Boris Johnson y el destino final del pato Ferdinand
Alexander Boris de Pfeffel Johnson nació en Nueva York el 19 de junio de 1964. Es el mayor de los seis hijos de Stanley Patrick Johnson, diputado conservador británico en el Parlamento europeo (1979-1984) y escritor, y de su esposa, la pintora Charlotte Fawcett. Boris tuvo la doble nacionalidad, británica y estadounidense, hasta 2015, cuando renunció a la segunda de ellas. Estamos, pues, ante una familia de clase alta, acomodada e influyente.
Su educación fue la que corresponde a su clase social. Comenzó en el colegio de Eton, vivero de la realeza, de la aristocracia y del partido conservador, y eso a pesar de la sordera que padecía de niño y por la que hubo que operarle varias veces. Eran los tiempos en que anunciaba su intención de ser “el rey del mundo”. Luego estudió Filología Clásica en Oxford, no faltaba más. Y como hace muchos años que ser un campeón con el griego y el latín no sirve de gran cosa, y además suele ser aburrido, Boris cometió la primera de las locuras de su vida: se hizo periodista.
¿Dónde? Con esa familia, desde luego no en un blog ni en un periódico de barrio. Empezó nada menos que en el diario conservador por excelencia, el Times. Pero pronto comenzaron a aflorar las mejores cualidades de aquel muchacho rubio, gordezuelo, ligón, adinerado y muy desenvuelto: era lo que aquí llamaríamos un “viva la Virgen”. Desde el principio hizo suya la máxima periodística ramirense: nunca permitas que la realidad te arruine una buena historia. Le sobraba imaginación y, sencillamente, se inventaba lo que no sabía o no averiguaba; y así, a pesar de sus influencias y de su familia, acabaron despidiéndolo del Times, donde aquello de inventarse las cosas todavía no estaba bien visto, a pesar de que el dueño del periódico ya era Rupert Murdoch.
No pasó nada. Se hizo recibir en el Express & Star, un diario vespertino de provincias, pero pronto desembarcó en otro de los grandes clásicos británicos: el Daily Telegraph, a quien muchos llaman Torygraph por su condición de diario de cabecera de los conservadores. No cambió demasiado. En más de una ocasión, y en más de cuatro, le pillaron haciendo ficción más que periodismo, pero tenía buenas agarraderas y se salió con la suya.
El problema es que Johnson estaba, como quien dice, fuera de sitio. Era periodista pero quería ser otra cosa. ¿Cuál? Pues la que había dicho de pequeño: rey del mundo, y eso le llevaba inevitablemente a la política. ¿Tenía talento para el periodismo? Pues redactaba bien, tenía contactos (solo faltaba que no los tuviese, con esa familia) y cuando escribía desde Bruselas, donde fue muy bien recomendado por su padre, hizo algunos artículos envenenados sobre Jacques Delors que le convirtieron en el periodista favorito de Margaret Thatcher. ¿Tenía talento para la política? Pues ahí ya depende de a quién le preguntes.
Sus amigos y partidarios dicen que Boris Johnson es un ganador, un hombre con ideas claras y que tiene un encanto irresistible en el trato personal. Eso no lo niega nadie. Pero otros, que le conocen desde hace muchos años, piensan de manera muy distinta. Alastair Campbell, también periodista y uno de los asesores indispensables de Tony Blair cuando este fue primer ministro del Reino Unido, conoce a Johnson desde que ambos eran jóvenes y brillantes colegas en los medios de comunicación. Johnson –dice Campbell– tiene una sola idea clara: triunfar él. Ganar. Llegar a lo más alto, conseguir lo que se proponga. Para conseguir eso hace lo que haya que hacer. Lo compara inmediatamente con Donald Trump. Dice Campbell que Johnson es un hombre sin preparación, sin principios, sin sentido de la ética y un mentiroso compulsivo. Un demagogo de manual, a quien le importa poco que le pongan verde… mientras hablen de él. Esa frase la ha repetido mucha gente, entre ellos Trump y Adolf Hitler.
Para Campbell, y para mucha más gente, Boris Johnson es, ante todo, un bocazas. Pero él lo sabe. Y lo usa conscientemente, porque sabe que decir barbaridades presuntamente divertidas puede hacerte famoso o mantener tu popularidad, como hizo Berlusconi y como hizo y hace –de nuevo– Trump. Alguien capaz de decir que las mujeres musulmanas que llevan obligatoriamente el velo islámico parecen buzones. Alguien capaz de reírse de los habitantes de los países africanos de la Commonwealth, que son, según él, “niñitos negros que ondean banderas y que tienen sonrisas como sandías”. Alguien capaz de publicar que Gran Bretaña enviaba 350 millones de libras semanales a Bruselas, cuando sabía perfectamente que eso era una patraña. Son tres ejemplos entre cientos.
Uno más, impagable: Boris Johnson esperó al último minuto para adoptar una posición a favor o en contra del Brexit. Escribió dos artículos, uno en un sentido y otro en el contrario. Solo cuando tuvo claro que la opción antieuropeísta tenía posibilidades de ganar, y que su mensaje era mucho más simple y fácil de digerir –más demagógico– que la contraria, se envolvió en la bandera de la Union Jack y se hizo, de la noche a la mañana, más antieuropeísta que nadie, más brexitero que nadie y, cómo no, más voceón que nadie. Le salió bien.
