El teatro como reflejo de la condición humana: cuatro siglos de Molière
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El 15 de enero de 1622 nacía el Ave Fénix del teatro francés: Jean-Baptiste Poquelin, conocido como Molière, su nombre de dramaturgo y actor. Para celebrar este acontecimiento se preparan grandes festejos en Francia, aunque el principal agasajo que se le puede brindar es la puesta en escena de sus obras, tan actuales como lo fueron en el siglo XVII. En efecto, los retratos que Molière hizo de los hombres y mujeres de su tiempo son los retratos de hombres y mujeres de hoy día. Sus personajes no han envejecido para nada. El avaro de nuestros días es El avaro de hace cuatro siglos, como Tartufo sigue siendo el mismo hipócrita que da lecciones de moral para engañar al marido y seducir a la mujer, cuando no a la hija. El enfermo imaginario es el hipocondríaco de nuestros días, a quien basta escuchar de una enfermedad para sentirse agonizante. Algunas ultrafeministas de hoy no son muy distintas de las protagonistas de La escuela de mujeres. Su Don Juan y su Misántropo siguen vivos. En fin, los ciento setenta y dos personajes de su teatro representan la sociedad tal cual fue en el siglo XVII y sigue siendo en este siglo XXI: arquetipos que encarnan una personalidad al extremo de volverla universal y hacer de su nombre un paradigma. Así, se puede decir de alguien “es un Tartufo”, como se dice de otro “es un Quijote” o de una chica “es una Lolita”.
La cuestión que viene a la mente es, entonces, una de las más profundas que puedan plantearse: los caracteres de la especie humana no cambiarían y, por tanto, sobrevivirían a través de los siglos, cualquiera que sea la evolución de las costumbres y las revoluciones.
El hombre o la mujer de nuestros tiempos, ¿ama mejor que el hombre o la mujer de siglos pasados? ¿Sus odios se perfeccionan o deterioran? Muchas veces abordé este tema con Salvador Elizondo, quien no creía que hubiese variaciones en los sentimientos, sean esperanzas o temores, atracciones o rechazos instintivos. No sin ironía, Jorge Luis Borges escribía sobre la repetición al infinito de actos y avatares de apariencia, en otro lugar, en una época remota. Lo vivido por aventureros y matones de un siglo pasado en Praga es revivido en Buenos Aires por una banda de compadritos. Otras formas, otras apariencias, de lo mismo.
Molière, profundo conocedor del ser humano, de su carácter y su espíritu, transforma la pasión en personaje. La avaricia es encarnada por Harpagón, la hipocresía por Tartufo. Poquelin escribe y Molière se actúa y actúa sus personajes. La distancia entre el dramaturgo y el actor le da una perspectiva caricaturesca de él mismo. La comedia se impone a la seriedad de la tragedia y el ridículo arranca la carcajada: la risa gana a cualquier asomo de tristeza. Jacques Copeau, actor y director de teatro francés, señala: “Molière se retorna pasando de uno a otro personaje. Y de este desplazamiento, de esta distinción, nace lo cómico. Más el autor se mira en espectador, más se juzga, más se carga, y, de pronto, mezcla en su pintura un sentimiento, una efusión que no controla… y lo hace reír.”
El joven Jean-Baptiste, hijo de un tapicero y valet del rey, tiene una educación esmerada. En el París del siglo XVII, una minoría privilegiada sabe leer y sabe pensar. Poquelin sigue estudios que le enseñan filosofía, metafísica, letras, latín, derecho. Lee a Montaigne, a Rabelais y a Ronsard, ya muertos. A quienes siguen vivos, como Descartes, Pascal o Boileau. Según la leyenda, Poquelin es un adolescente melancólico, pero un ser profundamente social. Se le considera distraído, cuando quizás sólo es una persona ensimismada que observa a los otros con una rara curiosidad y un interés sin límites por la condición humana. Destinado a suceder a su padre en su negocio y en su posición en la corte de Luis XIV, vive una conversión radical a sus veintiún años y se orienta hacia el teatro. Acaso su aventura amorosa con Madeleine Béjart, una joven y brillante actriz, contribuyó al florecimiento de esta vocación, así como, más tarde, su relación con la hija de Madeleine, Armande, de quien los rumores de la época afirmaban que él era el padre. Cierto, la vida amorosa de Molière fue bastante agitada y su amistad con el autor trágico Jean Racine no impidió rivalidades literarias y sentimentales. Se encuentran trazas de esta relación en las obras de ambos. Sin duda, hubo otras causas para su conversión al teatro: su excepcional sensibilidad artística, su tendencia a soñar, una poderosa nostalgia, el ambiente cultural de una época de auge teatral, características que lo llevarán a crear, con su obra, el más ejemplar espejo del ser humano.
Hoy día, numerosos admiradores de Molière piden que sus cenizas sean trasladadas al Panteón. La intención es digna de elogio pero tal vez habría hecho sonreír al gran actor, puesto que, al morir a sus cincuenta y un años, en 1673, le fue negado, como a los comediantes de su época, un entierro religioso. Las costumbres cambian más fácilmente que los arquetipos y caracteres humanos. Y Molière es y sigue siendo Molière.