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Pueblo contra pueblo no puede ser la solución

El régimen se conforma con nuestros silencios, nuestra inmovilidad y, mejor aún, con nuestra complicidad, aunque esta llegue bajo la forma de un “simple acto de sobrevivencia”

LA HABANA, Cuba. — Lo leí en un grupo de intercambio de divisas en Facebook. En un comentario a una publicación de venta de dólares, un usuario amenazaba a un vendedor con denunciarlo a la policía si no le rebajaba la tasa de canje a menos de 70 pesos cubanos, a pesar de que esta última cifra igual superaba la tasa oficial de 24 por 1, de modo que aún así el acto de compra-venta, en su carácter clandestino, continuaba siendo castigado por la ley.

Es decir, un cubano oprimido que está violando la ley y que, sin dudas, pretende emigrar o revender los dólares que adquiere de manera ilegal en el mercado negro, amenaza a otro cubano oprimido con entregarlo a la policía si no se pliega al chantaje. Un acto mezquino, sin dudas, pero no un hecho aislado, y en esto radica mi principal preocupación porque, en la misma publicación, más de uno apoyó la idea de denunciar al vendedor que propusiera los dólares a más de 70, incluso bajo el argumento de que vender a mayor precio “es un abuso contra los pobres cubanos que solo quieren comprar dólares para salir de este país”.

Un “razonamiento” (por llamarle de algún modo) que no solo se equivoca al descargar todas las responsabilidades —culpabilidades— sobre lo malo que hoy sucede en Cuba en los hombros del sujeto equivocado, sino que traduce la irracionalidad y la hipocresía que se han vuelto práctica común de una parte considerable de la población, esa que, curiosamente, se debate en una disyuntiva infernal: la de escapar de la Isla o permanecer en ella bajo un sistema político opresivo.

Gente que, pretendiendo huir de un régimen policial, recurre a la denuncia ante las fuerzas represivas como chantaje contra un semejante. Gente carente tanto de dignidad como de sentido común que, paradójicamente, se escuda en la represión para conseguir escapar de esta.

Una aberración similar fue la disputa entre una “colera” y una “revendedora” que presencié no hace mucho en uno de los tantos tumultos frente a una tienda donde habrían de vender pollo congelado y aceite. Aunque las mujeres se dedican a dos trabajos marcados no solo como ilegales, sino, además, mediáticamente criminalizados (y, por tanto, estratégicamente responsabilizados por la dictadura con la crisis de desabastecimiento que nos azota desde mucho antes de la pandemia, producto del manejo de la economía en beneficio de una élite militar), ambas en medio de la trifulca se amenazaban con delatarse, apelando a la complicidad de cierto “amigo policía”, gracias al cual se las dejaba delinquir “en paz”.

También por estos días, cierta “figura pública” me ofreció, casi como en un acto de suprema “bondad”, su fórmula personal para “no buscarse problemas”. Algo similar a lo que hace el conocido e intocable super negociante de barrio al que la policía le perdona la vida porque los 26 de julio cuelga una bandera rojinegra en su balcón y, lo que es mejor, siempre está disponible para “combatir al enemigo”.

Ambos “métodos para permanecer a flote”, por cuanto llevan de obediencia extrema, fingimientos y actos de cobardía, no son muy diferentes a lo que sucede con el delator chantajista y las coleras apadrinadas por represores.

Todos son modos de actuar que, aun como consecuencia de los devastadores efectos sociales de una dictadura prolongada en el tiempo, no se justifican como actos de sobrevivencia, no en este punto crítico al que hemos llegado como pueblo oprimido, explotado, silenciado. Estamos en una situación “terminal” donde es posible determinar a las claras quién en realidad tiene la culpa de cada cosa buena o mala que nos sucede, pero, sobre todo, de definir precisamente ese estado conclusivo de la dictadura, cuán cerca estamos del fin de la opresión y, por tanto, que ya es hora de echar a un lado definitivamente esas “estrategias” que acrecientan el “pantano nacional”.

Quizás algunos años atrás, cuando sin Internet ni redes sociales no nos dejaban explorar la cruda realidad más allá de la familia y el barrio, cuando la “información” nos llegaba de a poquitos y por las vías controladas por el Partido Comunista, se justificaran —aunque solo a la luz de la ignorancia total— ciertas “ingenuidades” que hicieran de los actos de repudio y la “chivatería” un ejercicio de “normalidad”. Pero al día de hoy, cuando ya sabemos de lo que son capaces contra una multitud que toma las calles para protestar de manera pacífica, y cuando es evidente que les importa más construir hoteles que viviendas, comprar patrulleros y no ambulancias, es condenable prestarse, desde la condición de oprimidos, a la delación y persecución policiales.

Tal como van las cosas de excedidas en asuntos de represión, tan evidentes y sobrados en actos de prepotencia —lo cual traduce desesperación—, incluso fingir que nada nos afecta y quedarnos callados (“no meternos en política”) nos debiera mover al desprecio de tales actitudes porque, ya sin apoyo expreso, verdadero, el régimen se conforma (porque gana tiempo) con nuestros silencios, nuestra inmovilidad y, mejor aún, con nuestra complicidad aunque esta llegue bajo la forma de un “simple acto de sobrevivencia”.

 

 

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