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Un bolero para Naty Revuelta

Falleció en 2015 y los periódicos del mundo repitieron el mismo titular: “la amante más famosa de Fidel Castro acaba de morir”.

Una llave, un plato de jamón asado a la piña, algunas cartas, un par de balas y una guayabera perversamente blanca. En estos amuletos se cifra el naufragio de Naty Revuelta Clews, el relato de su salación. Cada uno representa un paso hacia la fatalidad y el exceso, y todo vino a ella —para mayor desgracia— sin aspavientos, como en un bolero.

Nieta de mambí e hija de gente rica, los prontuarios oficiales rara vez la mencionan y cuando lo hacen es en voz baja y entrecortada. Una enciclopedia políticamente correcta se atreve, con cierto nerviosismo, a definirla con una letanía de verbos: “prestó su hogar, recaudó dinero, escondió armas, confeccionó uniformes y cumplió disímiles misiones”.

En otro epitafio, Virgilio López Lemus afirma que Naty había cruzado el umbral de “la historia más menuda del quehacer nacional cubano”, para transformarse en una mujer “verídica”, auténtica, leal a su revolución.

Voy a colocar en el tocadiscos, seis años después de su muerte, el bolero de Naty Revuelta, o al menos intentaré recordarla a través de esos objetos sobre los cuales gravita su historia. No niego que me hubiera gustado hablar con ella, calibrar su versión de muchos acontecimientos insólitos que nunca negó y que le costaron su pasaje a las sombras.

La llave —ahí comienza la fábula— no es una, sino varias, y todas abren la misma puerta: la del apartamento en El Vedado que Naty y su esposo, el doctor Orlando Fernández, pusieron a disposición de los conspiradores que luego asaltarían los cuarteles orientales en 1953. A partir de ahí, Fidel Castro —discutidor en guayabera, comensal de apetito guajiro— se haría cocinar varias cenas por los Fernández-Revuelta.

 

Naty Revuelta y su esposo, el doctor Orlando Fernández.
Naty Revuelta y su esposo, el doctor Orlando Fernández.

 

En aquella mesa probó Castro el humeante jamón con rodajas de piña que, según reputados gourmets verde olivo, jamás se le borró del paladar. Su anfitriona tenía un buen puesto en la compañía ESSO y era militante del PSP, hablaba varios idiomas y empeñó sus joyas —vieja costumbre de las damas habaneras— para financiar la expedición del 26 de julio. 

Su encuentro inicial con Castro, que ya tenía mujer y un hijo, parece haber sido más platónico que otra cosa. Y aunque el folletín rosa que protagonizaron él y Naty (también madre de una niña) no causó mayor sobresalto en el doctor Fernández, el cataclismo del Moncada iba a torcerles a todos el futuro.

 

“La carta recorrió varias peluquerías de La Habana”, explicó Naty luego del escándalo, “pero yo nunca la vi”.

 

Lo demás está en los libros: el asalto fracasa; muchos de aquellos jóvenes mueren o van a la cárcel; tribunal improvisado; había una vez una república; condenadme, no importa; las barracas del presidio modelo y las cartas de Naty, siempre acompañadas de bombones para el abogado sibarita de Birán.

Las golosinas eran respondidas con cartas igual de acarameladas, que Naty conservó. Pero los carceleros —cabrones cuando se trata de confundir el correo— hicieron llegar a Mirta Díaz-Balart, la esposa de Fidel, una misiva dirigida a Natalia. Allí fue el llanto y el rechinar de dientes, y un divorcio aparatoso que desbarató a la familia de Castro, por primera vez, en dos facciones. “La carta recorrió varias peluquerías de La Habana”, explicó Naty luego del escándalo, “pero yo nunca la vi”.

Una última carta entra al escenario: la de Natalia a su marido, confesando que estaba enamorada de Fidel “hasta las costuras”. El médico siguió viviendo con ella, aún separados, hasta su salida de Cuba en 1961.

El verdadero affaire llegó después de que Batista concediera la amnistía a los asaltantes y antes de su destierro a México. En un apartamento de Lidia Castro —hermana de Fidel— se darían cita Naty y su amante. De esa aventura nació Alina, a la cual el cardiólogo Fernández bautizó con su apellido.

Durante la guerra, Fidel —siempre aficionado a manufacturar reliquias— envió a Naty dos casquillos de bala. Mientras, ella coleccionaba cada periódico, carta o nota sobre Castro en álbumes de recortes. Se reencontraron en el lujoso Hilton en 1959, y Naty le llevó a Alina por primera vez. “Es muy linda”, dicen que dijo, apenas.

Si la revolución tuvo sus mártires es lógico que tuviera sus vírgenes. Naty fundó este club extraño de amantes, gente silenciosa que en su vejez confiesa —con devoción, con resentimiento, a veces con despecho— su intimidad con el comandante.

Naty, sin empleo desde la nacionalización de ESSO, trabajó en el Hospital Nacional de La Habana y en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, vivió algunos años en París y luego, en 1973, entró al Ministerio del Comercio Exterior. Después de su jubilación comenzó una labor de “asesoría” para el Ministerio de Cultura, que le permitió estar aún más cerca del panorama intelectual y diplomático que le era natural.

Los tonos más amargos del bolero los encuentro en un texto aproximadamente clásico de la chismografía cubana: las memorias de Alina, publicadas en el exilio en 1997. En el libro, Naty es el “hada”, la madrina de su enamorado, la “princesa de los rebeldes” venida a menos. Fidel en la lejanía, al que solo se llegaba rezando o por casualidad, amparado por mil cerraduras contra los problemas. En aquella época, Celia Sánchez fue —según Alina— el mastín que resguardó a Castro de sus antiguas amantes, urdiendo conspiraciones contra Naty y alejándola de cualquier privilegio o favor.

 

Fidel Castro y su hija con Naty, Alina Fernández.
Fidel Castro y su hija con Naty, Alina Fernández.

 

A pesar de los descalabros y machetazos, ella y su hija fueron abriéndose paso, los enemigos murieron o resultaron fusilados por traición, y de pronto se encontró la niña Alina sentada en el comedor familiar de Raúl Castro. “Ella se ha vuelto triste”, le dijo entonces a su tío en un episodio confesional, “y por más que haga para descongelarle el alma, de mí no depende”. Desde ese momento invitaron a Naty a los actos por el 26 de julio, que serían una de sus fuentes más constantes de disgustos.

“Me he sentido muy sola, sobre todo por no tener familia”, dijo en una entrevista, cuando ya Alina se había escapado del país con pasaporte falso y ella dedicaba su vejez a las tertulias históricas y culturales.

Falleció en 2015 y los periódicos del mundo repitieron el mismo titular: “la amante más famosa de Fidel Castro acaba de morir”. El tratamiento es excesivo: Naty fue apenas una sentimental, creyente en un mesianismo que no solo vendría a trastornar los destinos de Cuba, sino también el suyo. Precisaba una aventura, en el sentido más romántico del término, para rescatarla del naufragio, del aburrimiento, del desamor.

Hechizada por el deseo suicida que caracterizó a la burguesía de los cincuenta, Naty Revuelta Clews quiso lanzarse —como exige el bolero— en los brazos del hombre equivocado.

 

 

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