Dolores del Río, entre perlas y rebozos
1. Cuando iba de niño al cine con mamá, usualmente los sábados o domingos por la tarde, me llamaba la atención que, por contraste con las películas tecnicolor de los grandes estudios norteamericanos, las más de las mexicanas seguían siendo en blanco y negro. Siempre en salas céntricas y cercanas, dado que mamá no contaba con carro, si las primeras las veíamos en el cine San Bernardino o en los teatros Apolo e Imperial, al sur de la plaza Candelaria, las segundas eran escogencias ocasionales, generalmente en el Hollywood. Este nombre parecía “quedarles grande”, al compararlas con las superproducciones gringas “que Cecil B. De Mille llevara a su apoteosis”, sostenía mamá desde que viera la Cleopatra protagonizada por Claudette Colbert. Por contraste, las blanquinegras cintas mexicanas, de factura módica, asomaban para mí una visión menos espectacular y más cursilona que las hollywoodenses. Porque con frecuencia contaban historias rocambolescas, reminiscentes de las radionovelas que se escuchaban en casa al mediodía.
Quizás influía en esa impresión infantil la iconografía de los galanes, asaz atractivos pero algo burdos, de Pedro Infante a Jorge Negrete, pasando por Pedro Armendáriz. Fueron para mí los primeros rostros varoniles del melodrama azteca, junto a los de Cantinflas y Tintán, salidos de las comedias. Si bien Infante pareció modernizarse en filmes como Escuela de vagabundos y A toda máquina, no podía dejar yo dejar de contraponer aquellos charros bigotudos, que irrumpían con frecuencia a caballo, con la apostura urbana de William Holden y Gregory Peck, por solo mencionar dos actores en boga durante mis andanzas cinematográficas con mamá.
2. No solo en las matinés y vespertinas de sábados y domingos, las películas mexicanas nos entretenían en algunas tardes caseras, cuando las pasaban, después de las comiquitas de Walt Disney o Hanna-Barbera, en Radio Caracas Televisión y el Canal 8. Aunque mamá no era televidente vespertina, afanada como solía estar en nuestra casa en San Bernardino, desde su máquina de coser Singer, o desde las jardineras del patio, inquiría qué película daban y yo le replicaba más por los actores que por el título. En una ocasión me pidió que le avisara si pasaban alguna con Dolores del Río, nombre que había yo escuchado, sin asociarlo con rostro alguno. Porque para entonces, además de la popularísima Sara García, solo reconocía yo a Marga López, que en algo me recordaba la fisonomía de mamá en aquella época. Y también admiraba, por supuesto, a Libertad Lamarque, siempre tersa y melodramática, deleitando con su cantarín dejo argentino.
Cuando le pregunté quién era esa “Del Río”, mamá me dijo que era una actriz cuya belleza, en el Hollywood de los años veinte y treinta, había rivalizado con la de Greta Garbo y Marlene Dietrich. Los pómulos de la sueca y las piernas de la alemana eran “superados en perfección”, añadió mamá, por los de la diva mexicana, quien incluso hiciera publicidad para Max Factor. También me comentó que mis tías, ya casaderas en la década de 1930, cuando ella era todavía muchacha en la casona de los Marte en La Hoyada, tenían a la Del Río como ideal de belleza cinematográfica, junto a la Crawford de altos copetes, cejas gruesas y labios amplios. Por el contrario, mi abuela Carmen, redomada conservadora, si bien había gustado de la actriz en sus tempranas películas mudas en Hollywood, cuando se la veía como versión femenina de Rodolfo Valentino, se la prohibió a mis tías después de que la Del Río se bañara desnuda con Joel McCrea en Ave del Paraíso (1932).
Mi abuela ratificó su condena en 1933, cuando la entonces esposa de Cedric Gibbons, director artístico de MGM, apareció llevando un traje de baño de dos piezas en Volando a Río. Si bien esta cinta catapultó la carrera de Fred Astaire y Ginger Rogers como pareja, marcó el declive de la diva latina de la Metro. Después vinieron el romance tormentoso con Orson Welles y las denuncias por supuestas simpatías comunistas, que perseguirían a Lolita hasta los años del macartismo.
