Así se titula un libro recientemente publicado por Alejandro Peña Esclusa que continúa la saga de El Foro de Sao Paulo, Una amenaza continental, en el que se presentan en forma sucinta algunos tópicos de la guerra cultural, como maltusianismo, revolución sexual, teología de la liberación, indigenismo, ecologismo, narcotráfico, pacifismo, relativismo, ideología de género, brujería, satanismo, entre otros.
La alianza celebrada entre Fidel Castro y Lula Da Silva en julio de 1990 no significa la renuncia para el primero de la lucha armada ni para el segundo de la lucha electoral sino que es la encarnación de la “combinación de todas las formas de lucha”, una consigna aireada por la izquierda durante décadas y que encuentra aquí su más acabada expresión.
Vista la derrota de las insurrecciones armadas en todo el continente, con la única excepción de Nicaragua, el énfasis se desplazó hacia la vía electoral, procurando conquistar el poder utilizando las instituciones democráticas para luego destruir el sistema desde adentro.
En cualquier caso queda claro que la toma del poder no es solo un acto de fuerza sino que implica también darle relevancia al tema del consentimiento de la población, lo que los norteamericanos llaman “la conquista de los corazones”, para lograr más allá del mero consenso la colaboración activa de sectores claves de la sociedad que se pretende dominar.
Antonio Gramsci se considera como el precursor de la guerra cultural; primero dirigente del Partido Socialista, fundó después el Partido Comunista Italiano y su órgano oficial, el diario L´Unitá, por cierto, el nombre que adoptó en Venezuela la izquierda vegetariana, en oposición a la izquierda carnívora, que es estalinista o castrista, que viene a ser lo mismo.
Para Gramsci la revolución es imposible sin lograr previamente una victoria cultural, si no se consigue una “hegemonía” que es la dirección intelectual y moral de la sociedad civil; y sólo después se tomaría el poder del Estado, la sociedad política, que es la dictadura, tal cual como un guante de seda reviste una mano de hierro.
Irónicamente el modelo que sigue Gramsci para desarrollar su visión es la Iglesia Católica, en la que admira sobre todo la influencia moral y poder espiritual que tiene sobre el pueblo, lo que aspira ganar para el Partido Comunista que debe ser como una Iglesia y su doctrina como una religión, pero no trascendente sino inmanente, centrada no en Dios sino en el hombre, sin objeto espiritual sino material, con sus miras no en el cielo sino en la tierra.
Esta concepción tiene graves consecuencias prácticas, porque la atención se desvía de la estructura económica de la sociedad hacia la superestructura ideológica, juntas constituyen otro concepto esencial, el “bloque histórico”; pero su análisis, como del rol que Gramsci atribuye a los intelectuales, nos llevaría demasiado lejos.
Interesa destacar que la hegemonía no es sólo comunicacional, como se hizo popular en Venezuela, sino que comprende a los llamados aparatos ideológicos del Estado, que incluye al sistema educativo, desde preescolar a la universidad, las organizaciones culturales, desde orquestas, como recién hemos visto, teatro, cine, museos, artes plásticas, literatura, sea narrativa, poesía, ensayo, religión, sea católica, evangélica, incluso la santería; el folklore, la culinaria y cualquier otra forma de expresión humana, sobre todas, el lenguaje.
Esta concepción tan amplia de la lucha cultural representa un inquietante desafío para los amantes de la libertad porque, en general, los comunistas arrancan con ventaja; aun siendo pocos, son una élite de revolucionarios profesionales, están organizados, actúan con una disciplina estricta y tienen planes, aunque sean estrambóticos, dan una guía para la acción; en cambio los liberales andan cada uno por su lado, ocupándose de sus propios asuntos, sin observar lo que hacen los demás y cuando se dan cuenta, ya están rodeados.
Otro desafío no menos grave lo podríamos llamar la “impermeabilidad ideológica” de los izquierdistas, que son completamente refractarios no sólo a los argumentos racionales sino al testimonio de la realidad. No afectan para nada los desastres que están a la vista en Cuba, Nicaragua, Venezuela, al empeño por hacer lo mismo en Colombia, Perú, Chile o cualquier país, aunque estén en mucha mejor situación que aquellos.
Es inevitable reconocer que la izquierda ha logrado un predominio cultural a través de una lucha tenaz y persistente. A cualquier persona que se le pregunte por un poeta seguro le vendrá a la mente Pablo Neruda, un escritor García Márquez, un pintor Pablo Picasso, no es casual que todos sean militantes comunistas, como que la izquierda se movilizó para que no le dieran el premio Nobel a Jorge Luis Borges, alegando que era un escritor de derecha.
A las preguntas del siglo: ¿Por qué no les ganamos? ¿Qué estamos haciendo mal?¿Qué no estamos haciendo? ¿Por dónde comenzar? Ya respondió Juan Pablo II: “No tengáis miedo.” Este es el resorte, el principio activo de la tiranía. Hace siglos escribió Montesquieu: “Como la virtud en una República y el honor en una monarquía, es necesario el temor en un gobierno despótico; pero en esta clase de gobierno la virtud no es necesaria y el honor hasta sería peligroso.”
Carlos Marx se burlaba de los idealistas diciendo que eran personas que querían aprender a nadar antes de aventurarse en el agua. En efecto, no se puede esperar a tener todas las condiciones necesarias, “el músculo” dicen ahora, para emprender la lucha sino que estas se van creando en el camino: La única manera de transformar la realidad es transformándola.
Es un hecho palmario e incontrovertible que el auge revolucionario en toda nuestra región es promovido, asesorado, financiado y patrocinado desde Europa y Estados Unidos por instituciones públicas y privadas, que por muy disímiles motivos encuentran prometedor y provechoso el conflicto interno y la desintegración de nuestros países.
¿Cómo podríamos cambiar esto, que está completamente fuera de nuestro alcance? Hay que hacer la tarea: En un mundo roto y desordenado lo imperativo lo dicen los judíos con una bella expresión, Ticún Olam, que significa “reparar el mundo”. Para nuestros efectos puede interpretarse como volver a ponerlo sobre sus pies. Visto que Marx reconocía el idealismo pero “poniéndolo de cabeza”, o sea, postulando ese mundo al revés, que tanto aborrecemos.
Esto es tan simple como advertir que la derecha es la diestra y la izquierda es la siniestra; mejor ser sabio que ignorante, educado que regodearse en la vulgaridad, el noble venerable como el villano despreciable, ser rico es bueno y pobre malo, hay que ir al meollo de la falacia marxista: unos no son opresores ni los otros oprimidos.
Solamente una fe inquebrantable, una muy arraigada firmeza en los principios, una sólida disposición para la lucha y el sacrificio, pueden enfrentar y revertir una situación que luce desesperada. La buena noticia es que todos los días y cada vez con más frecuencia vemos aparecer esa disposición primero en cientos, luego en miles, quizás pronto sean millones los compatriotas que despiertan a esta cruda realidad y se disponen a hacer lo que es necesario.
Vemos ejemplos notables en la comunidad de Madrid, Argentina, Chile, que cuando se confronta a este enemigo sin miedo y sin complejos, se le derrota.
La disolución del régimen castrista puede explicarse como la pérdida de su hegemonía.