.