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Yoani Sánchez: El presidio político en Cuba, de Pepe a Luisma

Luisma y Pepe, es 28 de enero y la situación parece tan oscura que solo me queda imaginarlos juntos y convencidos. Pongo por escrito en este diario algunas imágenes que llegan como flashazos a mi mente mientras sigo escuchando noticias de amigos que parten y espacios que se cierran en Cuba:

Tiene 17 años y también 34. El grillete le está dejando una marca sobre la piel del tobillo que permanecerá toda la vida. Las llamadas telefónicas que hace desde la cárcel son cada vez más espaciadas. Nació en la barriada habanera de San Isidro y tiene una frente ancha y bigote. Su calle se llama Damas pero podría ser Paula.

«El dolor del presidio es el más rudo, el más devastador», escribe. Cuando garabatea esas palabras está lleno de esperanzas ¿Cómo puede mantener las ilusiones un adolescente forzado a picar piedras en las canteras de La Habana? Quizás cree que en un futuro, el país por el que se sacrifica no va a tener jóvenes cautivos por reclamar libertad. Se equivoca.

Le dicen Pepe. Si supiera de alguien que se llama Luis Manuel Otero Alcántara quizás se detuviera para saber quién lleva esos apellidos que suenan como aldabonazos sobre una puerta. Lo suyo no es la acción, le recriminan muchos, pero en su breve vida de 42 años dejará una huella más profunda que la de ciertos belicosos de ceño fruncido. Lo suyo es la palabra.

Pasa más de un siglo para uno, unas pocas décadas para el otro. Es viernes y ellos vuelven a entrelazar historias

Repica un viejo cilindro de gas convertido en alarma para despertar a los prisioneros. Durante la madrugada soñó que hacía un apasionado discurso en Tampa y luego blandía una maza contra la vidriera de una carísima boutique en la capital cubana. Llegó a creer que se declaraba en huelga de hambre y, acto seguido, escuchó las risas de quienes a su espalda lo llamaban el «capitán araña».

No entiende por qué le llegan esas imágenes. Lo mismo dibuja en la pared de sus ensoñaciones que posa para una foto escondiendo el codo desgastado de su saco. Es enjuto y fuerte; blanco y mulato; criollo y universal. No se le dan bien las palabrotas, pero cuando las pronuncia se convierten en canciones. Lo que más quisiera ahora mismo es volver a caminar, sin vigilancia, por la ciudad donde nació.

Despierta y aquellos sueños se pierden en la urgencia de los gritos de los carceleros, el lamento de Lino Figueredo, casi exánime tras los rigores carcelarios, y de Yunieski, el adolescente del Romerillo que ni sabe por qué terminó tras las rejas. Los ayuda a levantarse, empieza la peor parte del día en cualquier prisión: la vigilia.

Pasa más de un siglo para uno, unas pocas décadas para el otro. Es viernes y ellos vuelven a entrelazar historias. «Ni os odiaré, ni os maldeciré», aclaran y puntualizan, y aunque apuestan por vivir, tiene que ser «una vida digna». «Si yo odiara a alguien, me odiaría por ello a mí mismo», alcanzan a decir. «O sois bárbaros, o no sabéis lo que hacéis», añaden.

Pero sí, son bárbaros. El mediocre poder que los ha encerrado en Cuba está, lamentablemente, compuesto por bárbaros.

 

 

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