Todas esas señas abrieron mi apetito por ver alguna película con Dolores del Río, y sobre todo, poder avisarle a mamá para que siguiera contándome aquellas historias entre cinéfilas y familiares. Sin embargo, más allá de algún fotograma blanquinegro que ubiqué en una de mis enciclopedias Salvat, el resonante nombre nunca apareció entre los titulares de aquellas tardes de cine mexicano en San Bernardino.
3. No fue sino al promediar la década de 1980, en algún ciclo mexicano en la cinemateca de Plaza Morelos, o quizás en las renovadas salas de Candelaria, cuando llegué a ver películas protagonizadas por la beldad que enfrentara a mi abuela con mis tías. Probablemente en las fichas multigrafiadas, repartidas a la sazón en las programaciones culturales, alcancé a leer que su nombre de soltera era María Dolores Asúnsolo y López Negrete (1904-1983), mientras que “del Río” era el segundo apellido de su primer esposo, Jaime Martínez. Con este emigró a Hollywood a mediados de la década de 1920, escandalizando al México revolucionado pero tradicionalista.
Muestra de las obras de Emilio “Indio” Fernández – porque todavía en los años ochenta, en círculos cinematográficos, eran más referidos los directores que los actores – los ciclos en cuestión incluían Flor silvestre y María Candelaria, ambas protagonizadas por Del Río y Armendáriz en 1943. Ya para entonces la otrora “estrella” de Hollywood había regresado a su país, buscando convertirse en verdadera “actriz”; tal como recordaría en confesión recogida por Elena Poniatowska: “Me quité pieles y diamantes, zapatos de raso y collares de perlas; todo lo canjeé por el rebozo y los pies descalzos”.
Lo que más me impresionó entonces fue la belleza canónica del rostro de Dolores, matizado en estas cintas con rasgos mestizos, acentuados por Fernández – su enamorado irredento – para asemejarlos a los de Armendáriz. Se me antojaron aquellas películas de la Época de Oro suerte de manifiestos animados, continuadores del primer muralismo indigenista, patrocinado por José Vasconcelos desde los cenáculos de la Revolución. No en vano Diego Rivera y José Clemente Orozco recrearon, en algunos de sus frescos y retratos, a la actriz oriunda de Durango. Y por sobre todo advertí, recordando yo las consejas familiares, que esta campesina embozada, con trenzas y sin calzado, contrastaba con los bañadores atrevidos y la desnudez precoz que escandalizaran a mi abuela.
4. El indigenismo de Del Río en las películas de Fernández difería también de la urbanizada estampa ofrecida por la actriz en Adónde van nuestros hijos (1958). Aquí hacía de sacrificada ama de casa, al lado de Tito Junco, si mal no recuerdo. La cinta formaba parte de aquel ciclo de los años ochenta: vivía la pareja, con su prole numerosa y rebelde, en uno de los modernistas bloques erigidos por los gobiernos de Miguel Alemán y Gustavo Díaz Ordaz para las clases medias y obreras. Era quizás menos impactante el rostro de Del Río, algo envejecido y desaliñado en la trama, de acuerdo con el papel; pero su interpretación era siempre elogiable, sobre todo por el registro urbano que alcanzaba, el cual me interesó especialmente.
Similar metamorfosis experimentó, por cierto, su supuesta archirrival, María Félix, tras el ruralismo de Doña Bárbara y El rebozo de Soledad. Entonces protagonizó cintas tecnicolor, que como Estrella vacía – con guiños a su propia vida – le permitieron lucirse como el icono de la moda que devino. Habiendo comenzado su carrera en el Hollywood blanquinegro – compartiendo con monstruos sagrados como Pickford y Garbo, Dietrich y Crawford – Del Río fue alabada y codiciada por modistas también, especialmente por Elsa Schiaparelli y Jean Patou. Sin embargo, nunca banalizó su imagen con trajes de firma para alfombras rojas, como ha pasado a ser negocio entre las actrices en las últimas décadas.
