El Bolívar de Carlos Malamud
El culto a Bolívar ha sido desde 1870, bajo la dictadura del general Antonio Guzmán Blanco, no solo una engañifa autoritaria y militarista, sino también una especie de misticismo moral que ha envenenado durante mucho más de un siglo nuestra idea de la República, de la política y del ciudadano.
Por todo lo que sabemos, Simón Bolívar era chaparrito: medía un metro sesenta y pico de estatura. Cinco pies, ocho pulgadas.
Sin embargo, un afiche que todo miembro de mi generación recuerda de sus días de escuela elemental mostraba a un Bolívar de un metro noventa en la misma pose del célebre cartel de reclutamiento del Tío Sam.
Ceñudo, en uniforme de generalísimo, con un puño sobre los mapas del mesón de campaña nos increpaba señalándonos con el índice: “Yo la hice libre, hazla tú próspera. Consume lo que tu Venezuela produce, ¡compra venezolano!”
Soberbio e imponente, aquel Bolívar, precursor de Raúl Prebisch y la Comisión Económica para América Latina, empapeló el paisaje urbano y rural de Venezuela a comienzos de los años sesenta del siglo pasado. Desde el palacio de Miraflores hasta la última pulpería del cajón del Arauca: Bolívar partidario de la política de industrialización y sustitución de importaciones para América Latina; Bolívar, “desarrollista” avant la lettre.
El pasado moral
Los promotores de aquel anacronismo eran influyentes empresarios criollos que abogaban por aranceles proteccionistas, créditos blandos, exenciones tributarias y subsidios a los precios al consumidor. Eran, como lo han sido muchísimos venezolanos durante del último siglo, astutos cazadores de la renta del petroestado. El extravagante afiche que concibieron no era, sin embargo, un extravío de la norma en el país de lo que el desaparecido Luis Castro Leiva, penetrante historiador venezolano de las ideas, llamó “teología bolivariana”.
El culto a la figura de Bolívar ha sido, desde su concepción, allá por 1870, bajo la dictadura del general Antonio Guzmán Blanco, no solo una engañifa autoritaria y militarista, sino también, para mal nuestro, una especie de misticismo moral que ha envenenado durante mucho más de un siglo nuestra idea de la República, de la política y del ciudadano.
Castro Leiva mostró cómo la rumia de la biografía ejemplar de Simón Bolívar ha sido la única filosofía política que los venezolanos hemos sido capaces de discurrir en casi dos siglos de vida independiente. Esa ‘filosofía’ solo ha servido para alentar el uso político del pasado.
Teología del siglo XXI
Hugo Chávez se propuso servirse políticamente de la teología bolivariana y no hay duda de que encontró solución al superlativo problema que, desde siempre, tuvo la izquierda latinoamericana a la hora de apropiarse de la figura de Bolívar, secular objeto de culto de la derecha conservadora, católica y militarista.
En su empeño, llegó a oficiar personalmente como presentador y comentarista, en julio de 2010, un escalofriante rito necrológico, al exhumar en horario estelar de televisión el cadáver de Bolívar y someterlo a una batería de exámenes de patología forense.
Su propósito era autenticar la identidad del cadáver y establecer si había sido o no envenenado en 1830 por órdenes del prócer colombiano Francisco de Paula Santander, prefiguración, según el chavismo, de Álvaro Uribe Vélez.
Aunque el espectrógrafo de masas no mostró trazas de arsénico en el tejido óseo, la grotesca pantomima de medicina legal sirvió de pretexto a la espectacular transfiguración del aquilino y vascongado rostro de Bolívar al rostro increíblemente parecido al propio Chávez que figura en los ya inservibles billetes de 500 bolívares.
Culto a Bolívar
Nada de esto era siquiera imaginable hace un cuarto de siglo, cuando el bolivarianismo de Chávez apenas comenzaba su andadura electoral en el hinterland venezolano. No se piense que la manipulación del pasado histórico se limitó a las representaciones y simbolizaciones venezolanas.
«El gran éxito del proyecto chavista fue su profunda implantación en el resto de América Latina, incluso en aquellos países donde la figura del Libertador había sido marginal o inexistente, como Argentina o Brasil. De este modo el “culto a Bolívar” se expandió por todo el continente».
Son palabras del argentino Carlos Malamud, eximio historiador de América Latina, extraídas de su libro más reciente, “El sueño de Bolívar y la manipulación bolivariana: falsificación de la historia e integración en América Latina” ( Alianza, 2021).
Uno de los tópicos del culto, sublimizado al máximo por Chávez, sus propagandistas y sus académicos internacionales hasta convertirlo en santo y seña de los populismos “progre” del continente, propone a Bolívar como remoto precursor intelectual de la integración latinoamericana.
Suena a escarpado y monográfico, ¿verdad? Asunto de historia de las ideas o de historiografía independentista. Malamud, sin embargo, hace de todo ello y sus consecuencias para nuestra actualidad un libro de lectura fascinante.
¿Qué relación puede haber, por ejemplo, entre la Carta de Jamaica—controvertido texto escrito por Bolívar en 1815 y sacralizado como documento seminal del ALBA y del Unasur— y la escola de samba “Unidos do Vila Isabel” que con una enorme carroza alegórica de Bolívar y agitando banderas venezolanas al son de un tema de Caetano Veloso, cantado en portuñol, ganó la competición entre todas las escuelas del sambódromo en el Carnaval de Río 2006?
Populismo bolivariano
La respuesta de Malamud no se limita a impartir que, según algunas fuentes, Petróleos de Venezuela (Pdvsa) habría pagado a la agrupación sambista 450.000 dólares, generoso aporte de la petrodiplomacia bolivariana, sino que desarrolla una frondosa y persuasiva exposición al cabo de la cual el lector de hoy puede defenderse mejor de la sicodelia populista bolivariana y sus epígonos internacionales.
Este libro desbarata la dañina presunción de que los problemas de nuestra parte del mundo se resolverán solo cuando sus naciones terminen la obra antiimperialista y protosocialista que Bolívar dejó inconclusa.
Su exégesis de los textos fundamentales bolivarianos –Manifiesto de Cartagena, Carta de Jamaica, discurso de Angostura, etc— disipa el engaño de que “Latinoamérica no se ha integrado porque el imperialismo yanqui y las élites conservadoras no la dejan”.
El núcleo de su argumentación resalta cuán falso es afirmar que Bolívar concebía como fin último no la independencia de su país sino la integración latinoamericana.
«Se trata de un relato que ha servido de sustento teórico para impulsar el ALBA (Alianza Bolivariana de Nuestra América) y otras empresas semejantes, como UNASUR y la CELAC, ha sido una recreación ex post, libre e interesada, del pensamiento y la práctica política y militar del Libertador».
Malamud nos recuerda que ningún europeo piensa en Napoleón, Bismarck o algún destacado emperador romano como los grandes precursores de la integración regional. Es muy diferente lo que ocurre con el culto Bolívar y otros próceres de la emancipación latinoamericana
¿Por qué América Latina no tiene sus Jean Monnet , Robert Schuman, Konrad Adenauer o Alcide de Gasperi; en fin, figuras contemporáneas que mostrar como precursores, no ya de la Patria Grande, sino de algo más verdadero y tecnocrático, desde luego menos heroico, sin dejar de ser complejo, como es la cesión de soberanías parciales ?
En su respuesta Malamud ofrece, de paso, una exquisita recensión de la más actual historiografía latinoamericana.