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Canetti, aquella Europa

El tren se paró en Russe, a orillas del Danubio, entre Rumanía y Bulgaria. Íbamos en un viaje por tierra hasta el Cáucaso. Me acordé de Elías Canetti, de sus libros de memorias,  el primero La lengua absuelta, donde habla de su infancia en Russe. Cuando amaba tanto las palabras que un día se cabreó mucho porque su prima no le dejó ver un cuaderno donde apuntaba palabras. Y cuando deseaba intensamente conocer la lengua secreta en que se comunicaban sus padres cuando querían estar solos, que era el alemán.

En la estación de Russe entraron en el tren los burócratas para mirar con dedicación los papeles. Se pusieron a mirar si Consuelo podía pasar. Les dije que era solo un tránsito. Pero incluso para tránsito había que mirar bien los papeles. Y el Danubio que negaba los papeles, que recorría toda Europa. El Danubio del agua y de los sueños. El Danubio de Claudio Magrís y de montones de escritores europeos de mil maneras. Escritores que bebían de muchos modos en sus aguas fertilizantes.

El tren también era un río, un río de irrealidad y de comunicaciones, la esencia del viaje y del desplazarse. De las visiones y del hablar con todos fugazmente. Pero también subían burócratas a los trenes. Íbamos en un tren desde Bucarest a Estambul, en medio de un viaje por tierra desde Madrid hasta Yerevan. Conocimos a un trotamundos que se llamaba Antonio, viajaba con su mujer, su hija y su suegra. Antonio se burló de aquel tren, lo comparó con los españoles, dijo que era como los de España en los años sesenta. Pero a mí me gustaba más ese tren que los AVE españoles para ricos, con ese diseño frío, con ese encierro hermético en una cápsula, aislados del mundo, como la pesadilla de aire acondicionado de Henry Miller.

En la estación de Russe recordé aquel viaje por el Danubio que Canetti cuenta en La antorcha al oído, cuando fue desde Viena a Russe para recordar su infancia. Cuando todos querían que fuese médico y él se puso a estudiar Química porque en realidad lo que quería era ser escritor. Cuando todos sus familiares estaban haciendo las maletas en el fin de una época para escapar de los nazis y marcharse a Palestina. Cuando se encontró a su prima que cuando era niño le robaba las palabras hecha una tirana y una furia sin comprensión. El Danubio era un tren entonces lleno de sugestión que simbolizaba todo lo que era fluido y cambiante en Europa, toda la personalidad variada y onírica de Europa. Cuando aún no existía esta cruzada moderna contra todo lo que es sugestivo y tiene encanto.

En la estación de Russe Consuelo pensaba si la dejarían pasar. Estábamos entre dos países, con el rollo de los papeles, de los visados, de los permisos. La gente se ha convertido en papeles. Qué digo, en datos de ordenador, mucho peor. Al final la dejaron pasar y lo celebramos levantando las cervezas en el vagón

Y me acordé de Canetti, que traspasó las fronteras. Canetti estuvo en sus libros, en su cultura libre como el sueño. Tenía un nombre español, pero nació en Bulgaria, se hizo adulto en Viena, despertó en Berlín y llegó a la madurez en Londres. Y escuchó voces en Marraquech. Y se puso de frac en Estocolmo y resistió a los periodistas en Zúrich. Y, como dice Muchnik, todo su mundo eran los libros.

En la estación de Russe pensé que el protagonista de su Auto de fe vivía en una casa llena de libros, y peleaba a muerte con su criada. Tenía relaciones sexuales con ella de algún modo, pero la criada desconfiaba de los libros. Y al final se los quema todos. El pobre hombre que se libera en sus libros se encuentra en un mundo donde los libros son cenizas. Igual que cuando los intolerantes nazis quemaron libros en las plazas.

En la estación de Russe recordé sus memorias. La lengua absuelta, La antorcha al oído, El juego de ojos. Canetti vivía en los libros, fuera de los países. Vivía en Berlín o en Londres, en Zúrich. Conocía a Freud, a Karl Kraus, a Bertolt Brecht, a Mahler. Vivía en la Viena del imperio austrohúngaro que era una superación de los países. Una superación literaria de las fronteras, con unos emperadores familiares que iban a refrescarse al mar en Trieste. En aquella Viena donde manó como un géiser la cultura europea en el fin de una época, cuya crónica hizo Stefan Zweig en El mundo de ayer.

En la estación de Russe me acordaba de cuando encontró a los grandes escritores, a los pensadores sin fronteras en Viena, en Berlín. Todos aquellos que trajeron lo más sorprendente de la época moderna. Y él sin hacer aspavientos, con su bigote de Nietzsche escondido, reflexionaba sobre ellos. Ya reflexionaba de niño junto al Danubio en Russe.

Recordé que a lo largo de años pergeñó su teoría de las masas en Masa y poder. Había unas masas que son un desafío inconsciente al poder. Y otras que son la manifestación del poder que se mete por todas partes y lo despersonaliza todo. Las personas pierden su personalidad al meterse en ese gregarismo. Se metamorfosean, se vuelven kafkianas y ciegas. A Canetti le fascina la masa y la teme. Lo alucinan las multitudes de los cuadros de Brueghel, pero se mantiene al margen porque lee libros. Se mete en los libros en sus sucesivos despachos (su vida fue una sucesión de despachos) y resiste los embates de la ignorancia.

Estaba en la estación de Russe junto al Danubio y soñaba con Europa. Y esperaba que los burócratas nos dejaran pasar a Consuelo y a mí. Y al final pudimos pasar. Había unos jovencitos suecos en nuestro vagón y se alegraron de que pudiéramos pasar por Bulgaria. Y levantamos las cervezas en el aire.

 

 

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