5. Desde que contraté el servicio de televisión satelital para la casa de San Bernardino, a mediados de los años 2000, disfruté, en el canal De Película, de otras interpretaciones más maduras de Del Río. Entonces me impactaron Doña Perfecta y Señora ama, ambas de la década de 1950. Además del hondo provincianismo, bien captado por la actriz nacida en las haciendas de Durango, llama la atención en esos filmes su iconografía austera. Lleva el cabello recogido y trajes adustos, pero ceñidos a su silueta grácil, trasuntos todos de la compleja psicología de los personajes de Pérez Galdós y Jacinto Benavente. Penetrado por ese hispanismo del cine mexicano de marras, el cual lo hermanaba con la rezagada industria de la España franquista – incluyendo el andalucismo de Sara Montiel y Carmen Sevilla – fue La malquerida, de 1949, el filme de Del Río que más me sedujo en este acercamiento televisivo.
También dirigido por el Indio Fernández, se basa en la obra homónima de Benavente, cuyo original, de 1913, no he leído. Sin embargo, a juzgar por la película, se trata de un drama trágico, rayano con el sentido clásico de este último término, porque solo la muerte logra resolver el conflicto entre los personajes. Raymunda y su hija Acacia – interpretadas por Del Río y Columba Domínguez, respectivamente, amante esta última de Fernández en la vida real – viven en la hacienda El Soto. Tras enviudar, Raymunda casó con Esteban, que ofrece el rol perfecto para un Pedro Armendáriz charro, señorial y dominante, aparentemente rechazado por su hijastra; pero entre ambos surge una pasión velada por la hostilidad aparente. El meollo dramático se desencadena cuando Acacia es pretendida por el hijo de un hacendado vecino y Esteban lo mata a escondidas, pero en presencia de aquella, de caballo a caballo. Ese duelo cruel por el amor maldito ha devenido escena icónica del cine azteca.
Ignorante de la pasión incestuosa incubada en las alcobas de su casona, así como del crimen que pronto es reclamado por familiares y autoridades, Raymunda tarda en descubrirlos. Es alertada empero por parientes y vecinos, así como por corridos sobre “la malquerida”, cantados en las tabernas del pueblo. Habiendo dejado El Soto tras ser increpado por su esposa, en escenas que permiten a Del Río hacer gala de histrionismo magistral, Esteban regresa finalmente a casa, pero para buscar a Acacia. Cuando el clímax del drama está a punto de alcanzarse con una partida que malograría para siempre las tres existencias, Esteban es justiciado en el patio de El Soto, bajo otra balacera digna del mejor western, donde los familiares vecinos se cobran el crimen de su vástago. Entonces, tendido el esposo y padrastro con su traje de charro ensangrentado en el patio arenoso de la hacienda, la resolución de la tragedia viene con la muerte de aquel, la cual parece redimir la rivalidad entre madre e hija.
Buena parte de esa resolución dramática, restauradora asimismo del decoro en la casa hidalga, se debe a la gracia y la dignidad conjugadas por Del Río, como quería Schiller para la belleza humana. Aunque transida por el dolor, Raymunda, esbelta e imponente, se acerca al cadáver y ordena a los criados que sea recogido para enterrarse como “el amo de El Soto”, lo cual no llegó a dejar de ser. Esa dignificación de la muerte se debe en mucho a la compostura y expresividad de la diva: los gestos heredados de sus años en el Hollywood mudo confieren a Del Río una versatilidad acaso inalcanzable para una actriz nacida en el cine sonoro y a color.
Cada vez que veo La malquerida de Fernández, me sobrecoge el histrionismo actoral en la resolución de la tragedia: apenas tomando pocos minutos de la cinta, ese desenlace magistral se alcanza, en gran parte, gracias a la estampa señorial, así como al rostro de cejas arqueadas y pómulos pronunciados. Ello ocurre en otras de sus interpretaciones, sin importar que la diva mestiza lleve perlas o rebozos. Al contemplarla pienso en mamá, y lamento no poder llamarla para ver juntos la película con “la Del Río”, como ella anhelaba en aquellas tardes de cine mexicano en la quinta de San Bernardino.
Arturo Almandoz, Caracas, enero de 2022