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Murillo: De alegrías y strawberry fields

Mi abuela tenía una carcajada como de mar agitado, inconcebible en un cuerpo tan pequeño.

Mi madre se ríe y deja sin terminar las frases porque se va quedando sin aire, mi hermana Paz y yo puestas en modo ataque de risa podemos ahuyentar multitudes.

Recuerdo una pregunta determinante en una de mis primeras sesiones de análisis, mi terapeuta quiso saber cuál consideraba la enseñanza fundamental en mi formación y yo respondí sin dudarlo: la alegría.

La alegría de mi madre fue tabla de salvación para ocho hermanos que crecimos en una familia marcada por muertes, accidentes, pobreza, hambre y rezago.

En medio de todo aquello, lo del regalo del Día de Reyes Magos era siempre un tema, resultaba difícil que esa madre tuviera presupuesto para comprar juguetes a tantos hijos; así que lo mejor que podía pasar era que el 6 de enero cayera entre semana, un día de amanecer en el colegio internado porque entonces seguro había regalo para todos: se trataba siempre de un regalo estándar, uniforme, el mismo para cada niña, el mismo para cada niño, para algunos poco memorable. Pero yo me enamoré de una muñeca con aroma a fresa que se llamaba —cómo no— Rosita Fresita. Cuando la saqué de su caja nueva, radiante, pelirroja, con ese olor a bienestar falso y a paraíso infantil, sentí, primero, un golpe de amor total y luego unas irrefrenables ganas de morderla, aquel cuerpo redondeado tenía que saber a caramelo. Ese aroma penetrante estimulaba intensamente las papilas gustativas de una niña de nueve años y la mordí.

Sabía espantoso.

Entonces me cayó un regaño legendario de una de las prefectas —también pelirroja y mucho menos bonita que mi muñeca nueva— porque encontró perturbadora mi reacción instintiva de morderla.

Lo de siempre: fuimos a la oficina directiva y vino el largo interrogatorio, el problema eran mis antecedentes de comer hojas de los árboles, chupar monedas de mil pesos con Sor Juana en relieve, hacer agujeros en la pared para comer tabique, romper las tazas de barro para roer un pedazo.

Enfermedad de la pica, se llama. El cuerpo registra la deficiencia de hierro o algún otro mineral en la sangre y no se pregunta si el acabado de la pared tiene buen retrogusto o la moneda de Sor Juana marida bien con el frutsi de uva, es un impulso, un acto impensado.

Me entregaron ese aterrador papelito que decía “CITATORIO” en altas y negritas con tipografía de registro de antecedentes penales y que convocaba la presencia de mi madre. Mi madre vino el siguiente lunes, escuchamos muy atentas el discurso de la subdirectora, luego fuimos a la enfermería donde por enésima vez me pesaron y midieron y después me suspendieron a modo de castigo (!), mandándome a mi casa una semana.

Creí que mi madre se pondría furiosa, me recuerdo apretando los dientes y aferrándome a la mochila llena de útiles escolares ahora inútiles mientras caminábamos hacia la parada del Ruta 100. Recién nos sentábamos, subió un vendedor de alegrías, ese fantástico dulce de amaranto, el súper alimento que dicen que comen los astronautas; mi madre no lo dudó y llamó al muchacho, compró dos de esos círculos gloriosos.

Entonces me miró, puso en una de sus manos la moneda de Sor Juana, en otra la alegría, y me preguntó “¿cuál prefieres?”. Elegí la alegría.

“Qué bueno, porque como sigas comiendo Sor Juanas te vas a quedar chimuela y te vas a ver muy fea”.

Tuvimos un ataque de risa que duró largo rato hasta que pudimos calmarnos y nos pusimos a comer.

Ni Rosita Fresita ni la alegría de amaranto, la alegría de mi madre. Ese ha sido mi mejor regalo. Ahora me gusta hablar con ella por teléfono o escuchar sus mensajes de voz de WhatsApp que casi nunca termina porque tiene un ataque de risa y siempre me contagia.

Esos ataques de risa que hacen cerrar los ojos para volver a abrirlos renovados.

Será que la alegría —como el amor, que también lleva a cerrar los ojos— pone al mundo de estreno, no lo sé.

Sí sé que mi Strawberry Fields Forever viene del aroma de esa muñeca en el internado junto con el aprendizaje de las dos alegrías y que, como a Lennon, que la tituló así por un orfanato del Ejército de Salvación que frecuentaba en su niñez, me queda claro por qué esos pasajes se eternizan en la historia personal.

O tal vez solo era un pretexto para venir a presumirles mi regalo de Reyes como dicta la tradición, sean indulgentes y no me odien que yo los quiero.

Qué le vamos a hacer si como dice el poema de Louise Glück:

Miramos el mundo una sola vez, en la infancia.
El resto es memoria.

 

 

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