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Ricardo Bada – Luigi Pirandello († 10.12.1936)

El 10.5.1921, en el teatro Valle de la dizque Ciudad Eterna, se estrenó Seis personajes en busca de un autor, de Pirandello, en medio de un escándalo inenarrable. Pero sólo cuatro meses después, el 21.9., en el teatro Manzoni de Milán, la compañía de Dario Niccodemi volvió a representarla sin una sola protesta, enmedio de un silencio acongojado y sobrecogedor. Y el teatro universal se enriqueció con una obra maestra, insuperada hasta la fecha. Alguien que sabía tanto de teatro como Bernard Shaw, la consideraba la más original y poderosa de todos los tiempos.

Debe de ser cierto, porque pese a que han transcurrido 100 años, cada vez que asisto a su puesta en escena (Seis personajes en busca de un autor debe ser el drama que más veces he visto en mi vida, siempre en alemán, eso sí) vuelvo a sentir el espeluzno del misterio cuando los seis personajes avanzan por la platea y van subiendo al escenario. Hay autores que, ellos sí, escriben para la eternidad. Ante el dilema de tener que elegir qué novela me gustaría haber escrito, mi respuesta sería: El difunto Matías Pascal, de Pirandello.

Adoro su obra desde que la descubrí, allá por 1955, y con el poco dinero de que disponía, una de las primeras grandes inversiones que hice en mi vida fue adquirir el tomo primero de sus obras completas, el que reúne su teatro, al que vuelvo una y otra vez. Y en el prólogo de aquel tomo se citaba el testamento de Pirandello y ese texto se me quedó grabado en la memoria, en la parte más inrayable de su disco duro.

Aquí y ahora, con motivo del 85.º aniversario de la muerte del Nobel 1934, y con mi profundo agradecimiento a Guillermo Angulo, quien me desasnó y alertó acerca de un par de trampas en el original italiano, les dejo dicho texto, que alguien que tuvo la suerte de ver el manuscrito, dijo que estaba escrito «con grafía sutil y armoniosa, inclinada a la derecha»:

«Mi última voluntad a respetar: I. Que mi muerte pase en silencio. A los amigos, a los enemigos, el ruego de que no hablen de mí en los diarios, que ni siquiera lo intenten. Ni esquelas ni participaciones. II. Muerto, no se me vista. Que me envuelvan, desnudo, en una sábana. Y nada de flores sobre el lecho, y ningún cirio encendido. III. Carroza fúnebre de ínfima categoría, como la de los pobres. Sin adornos. Y que nadie me acompañe: ni parientes, ni amigos. La carroza, el caballo, el cochero y basta. IV. Incinérenme. Y que mi cuerpo sea dispersado, apenas haya ardido, porque nada, ni siquiera las cenizas, quiero que de mí quede. Pero si esto no se puede hacer, que la urna funeraria sea llevada a Sicilia y emparedada entre toscas piedras de la campiña de Agrigento, donde nací».

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