Isabel Coixet: Lugares comunes
Una de las ventajas de cumplir años, habiendo hecho los deberes, es que no te quedas sin cosas que decir, pero pierdes la urgencia en decirlas. Ya no se te escapan las palabras de la boca como potros desbocados ante cualquier cosa, ahora te reservas tus opiniones para cuando crees que lo que vas a expresar va a tener un mínimo de sentido y va a servir para algo. Para algo útil, quiero decir.
Cuando me preguntan mi opinión sobre algo, cosa que sucede más veces de lo que sería de recibo, reconozco que me invade un sentimiento paralizante. Para empezar, no sé ya muy bien qué es tener opinión, porque las opiniones en un mundo de informaciones contradictorias, sesgadas y volátiles son más bien suposiciones o conjeturas. Me sorprende siempre la vehemencia de muchas personas que son capaces de articular opiniones rotundas, sin vacilaciones.
Añoro el aplomo de la ignorancia, pero sólo a veces, cuando me supera la atorrante verborrea de quienes afirman tener las claves de las cosas
Yo, la vehemencia, la reservo para esas cosas de las que estoy absolutamente segura: alabar la calidad de unas anchoas que están en el punto justo de sal, la belleza de los vencejos cruzando el cielo en escuadrón, las notas de una melodía que me retrotraen a otro momento y otro tiempo, cómo la singular armonía de un rastro evoca un retrato menor de Rembrandt. Y pocas cosas más. Y aun esas pueden cambiar. Como Groucho Marx dijo, estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros.
A veces añoro el aplomo de la ignorancia, pero sólo a veces, cuando me supera la atorrante verborrea de los que afirman tener las claves de las cosas. En un momento de mi vida, yo también creí tenerlas. Sí, fui una ilusa que repartía opiniones como los que reparten folletos de centros de depilación a la salida del metro. Opinaba hasta de cosas de las que tenía una idea muy poco aproximada. Ahora me resulta hasta difícil opinar si prefiero el día a la noche o la barra de pan con cereales o con semillas. Cada vez más dejo en manos de otros ciertas decisiones, porque sé que en el fondo, por ejemplo, da igual tomar el agua fría o del tiempo, ya que podemos encontrar toneladas de literatura científica que afirme que para el organismo es perjudicial el agua fría y otras tantas que loen sus beneficios. Y así todo. Cuando veo o escucho la palabra ‘vacuna’, emito un alarido escalofriante. Por dentro. Temo que un día salga fuera y me encierren por destrozar los cristales de bloques enteros de edificios.
Por eso, cada vez más creo en la ficción como el mejor campo posible del pensamiento. En un mundo donde triunfan los ensayos y la autoayuda, la ficción hace comprensibles y hasta coherentes las pulsiones de esta cosa inasible, gaseosa y oscura en la que vivimos. Hay más verdad en cualquier novela negra que en bibliotecas enteras de tratados históricos (sí, esto es una opinión vehemente, lo es).
Ahora confieso que leo los periódicos con temor, intentando sortear, como mejor puedo, los tópicos, las fútiles y furibundas críticas, las agotadoras controversias, las palabras gastadas por el uso inmisericorde de los opinadores profesionales, los lugares comunes en los que nos bañamos todos, como hipopótamos en las charcas putrefactas del hastío. O del ‘cansinamiento’ (y perdón por la autocita).