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Carmen Posadas: Un mono con un kaláshnikov

Hace tiempo que intento buscar una explicación a dos fenómenos globales inquietantes. El primero es el auge de la sinrazón, la infantilización rampante que nos infesta y el triunfo de las teorías conspirativas más delirantes. El segundo es el ocaso de la democracia y la irrupción de caudillos y autócratas tanto de izquierda como de derecha. El tema da no para un artículo, sino para todo un libro, pero aun así me gustaría compartir con ustedes algunas reflexiones.

En su libro El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo, Anne Applebaum comienza contando que en la Nochevieja de 1999 su marido y ella dieron una fiesta a la que acudieron amigos periodistas, intelectuales y profesores universitarios de diversos países. Ingleses, americanos, centroeuropeos, liberales y/o de izquierdas, todos de un perfil y sensibilidad similares. Veinte años más tarde unos se habían vuelto trumpistas; otros, partidarios de Putin, de Orban e incluso prochinos, de un signo o su contrario, pero  todos radicales e intransigentes. La teoría de Applebaum es que, dadas las condiciones adecuadas, cualquier sociedad civilizada puede dar la espalda a la democracia. ¿Pero cuáles son esas circunstancias «adecuadas»? ¿Qué hace que sociedades avanzadas, con rentas per cápita altas y un grado de cultura elevado, abracen de pronto teorías extravagantes, acepten como ciertas trolas descomunales y voten por individuos populistas y mentirosos?

¿Qué hace que sociedades avanzadas, con rentas per cápita altas y un grado de cultura elevado, abracen de pronto teorías extravagantes?

Una de las razones que ella apunta para esta deriva (que ya se produjo en la Alemania nazi y que ahora está teniendo lugar en naciones tan diversas como el Reino Unido del brexit, los Estados Unidos de Trump o algunos países del antiguo Pacto de Varsovia) es algo en apariencia tan inofensivo como la nostalgia.

Este mecanismo humano se ocupa de embellecer el pasado y es importante que lo haga porque encarar el futuro requiere cicatrizar, relativizar. La nostalgia hace que podamos ver en el ayer, por  oscuro y traumático que fuera, notas de optimismo, de belleza, de amor. Esa es la nostalgia sana, la de los abuelos, por ejemplo, que coleccionan recuerdos de antiguas glorias familiares para transmitir esa sabiduría y ese acervo a sus nietos. Pero en política existe otro tipo de nostalgia bastante más peligrosa. Es la que llaman ‘nostalgia restauradora’.

Este tipo de nostálgico no quiere limitarse a contemplar el pasado y aprender de él. Aspira a una entelequia, a revivir una idealización interesada y adornada de tan brillantes como inexistentes virtudes. Al nostálgico restaurador no le interesa el pasado con todos sus matices, imperfecciones y errores. Lo que quiere es la versión Walt Disney de la historia, resucitar lo que nunca fue e infantilmente convertirse él en protagonista.

No es casual, por tanto, que la nostalgia restauradora abrace teorías conspiranoicas y bulos. No es casual tampoco que, para volver a ese supuesto paraíso perdido, elija líderes carismáticos y estrafalarios que han sabido pulsar esa tecla sentimental como Boris Johnson o Trump. El primero supo capitalizar la nostalgia de los británicos que llevó a su país por el desbarrancadero del brexit. El segundo ha hecho creer a un número considerable de norteamericanos que les robaron las elecciones propiciando, además, que sus fieles intentaran asaltar el Capitolio.

Aquí en España tampoco faltan los nostálgicos y, en nuestro caso, lo son de signo dispar: unos añoran las delicias de la Segunda República; otros, la mano dura del franquismo. Pero, más allá del peligro que supone esta malentendida nostalgia que se ha apoderado del mundo, existe otro fenómeno paralelo, pero muy relacionado con el primero, que me parece más grave: la decadencia de la democracia.

En países tan diferentes como Venezuela, Nicaragua, Rusia, Turquía, Hungría, Marruecos o Filipinas, la democracia  se ha convertido en una farsa. Una farsa aceptada, además, porque en efecto hay elecciones, en efecto existe el sufragio universal, pero una cosa es una democracia y otra muy distinta un Estado de derecho, y eso parece olvidarse. Claro que esta deriva merece otro artículo, de modo que con esta idea les dejo: alguien escribió hace años que la nostalgia es un error. Ahora, con el auge de los bulos, la impagable ayuda de líderes oportunistas y con la democracia  camino de convertirse en simulacro  o en una mera coartada, habría que añadir que se ha vuelto más peligrosa que un mono con un kaláshnikov.

 

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