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Díaz-Canel, una continuidad sin carisma, peso histórico, ni ‘ashé’

Raúl Castro, probablemente, se golpee la cabeza contra las paredes pensando cómo demonios se le ocurrió semejante designación

La dictadura cubana sentó sus bases sobre el carisma de Fidel Castro. Más allá de lo que puedan argumentar fanáticos o detractores, es innegable que el barbudo poseía cualidades para la oratoria, supo canalizar a su favor las frustraciones de una época y era un demagogo sin parangón. Cuesta entender cómo un pueblo bastante ajeno a la ideología de la hoz y el martillo abrazó sin demasiada resistencia el marxismo. Pero podría explicarse con aquella guaracha que sonaba en las calles cubanas de los 60: «Si Fidel es comunista, que me pongan en la lista».

El fidelismo se convirtió en una especie de religión, cuya piedra angular sería el culto al comandante en jefe, máximo líder, caballo, caguairán, etc. La paloma blanca sobre su hombro, su rostro en la portada de Bohemia como si fuera un Cristo, su estatura y su uniforme verde olivo reforzaban la aureola mágica. Y su leyenda se extendió más allá de las fronteras. Era, para muchos en el mundo, una especie de mesías revolucionario. A pesar del feroz proselitismo empeñado en consolidar su mito, para una buena parte de los cubanos era bastante obvio que el país era conducido hacia el desastre. Ya a principios de los noventa era otra la canción que marcaba la visión popular hacia su figura. Y esta vez no se trataba de una guaracha, sino de un rock criollo: «Ese hombre está loco».

La paloma blanca sobre su hombro, su rostro en la portada de Bohemia como si fuera un Cristo, su estatura y su uniforme verde olivo reforzaban la aureola mágica

 

Raúl Castro tuvo el tino de entender que no poseía ni una gota del carisma de su hermano. Centró sus esfuerzos en mostrarse discreto, pragmático y aperturista. Cimentó su poder sobre el llamado «peso histórico». Para algunos, la gestión del general de Ejército ha sido el momento menos malo que ha vivido el país desde el Período Especial. No obstante, su lema Sin prisa, pero sin pausa encontró tantos baches en el camino que el sueño de copiar a chinos y vietnamitas acabó empantanándose.

La dictadura necesitaba urgentemente encontrar a un sucesor. Raúl había barrido con el equipo que había estado cerca de su hermano. Aquellos muchachones de la Batalla de Ideas cometieron el pecado capital de verse como herederos al trono. El chino de La Rinconada tenía su propia lista, ajena a la de Punto Cero. Raúl, personalmente, reconoció haber experimentado con una docena de candidatos a delfines. Hasta que, finalmente, una de esas probetas llenó sus expectativas: Miguel Mario Díaz-Canel Bermúdez.

El rubio de Las Villas había estado aguantando la respiración desde que se supo en el camino hacia la corona. Era obvio que tenía micrófonos y cámaras hasta en el inodoro. Y esa apnea prolongada no solo lo encaneció antes de tiempo, sino que eliminó toda expresión humana de su rostro. Díaz-Canel es incapaz de sostener un discurso fluido sin mirar las tarjetas que lo acompañan en todas sus intervenciones. Cuando se ha salido un milímetro del guion, ha cometido pifias como aquella donde afirmó que «la limonada es la base de todo«.

Sin carisma, ni peso histórico, a Canel no le quedó otra opción que escoger el lema menos revolucionario imaginable: Somos Continuidad. Para un pueblo que exigía a gritos la palabra «cambio», el continuismo resultaba un cubo de agua fría. Tampoco el ashé (ese concepto de la santería asociado con la suerte) le ha acompañado. La triste caída de un avión, el tornado de La Habana, el derrumbe de un puente sobre el río Zaza y la pandemia de covid-19 no apuntan a la bendición de los orishas.

Sin carisma, ni peso histórico, a Canel no le quedó otra opción que escoger el lema menos revolucionario imaginable: ‘Somos Continuidad’ para un pueblo que exigía a gritos la palabra «cambio»

Si de apodos se trata, tampoco ha corrido con fortuna. En Holguín, cuando era primer secretario del Partido y se empeñó en impedir que los campesinos entraran leche a la ciudad, fue bautizado como Miguel «Díaz-Condón«. Más tarde, el influencer Alex Otaola lo renombraría como «El Puesto a Dedo». Y finalmente, desde el rapero Maykel Osorbo, la ex actriz porno Mía Kalifa, hasta un coro gritado en las calles y rotulado en los muros, le han fijado el nada amable apelativo de: «El Singao».

No hace falta relatar con detalles el desastre de la Tarea Ordenamiento. Y para colmo, la «orden de combate» tras el estallido social del 11 de julio lo coloca ya como un tirano irredimible. Raúl Castro, probablemente, se golpee la cabeza contra las paredes pensando cómo demonios se le ocurrió semejante designación. De nada sirve que el nuevo eslogan de Díaz-Canel sea A Cuba, ponle corazón. Con semejantes síntomas, el mito de la Revolución cubana, en sus manos, va en caída libre hacia el paro cardíaco.

 

 

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