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Villasmil: Es la ciudadanía

 

Dentro de las muchas instituciones golpeadas como consecuencia del COVID-19, una de las más importantes es esa gran conquista moral del pensamiento liberal y democrático: la ciudadanía.

Esta venía y viene recibiendo ataques por derecha e izquierda, por los cultores de las anti-políticas identitarias, que en el fondo son una reivindicación de un viejo sueño del totalitarismo comunista soviético o nazi: usted, amigo lector, no existe como persona, como ciudadano, cuya dignidad debe ser respetada y protegida por las instituciones públicas y privadas; para un comunista de vieja data usted solo existía por pertenecer a un Estado que es el verdadero decisor de cuáles derechos usted posee. Usted existe por el Estado, para el Estado y solo desde su pertenencia a ese Estado. Un siervo de la gleba marxista.

En el artículo 5 de la constitución cubana se nos dice que “el Partido Comunista de Cuba, único, martiano, fidelista, marxista y leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, sustentado en su carácter democrático [SIC] y la permanente vinculación con el pueblo, es la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado. Organiza y orienta los esfuerzos comunes en la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista. Trabaja por preservar y fortalecer la unidad patriótica de los cubanos y por desarrollar valores éticos, morales y cívicos”.

Bajo el castrismo todo lo que un cubano es, lo es porque el partido se lo dice, se lo permite, se lo señala, se lo  tolera.

 

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Identidad

 

Hoy vivimos un neoautoritarismo también negador de la condición ciudadana, por vía de privilegiar la “identidad”. En cristiano: usted solo  merece reconocimiento social por su sexo (originalmente hombre-mujer, ahora una mezcolanza difiícil de abarcar), orientación sexual (homo, hetero, bisexual, pansexual, etc.), raza y color de piel, religión.

Por el contrario, “ser un ciudadano significa que ni tu procedencia ni tu aspecto ni tu renta ni tu religión ni tus sentimientos ni tus influencias culturales -es decir, nada de lo que conformaría una supuesta identidad- afectan a tus derechos y obligaciones. Estos existen -y son idénticos a los de tus vecinos- sólo en razón de tu pertenencia a una comunidad democrática de derechos y libertades. No hay nada más valioso. Y pocas cosas más infravaloradas. (Cayetana Álvarez de Toledo).

Como bien afirmaba Karl Popper: «¡Las identidades colectivas no existen! Sólo las individuales. Y son tan volátiles…»

Nos recuerda asimismo Álvarez de Toledo que “tampoco hay que confundir la defensa de los valores fundamentales con la identidad. Esa equiparación convertiría, por ejemplo, a cualquier demócrata venezolano en un europeo mucho más puro que Juan Carlos Monedero”.

“La identidad siempre se define por oposición a un otro, que luego pocos se atreven a definir. Y los que se atreven suelen ser pirómanos. Sucedió a principios del siglo XX y ahora vuelve a ocurrir (…) Brexit, Le Pen; Putin, Trump.. Son los identitaristas del siglo XXI. Un grupo transversal que ataca nuestro sistema de paz y libertad. Frente a su amenaza y su arrogancia, Europa no debe anteponer una nueva identidad, sino el más firme rechazo a la identidad como concepto y como proyecto”.

La identidad se centra en lo que nos divide, no en lo que nos une. Históricamente ha sido un culto que ha alumbrado dogmas de todo tipo, negadores de una humana igualdad.

¿Hay algo más primitivo que poner a un lado la ciudadanía para defender una supuesta “identidad”? Es el grito de la tribu, nos recuerda la historiadora española. Un grito que nos ha penetrado junto al sonido de los tambores de guerra de esa horrenda plaga llamada la “corrección política”.

Políticamente, esa mezcla nefasta, “identitarismo + corrección política” tiene una víctima otrora muy poderosa e importante: la socialdemocracia. La izquierda, derrotada en todos los terrenos ideológicos, especialmente el económico, ha decidido defender la identidad, en lugar de su vieja causa, la igualdad.

Con su preeminencia muere el espacio público común de ciudadanos iguales ante la ley, la política.

 

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Vengamos al hoy, a territorios australianos, donde el affaire “Djokovic” nos mostró que el famoso jugador serbio ha renunciado, con su conducta, al ejercicio de la ciudadanía. Su caso no es un simple problema de leyes australianas, de visados y de elecciones próximas, con una creciente -y justificada- molestia popular. Es el enfrentamiento de una grosera estupidez -el desafiante rechazo a vacunarse- con los valores comunitarios, plurales, vale decir, ciudadanos.

Para el tenista solo existen sus derechos (en realidad obstinaciones y caprichos) rechazando a toda costa reconocer que con los derechos siempre vienen asimismo en la misma alforja obligaciones y deberes respectivos.

Solo existen sus reglas, que están por encima de las leyes, las que ignora desde la cima de su ego de gran jugador (nadie niega que lo sea, por cierto). Y es tal el valor que se le asigna a su afirmación principal (“soy el mejor tenista de la historia”) que en el fragor del combate con las autoridades australianas se ha olvidado el caso de una joven tenista rusa, Natalia Vikhlyantseva, que al parecer cometió el grave pecado mediático de no ser una estrella; al llegar al aeropuerto de Melbourne, para participar en el torneo, le fue negado el ingreso, a pesar de estar vacunada, porque su error fue haberlo hecho en su país, obviamente con la Sputnik, que las autoridades australianas no reconocen.

Con su arrogante conducta Djokovic desprecia todos los valores esenciales de la ciudadanía. Su “affaire” no es un problema de ciencia, sino de decencia.

Negándose a la vacuna, pone en peligro no solo su vida, sino la de todas las personas que contacta. Al mentir sobre su condición de infectado (en diciembre) que hizo acto de presencia inmediatamente en diversos actos públicos, sin mascarilla, es sencillamente un criminal. Y los ciudadanos australianos apoyaron mayoritariamente su expulsión del país.

No por nada Albert Camus, en su novela La Peste, incluyó esta afirmación: “Una persona decente es aquella que no infecta a nadie”.

 

 

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