Achicopalada
De pronto estás particularmente cansada, el caballo que llevas por dentro disminuye su marcha, lo que miras a un lado y otro del camino no encaja con lo que tú querías mirar. Esperabas una coincidencia extraordinaria, una serendipia, un aire musical, una bandada de aves despegando con el estreno de enero.
Y no sucedió. Dos noches de insomnio que son tu manía de trabajo pero también ese estado de alerta en el que a veces te haces daño.
No estás triste, no. Tampoco estás deprimida. Estás cansada pero hay algo más que tampoco puedes calificar de algo menos.
Achicopalada, piensas.
Achikopa, achikop, dice un diccionario náhuatl de tantos. Nimachikoptok, me siento disminuida.
¿Qué sería de ti sin este lenguaje de caricia y desgarrón que desde luego no es tuyo pero que te has apropiado?
Soy mexicana, piensas, y de nuevo estás ante el abismo, ¿qué es ser mexicana?
Lloro y me siento triste
Nadie tiene casa propia en la tierra
Digo, yo que soy mexicano:
voy a seguir mi camino
Ahora lees el diálogo de los poetas disfrazados de aves que fascinaron a Ángel María Garibay. Debiste aprender náhuatl en serio. Ser mexicana es seguir el camino como lo siguió Nezahualcóyotl luego de presenciar el asesinato de su padre.
Un rey poeta, que tuvimos un rey poeta.
Son las tres de la mañana. No tienes sueño, casi todos a tu alrededor están enfermos. Ómicron.
Ómicron achikopa, tiene su gracia el trabalenguas.
Qué cansancio este resistir dos años de pandemia. La esperanza que cabía en ese sistema gregoriano también se achicopala, 2020 cambiaría para que 2021 nos reiniciara no sólo el conteo, sino el alma, pero ha llegado 2022 y parece que el muro se ha puesto más alto, el calendario más lento.
En sus marcas, listos, ómicron.
Que no termina de arrancar.
Recuerdas aquellos eneros de primer día de clases, nuevos cortes de pelo, cuerpos que estrenaban centímetros hacia el cielo obrados por el milagro de las vacaciones en casa de la abuela, suéteres coloridos, alguna vez zapatos nuevos.
Enero está pachichi, como tu cerebro a estas alturas de la madrugada.
Pachichi del náhuatl pachichina, de chichina, que se puede chupar y vaciar. Un fruto chupado, pasado y arrugado.
Enero es un fruto pachichi que está cansado también de resistir.
Te vas a la cama, el frío no da tregua, no hay cobertor ni calentador que alcance. Tocas el filo de tus tobillos, qué extraño es a veces tu cuerpo, ¿cómo sería tu cuerpo si pudieras mirarlo sin necesidad de un espejo? Te gustaría mirar tus pulmones, los imaginas transparentes, dueños de las piernas del caballo cuando por fin se levante. No será hoy ni mañana, el gregoriano no pensó en esa herida en el tiempo que no es el día anterior ni el nuevo, la burbuja de las horas inasibles de la madrugada.
Tienes que dormir, caballo. Necesitas un apapacho, ese que ya no pueden darte aquellas manos.
Manos de abuela sabia, manos amorosas que sumaban miles de años en la espalda apretada contra ese cuerpo que ahora mismo te parece más real que el tuyo. Y el chocolate caliente en agua, aquella invitación a la lujuria para la niña que eras.
Apapacho, del náhuatl papatzoa, de patzoa o pachoa, apretar. Ese contacto.
Qué cansancio. Ómicron achikopa. Ómicron pachichina.
Quiero soñar con mi abuela y su apapacho, con el universo en el fondo de esa taza de chocolate, quizá esta vez la serendipia sea onírica. No está mal.
Y mah cualli tonalli, buenos días.