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Gehard Cartay Ramírez: El chavomadurismo, una mayoría ficticia

 

Al contrario de lo que mucha gente piensa, el chavismo -y ahora su vertiente madurista- nunca han sido la mayoría que pregonan ser.

No lo fue en sus mejores momentos políticos y electorales y, desde luego, menos lo es hoy cuando se ha convertido en una evidente minoría, aun cuando se encuentre en ejercicio pleno del poder. Los últimos actos electorales (2018, 2020 y 2021) lo evidencian sin ninguna duda.

Por ejemplo, y a propósito del evento del pasado domingo 21 de noviembre, existe un dato muy ilustrativo al respecto: en 1998, Chávez ganó con 3.673.885 de votos y en 2000 obtuvo 3.757.772 sufragios, alrededor del 30% de un total de 11 millones de electores. 22 años después, el chavismo acaba de lograr una suma parecida: 3.722.656 votos, es decir, el 17% de 21 millones de electores que supuestamente existen ahora.

La verdad es que los hechos han demostrado que esa supuesta mayoría que alegaron ser durante mucho tiempo siempre se sostuvo sobre bases falsas.

Comencemos analizando el proceso electoral que los llevó al poder en 1998. Aquellas elecciones las ganó el teniente coronel Hugo Chávez Frías, pero apenas obtuvo el apoyo del 33,40% del total del registro electoral, mientras que la abstención alcanzó el 40,60% y la votación opositora el 27,80%. A este respecto resulta muy interesante advertir que anteriormente hubo candidatos presidenciales triunfadores que alcanzaron votaciones superiores a las de Chávez en 1998 e incluso en 2000. Fueron los casos de CAP y Lusinchi, quienes resultaron elegidos en procesos comiciales donde –además– la abstención fue baja: 12,25% en 1983 y 18,08% en 1988 y el Registro Electoral tenía menos electores. En cambio, Chávez fue electo y reelecto en procesos caracterizados por altos niveles de abstención: 40,60% en 1998 y 43,69% en 2000, por citar apenas dos elecciones presidenciales no contaminadas aún por las reiteradas irregularidades que se han producido desde entonces.

Otro dato interesante se encuentra al analizar los resultados de las elecciones regionales, celebradas en noviembre de 1998, apenas un mes antes de los comicios presidenciales. Entonces el chavismo sólo ganó la Gobernación de Barinas, mientras que AD obtuvo siete, Copei cuatro y muy extrañas alianzas partidistas lograron la victoria en los demás estados.

Sin embargo, Chávez y su camarilla actuaron desde 1999 como si las suyas hubieran sido unas victorias absolutas y sin precedentes. Por eso mismo, su estrategia, a muy corto plazo, fue desde el principio la de copar todas las instancias del poder y obtener su control absoluto, algo que durante los 40 años anteriores ningún presidente pretendió hacer.

Como puede colegirse, las votaciones obtenidas en 1998, 1999 y 2000 no constituyeron una mayoría aplastante que, si hubiera sido el caso –y no lo fue–, autorizara al ganador a conducir una revolución basada en esquemas totalitarios y excluyentes. Porque ese no fue el mandato que le dio una mayoría simple a Chávez en 1998. El mandato fue más concreto: mejorar la calidad de vida de los venezolanos, continuar su ascenso económico y social y consolidar la democracia como sistema político. Veintidós años después, Venezuela está peor en todo sentido.

La elección de la Constituyente en 1999 tuvo aspectos desconcertantes. Entonces el oficialismo eligió 121 constituyentes con el 25% de los votos. En cambio, la oposición obtuvo sólo ocho constituyentes con el 20% de los sufragios. El famoso “Kino chavista” utilizado en tal ocasión permitió esta suerte de prestidigitación electoral. Y no sólo eso: la Constitución sometida a referendo sólo fue aprobada por 32,20% de los electores en la consulta celebrada el 15 de diciembre de 1999, en medio de una abstención histórica del 56,60%.

Hay otro dato muy revelador: el 30 de julio de 2000, cuando se efectuaron las elecciones para “relegitimar” al presidente, diputados, gobernadores y alcaldes, Chávez aumentó su votación de 1998 en apenas 84.088 votos, en medio de una significativa abstención del 43,80%. Y sólo había transcurrido un año y seis meses desde su llegada al poder, es decir, disfrutaba aún la “luna de miel” de cualquier gobernante en sus inicios. El CNE que dirigió aquel proceso todavía no había sido dominado totalmente por el régimen, como ha ocurrido con todos los que vendrían después.

Con posterioridad casi todos los procesos electorales han sido afectados por un fraude sistémico que implica el uso de los recursos del Estado venezolano para beneficiar a los candidatos del régimen; un registro electoral inflado y no confiable; sistemas irregulares de escrutinios de votos y, lo peor de todo, un árbitro electoral que siempre favorece al régimen, aparte de reiterados fraudes a la Constitución y las leyes.

Resulta obvio que muy poca credibilidad pueden merecer los resultados electorales posteriores al año 2000. Así, por ejemplo, sucede con el referendo revocatorio del 2004, solicitado dos años antes por la oposición y saboteado descaradamente por el régimen. Al final, el CNE lo convirtió en un plebiscito, violando el artículo 72 de la Constitución, y todo ello para favorecer a Chávez.

Las elecciones presidenciales de 2006 también estuvieron signadas por graves anomalías. Sus propios resultados oficiales, anunciados por el CNE cuatro meses después, así lo sugieren: extrañamente, el registro electoral entonces creció de manera ilógica; Chávez duplicó su votación del año 2000; la abstención bajó misteriosamente del 43,80% de los comicios de 2000 al 25%, contrariando su tendencia histórica en aumento; y los votos nulos terminaron casi esfumados.

Así las cosas, el lector coincidirá conmigo en que los demás procesos electorales realizados hasta hoy también han sido contaminados por prácticas anormales. Tal vez hay dos de ellos que deberían analizarse, a pesar de que en ambos la oposición logró la mayoría. Uno es el plebiscito consultivo de 2007, que perdió Chávez por un punto, según las cifras oficiales e “irreversibles” del CNE, publicadas en un único boletín, cuando aún faltaban por contabilizarse cerca de dos millones de votos.

El otro hecho fue el rotundo triunfo de la oposición unida en las parlamentarias de 2015. ¿Fue un descuido del CNE chavomadurista de entonces, por lo complejo del sistema de asignaciones? Probablemente. Pero ese “error” fue corregido a través del Tribunal Supremo del régimen, que, inmediatamente, “anuló” la elección de los diputados de Amazonas para despojar a la oposición de sus dos terceras partes, y luego se dedicó a acosar y declarar “en desacato” a la nueva Asamblea Nacional, “revocando” todos sus actos legislativos.

Con estos antecedentes, ¿valdrá la pena analizar las elecciones presidenciales de 2012, 2013 y 2018 o las parlamentarias de 2020 y las regionales de 2021, todas ellas plagadas de irregularidades y sospechas de fraude? En 2013 la diferencia entre Maduro y Capriles fue apenas de un punto, lo cual es sumamente revelador de lo que ocurrió entonces. Las de 2018 fueron ganadas abrumadoramente por la abstención, mientras el CNE adjudicaba otra vez el triunfo a Maduro -que obtuvo una pírrica votación- y su oponente Falcón hacía graves denuncias de fraude, aunque luego se sumió en un mutismo sospechoso. Las parlamentarias de 2020 fueron aún más solitarias por la altísima abstención y las de 2021 también.

 

 

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