Pero los ciudadanos mandan y, con estas tretas de trilero de la política, Johnson ganó en 2001 un escaño en la Cámara de los Comunes por Henley-on-Thames. Fue elegido alcalde de Londres en 2008. Vio el cielo abierto cuando el primer ministro de su partido, el europeísta David Cameron, dimitió tras perder el referéndum sobre el Brexit. Johnson dejó la Alcaldía para aceptar el Ministerio de Relaciones Exteriores que le ofrecía la sucesora, la atribulada primera ministra Theresa May. Aquella mujer inteligente y dubitativa decía cosas complicadas sobre las relaciones Europa-Reino Unido y proponía soluciones quizá eficaces, pero difíciles de entender por la gente de a pie. No podía competir con la munición verbal de grueso calibre, demagógica y trumpetera, de su ministro de Exteriores. Dimitió como líder del partido y después como primera ministra. Y llegó la hora de Boris Johnson. Eso fue en julio de 2019.
Pero entonces se desencadenó la pandemia. Johnson –todos lo sabían– tiene las luces que tiene y ni un vatio más. Es cierto que se levanta a las cinco de la mañana, antes de que canten los gallos, y a las seis ya está hablando por teléfono y sacando de la cama a sus colaboradores. Pero aquel asunto le venía muy grande. No tanto por su complejidad, que era y sigue siendo enorme, como por la actitud del primer ministro, un hombre a quien las cosas difíciles aburren y que ha estado siempre convencido de que las normas están bien para los demás, pero no para él. Empezó a hacer lo de siempre: cosas espectaculares pero contradictorias entre sí, en el plazo de apenas unas semanas. Cayó enfermo de covid y lo pasó mal. Pero los muertos británicos se amontonaban sin cesar mientras el primer ministro despreciaba un día la enfermedad, y al día siguiente anunciaba medidas draconianas para combatirla.
Mientras –esto es lo que se ha sabido ahora–, para no aburrirse, organizaba fiestas en su residencia de Downing Street en las que actuaba como si la pandemia no existiese. Y como si nadie se fuese a enterar jamás. El “rey del mundo” se lo pasaba en grande mientras los británicos padecían confinamientos, angustia, restricciones y escasez.
Johnson olvidó una cosa: que el Partido Conservador británico no es el Partido Republicano estadounidense. Que Gran Bretaña no ha aceptado jamás, en siglos, quizá desde Cromwell en el siglo XVII, caudillos. Y esto sobre todo: que el partido tory tiene una larga tradición de traiciones a sus líderes, de conspiraciones internas, de puñaladas por la espalda.
El gran Churchill llegó al poder en 1940 después de que el partido obligase a dimitir a Neville Chamberlain. Su sucesor, Anthony Eden, fue políticamente apuñalado por su compañero Harold McMillan. A este lo machetearon los suyos para poner al breve Douglas-Home. Margaret Thatcher fue derribada por los suyos, encabezados por Michael Heseltine, y el sucesor fue el tranquilo John Major. Tras la honrosa dimisión de David Cameron, Theresa May fue acogotada… ¿por quién? Pues por él. Por Boris Johnson.
Así que a este rubio, incompetente, mentiroso y bullanguero señor, “el peor primer ministro que hemos visto en toda nuestra vida”, como dice Alastair Campbell, no debería extrañarle en absoluto que ahora sean los suyos, los líderes y diputados de su propio partido, quienes le estén quitando la silla de debajo de las asentaderas. Se rebelan, cambian de bancada y le lanzan frases tremendas, como esa de “Por el amor de Dios, váyase”, que le lanzó su compañero conservador David Davis. Johnson hace lo que sabe hacer: recurre a la trampa, a la amenaza, al chantaje, a la demagogia (una vez más hay que recordar a Trump), pero sabe que está viviendo sus últimos tiempos como premier. Su destino está escrito: como otros antes que él, acabará desplumado, ensartado y dando vueltas sobre el fuego, mientras cante (en el latín que tan bien domina) aquellos versos burlones de los Carmina burana: “Olim lacus colueram dum cygnus ego fueram… Miser, modo niger et ustus fortiter!” (En otro tiempo vivía en un lago, cuando era un cisne… ¡Pobre de mí, ahora negro y completamente asado!).
El destino final del pato Ferdinand
Ferdinand era el nombre de un célebre y simpático pato doméstico (Anas platyrhynchos domesticus) que aparecía en la memorable película Babe, el cerdito valiente, que dirigió Chris Noonan en 1995.
Partamos de una evidencia científica: un pato es un pato. No otra cosa. Nada como un pato, camina como un pato, parpa (grazna) como un pato: es un pato. Cuando perteneces al partido de los patos, sabes que tu destino final es, muy probablemente, acabar en una mesa, guisado a la naranja o laqueado si la familia tiene conocimientos de comida china. Eso es todo.
Pero Ferdinand, que tenía esto muy claro, se esforzó cuanto pudo en no ser un pato. Él quería ser un gallo. Se levantaba antes de que saliera el sol, se subía al tejado y se ponía a parpar como una fiera para asombro de toda la granja, vergüenza de los demás patos e indignación del gallo, seguramente laborista, que era el encargado de cantar al alba.
Ferdinand hizo todo cuanto pudo para evitar su destino. Mintió, viajó, volvió locos a unos y a otros, usó la más perversa demagogia con los caballos y los perros y las vacas y las ovejas de la granja. Afortunadamente para él (porque, en el fondo, nos era simpático, con todas las tonterías que hacía y decía), la trama de la película se centra en Babe, el cerdito, y así no llegamos a enterarnos de qué le pasó, al final, al tarambana de Ferdinand.Pero se lo comieron. Pues vaya que si se lo comieron. Seguro. Si hubiese sido un gallo, pues a lo mejor no; pero a Ferdinand se lo comieron, vamos, con toda probabilidad. Porque eso es lo que les pasa a los patos que tienen la cabeza a pájaros. Porque como decía Fly, la perra ovejera, so are the things, así son las cosas…