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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (XXII)

Durante los dos primeros tercios del siglo I antes de Cristo, Roma, poderosa en el exterior, fue un verdadero putiferio en el interior. La ambición de políticos y generales la sumió en una guerra civil muy desagradable, en la que espadones como Mario, Sila, Sertorio, Craso, Pompeyo y algún otro, respaldados por sus legiones, anduvieron de un lado para otro trincando cuanto podían, dando por saco y minando los cimientos de la antes (al menos así la recuerda la Historia) sobria y virtuosa república. Pero de todo aquel sindiós surgió una figura interesante, de ésas que los siglos alumbran de vez en cuando: un fulano a la altura de Aníbal o Alejandro Magno, o de lo que mucho más tarde serían Gengis Khan, Hernán Cortés, Napoleón y algún otro. Éste se llamaba César, Julio de nombre: un niño pijo de buena familia, político y militar que empezó repartiéndose el poder con dos de sus colegas (primer triunvirato) y acabó haciéndose dueño del cotarro. Conquistó y pacificó la vecina Galia, desembarcó en lo que hoy llamamos Inglaterra, y con un instinto extraordinario para la autopromoción, escribió en tercera persona un best-seller (Comentarios a la guerra de las Galias) que todavía hoy, veintiún siglos después, traducen en el cole los pocos alumnos a quienes los políticos analfabetos que nos gobiernan permiten estudiar latín: Gallia est omnis divisa in partes tres, etc. El caso fue que entre libro, hazañas bélicas, respaldo de sus fieles legionarios y reparto de dinero a senadores y otros golfos, César hizo encaje de bolillos. A la guerra civil le dio el finiquito librándose de su examigo y ahora enemigo Pompeyo, al que derrotó en la batalla de Farsalia. Asesinado Pompeyo y liquidados sus últimos seguidores en Munda (Montilla, España, ahí donde el vino), a partir del 44 a. C. no quedaba quien le hiciera sombra. Así que blindó su poder a perpetuidad, se nombró pontífice máximo, combinó dictadura con consulados, sobornó todo lo que se movía, impuso los magistrados que le salieron del cimbel y purgó de enemigos el Senado. Además, pagando juegos en el circo y con otros muchos gestos populistas (el tío era más listo que los ratones coloraos) se metió al populus romanus en el bolsillo. Incluso tuvo un sonado encame con Cleopatra, reina de Egipto, que era un trueno de señora, exótica y tal, clavadita a Elizabeth Taylor, y a la que en un episodio digno del Hola (revista que entonces se habría llamado Ave), le hizo una criatura llamada Cesarión (recomiendo la serie televisiva Roma, donde se cuenta todo eso de maravilla). Pero claro. Aquello era demasiado para el cuerpo de senadores insatisfechos con el personaje, unos porque ya no trincaban como antes y otros más honrados (digo yo que alguno habría), cabreadísimos por ver cómo César se pasaba por el arco del triunfo las antiguas y dignas costumbres republicanas, y por cómo sus compadres, ojo al dato, lo tentaban con la corona real. Así que entre varios montaron una conspiración preciosa, y el año 44 a. C. le dieron a don Julio las suyas y las de un bombero. O sea, que los conspiratas lo apuñalaron hasta darle matarile en plena calle (ya saben, Kaì sú téknon, Brute? y todo eso). Para disfrutar más del episodio, recomiendo una novela cojonuda de Thornton Wilder que se titula Los idus de marzo. Y, bueno. El caso fue que muerto César, o sea, el hombre providencial a la vieja usanza, padre de la plebe y otros camelos, la huérfana república se convirtió en un problema político. Aquella Roma tan extensa y poderosa no podía volver a una monarquía a la antigua, ni la aristocracia podía ya hacerse cargo, ni la democracia cívica funcionaba. Era como con doña Ana de Pantoja en el Tenorio: Don Juan, yo la amaba, sí / más con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí. O sea, que tras la guerra civil y el episodio cesariano la cosa no tenía arreglo. Surgió entonces un nuevo triunvirato para repartirse el poder entre unos jóvenes amigos de César: Lépido, Marco Antonio y Octavio. Pero este último, que era el listo de la pandi, les jugó a los otros la del chino. Dejó a Lépido, el más pardillo, fuera de circulación, y luego le hizo la cama a Marco Antonio, que también se había enrollado con Cleopatra. Los derrotó a uno y a otra en la batalla de Actium, y Marco Antonio se suicidó poco después. Por su parte, Cleopatra quiso repetir la jugada habitual con Octavio, haciéndose un triplete de romanos. Pero aquel, jovencito, frío como la madre que lo parió, era de otra pasta. Pasó por completo de la egipcia tentadora, que también acabó suicidándose, hizo que asesinaran al Cesarito junior para despejar el paisaje, y se convirtió en lo que hoy llamaríamos puto amo de Roma. Lo que me propongo contarles en el próximo capítulo.

[Continuará].

 

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