Alma Delia Murillo: Confieso que he violado
Soy humana y nada humano me es ajeno.
Parafraseando a Publio Terencio, puedo entender desde el más bajo instinto para asesinar, mentir y violentar, hasta el más elevado espíritu que sólo quiere amar y cuidar cuanto conoce. En este arco infinito de lo humano caben, desde luego, las dudas. Y dudar, me parece, es lo que nos hace humanos. No saber, no sabernos, no conocer el futuro, no ser capaces siquiera de pensar nuestro cerebro con el cerebro mismo. Nos somos esencialmente desconocidos, somos una duda.
Hace tiempo que el asunto me ronda, hace tiempo que el tema se discute y se categoriza y genera sanguinarios enconos de un lado y del otro. ¿Separar a la obra del artista o no?
Las mujeres chilenas se organizaron en 2018 cuando supieron que la Comisión de Cultura de su país pretendía cambiar el nombre del aeropuerto Arturo Merino Benítez por el de Pablo Neruda. Un violador confeso no debería ser homenajeado de esa manera.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
En “Confieso que he vivido”, que desde los años setenta hasta ahora ha sido reeditada varias veces y por distintos sellos editoriales, hay un pasaje donde Pablo Neruda describe un evento del que voy a transcribir las partes que refieren el acto:
“Mi solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización. Cuando yo lo alquilé traté de saber en dónde se hallaba el excusado, que no se veía por ninguna parte (…) Lo examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro. El cubo amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido. Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba. Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda (…) Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.
La llamé sin resultado. Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme”
En 2015, refiriéndose a este mismo pasaje, la artista chilena Carla Moreno Saldías ilustró la portada de una revista con el rostro de Pablo Neruda titulando “Confieso que he violado” el imaginario número, que es de donde tomo yo la frase para titular esta columna.
Es incómodo, lo sé, pero cabe preguntarse por qué Pablo pudo violar a esa muchacha, por qué un hombre con un cargo diplomático, extranjero, blanco, educado, pudo abusar de ella con tal “naturalidad” y, encima, relatarlo embelleciendo la experiencia, convencido de que su derecho masculino era ese; tan convencido, que se atrevió a escribirlo; y tan privilegiado, que ninguna editorial, hasta ahora, se preguntó si había un cuestionamiento ético para publicarlo. Tan normalizado, que incontables intelectuales han confesado que sí, que habían leído ese pasaje, pero no habían “visto” la violación que relataba. Cuando LasTesis se preguntan por qué todas las mujeres conocemos a otra mujer que ha sufrido abusos sexuales y por qué los hombres no conocen a ninguna, dan en el clavo: porque no lo ven. Porque no ven un abuso aunque lo tengan frente a sus ojos, aunque los abusadores sean ellos mismos. Porque les parece normal.
Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.
Luego está el asunto de su hija Malva Marina, la niña que Pablo tuvo con su primera esposa, María Antonieta Hagenaar; la niña sufría de hidrocefalia. Las cartas personales donde Neruda se refiere a la niña son perturbadoras «es un ser perfectamente ridículo», diría; «una especie de punto y coma», refiriéndose a la desproporcionada cabeza de Malva; claramente un rechazo repulsivo le llena la entraña aunque intenta conciliarse con el hecho de que su hija está enferma y que mejorará… no hubo tiempo de atestiguarlo porque Pablo abandonó a María Antonieta y a Malva pues se enamoró de otra mujer, el tiempo pasó y la niña murió cuando estaba por los ocho años sin volver a saber de su padre.
Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
Con todo, la obra de Neruda me sigue pareciendo notable, hay poemas suyos que alcanzan para mí, un grado de perfección estilístico que brilla y eso me jode porque me enfrenta a una verdad llana pero necesaria y adulta: los poetas pueden ser extraordinarios poetas y miserables seres humanos que violan mujeres, que abandonan a sus hijas y que no encuentran falta en ello.
Pienso también, que la cancelación de la obra sería contraproducente, que abonaría a seguir en el silencio. No estaríamos hablando de esto si la obra de Neruda no siguiera publicándose y siendo leída por sus propios méritos.
Lo que sí me ocurre es que la admiración desaparece; reconozco la calidad de la obra pero ya no admiro, ¿de qué sirve el culto al autor?, ¿cuántos desencantos y golpes de realidad nos hemos llevado por seguir alimentando esa cultura de culto tan masculinamente promovida? Ser un rockstar de la literatura, de la política, del fútbol…
La admiración totémica, patriarcal, sigue dictando más rumbo del que estamos dispuestos a reconocer.
Y estoy absolutamente de acuerdo con que ponerle el nombre del poeta a un aeropuerto en su país, a la luz del presente, resulta ofensivo. Pienso también que si nos asomamos a la calidad moral de la vida de próceres y afamados señores que titulan calles, avenidas, monumentos, estadios y cuanta cosa… veríamos derrumbarse la mitad de ellos.
Vuelvo a mi duda inicial. ¿Seguir leyendo o no a Neruda?, que cada quien decida. Porque no se equivoquen, las mujeres no somos enemigas de la literatura como dijo don Vargas Llosa, somos enemigas del silencio; y queremos que una violación se llame violación. Y que se sepa sin importar si quien la cometió guarda un premio Nobel en su haber o cinco premios Goya o tres Oscar o un Ariel o el galardón prestigioso de la revista cultural del momento o la beca de creador más oficial del Estado.
Que los poetas sigan escribiendo, que su obra siga siendo enorme, que los lectores se conmuevan o no con sus versos pero que sepan, sí —sobre todo si el propio poeta lo ha confesado, que han sido capaces de violar a una mujer.
Que qué cansado, que qué aburrido, que si las mujeres no tienen otro tema… acostúmbrense, estas historias apenas están empezando a contarse; llevábamos milenios en silencio.
Y es que —parafraseando al poeta— ocurre que nosotras, las de entonces, ya no somos las mismas. Y vamos a seguir hablando por esa muchacha en Ceilán, por las miles como ella.
Cómo no entender esa pancarta que levantan incontables mujeres chilenas en las marchas: Neruda, cállate tú.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
Cómo no iba a ser Vargas Llosa quien dijera semejante sandez…