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Las vidas paralelas de Stalin y Putin

Ambos ofrecen grandes similitudes en el ejercicio autoritario del poder, el maquiavelismo, el control de los servicios secretos y su concepción imperial de Rusia

Hitler y Lenin fueron líderes carismáticos. Todos sus colaboradores y amigos coincidieron en que ambos tenían una capacidad extraordinaria para suscitar adhesiones y fascinar a sus seguidores. Hans Frank, el lugarteniente nazi, lo expresó así: «Hablaba siempre desde el corazón y conectaba con todos nosotros. Salían por su boca los sentimientos que teníamos quienes le escuchábamos».

Stalin, que acumuló un poder que jamás llego a poseer Lenin, nunca fue un líder carismático. Su carácter era retraído y hablaba muy poco. Inspiraba miedo, pero no afecto. Nadie se atrevía a llevarle la contraria. Su segunda mujer se suicidó porque no soportaba sus ataques de ira.

Escalar en la sombra

Su ascensión sólo se puede explicar por el control del aparato del partido, del que fue nombrado secretario general en abril de 1922. Era el único dirigente que formaba parte del Politburó, el Orgburó y el secretariado de los bolcheviques. Fue escalando en la sombra, sin que los líderes históricos como Kamenev, Zinoviev y Bujarin vieran una amenaza en su mediocre figura.

Vladímir Putin desarrolló el mismo talento para medrar en el aparato burocrático de Boris Yeltsin, que le nombró jefe de los servicios secretos en 1998 y, un año después, primer ministro. Tras la renuncia de su mentor, Putin pasó a ser el número del Kremlin. Desde 2000 no ha abandonado esa posición con la excepción del interregno de los cuatro años que cedió la presidencia a Dmitri Medvéded (2008-2012) por la limitación de mandatos. Medvédev siempre estuvo supeditado a Putin, que era quien realmente decidía.

Del paro a primer ministro

Lo mismo que nadie pensaba en Stalin como sucesor de Lenin, que le repudió en su testamento, tampoco nadie creía que Putin pudiera alcanzar la cima. Era un oscuro funcionario que había dejado el KGB a principios de los 90 y había fichado como ayudante de Anatoli Sobchak, alcalde de San Petersburgo y figura de la perestroika. Cuando Sobchak no fue reelegido para el cargo en 1996, Putin se quedó en el paro. Tres años después, era primer ministro. No existe ningún precedente en Europa de una carrera tan meteórica.

No hay duda de que Putin impresionó a Yeltsin y se hizo indispensable. A pesar de que era un total desconocido, le colocó al frente del Gobierno. Le consideraba leal y eficaz. Tuvo mucho que ver en esa decisión el enorme favor que Putin le hizo a Yeltsin cuando estaba al frente del FSB, el nombre que adoptó el antiguo KGB. Por aquel entonces, el fiscal Yuri Skuratov investigaba la corrupción de altos funcionarios del Kremlin, un asunto muy feo para Yeltsin. Putin le filmó en una orgía sexual con varias prostitutas, forzando su dimisión.

Putin había servido como jefe de la estación del KGB en Dresde desde 1985 a 1989. Alcanzó el grado de teniente coronel. Pero vio que su carrera había tocado techo y abandonó el servicio. Cuando llegó a lo más alto, se rodeó de antiguos colaboradores de la agencia.

Stalin era también muy consciente de la importancia de controlar personalmente los servicios secretos. Colocó al frente de ellos a personajes serviles como Yagoda y Yezhov y a hombres de confianza como Beria, al que había conocido en Georgia. Stalin utilizó el NKVD para aumentar su base de poder y eliminar cualquier disidencia. Todos sus rivales acabaron en el banquillo y fueron ejecutados. Millones de personas fueron confinadas en Siberia en los años 30 y 40.

Eliminar a los adversarios

Ni a Putin ni a Stalin les tembló la mano a la hora de purgar a sus adversarios. El caudillo georgiano se deshizo de la cúpula militar, los dirigentes históricos y los intelectuales orgánicos en procesos teledirigidos que acababan en una condena a muerte. Putin ha actuado de forma más directa al ordenar o inducir el asesinato de Anna Politovskaya, Litvinenko, Skripal o Nemtsov, líder de la oposición. A Navalny, tras sobrevivir a su envenenamiento, le ha metido en la cárcel.

Putin, al igual que Stalin, es frío, metódico y calculador. Elimina cualquier obstáculo que se interponga en su camino sin escatimar los medios. No acepta que nadie le discuta. Pero al margen de la similitud de su carácter, el principal paralelismo es que ambos comparten la misma visión imperial de Rusia y el desprecio a las democracias liberales.

Stalin creó Gobiernos títere en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumania al acabar la II Guerra mundial. Quienes los encabezaban eran comunistas de probada lealtad a la Unión Soviética. Y no dudó en intervenir cuando alguien se apartaba de la línea que él marcaba. Por ejemplo, en el caso de Rudolf Slansky, líder del Partido Comunista checo, al que detuvo y ejecutó en 1952 en una farsa de proceso.

Putin ha seguido sus pasos. Asistió en la antigua RDA con consternación a la caída del Muro de Berlín y el derrumbamiento de la Unión Soviética, algo que vivió como una humillación. Cuando llegó al Kremlin, bombardeó Grozni y acabó con la resistencia chechena, luego envió sus tropas a Georgia en 2008 y, seis años después, se anexionó Crimea y ocupó la cuenca del Donbass. Desde entonces, ha repetido en público y en privado que Ucrania es una provincia rusa.

Culto a la personalidad

Otra similitud llamativa es el culto a la personalidad que ha fomentado Putin. Tras su modestia aparente, Stalin permitió que las calles se llenaran de su efigie, que las escuelas llevaran su nombre y que su figura fuera glorificada en el partido. Fue eliminando los símbolos de Lenin y poniendo en su lugar los suyos. En las últimas apariciones en público, hemos visto a Putin en escenarios que evocan la grandeza del zar. Se le ha grabado con sus ministros y asesores en un gran salón con columnas, situado sobre un pedestal y manteniendo una distancia mayestática de más de diez metros.

Como Stalin, Putin inspira terror. Sus colaboradores no se atreven a replicarle y bajan sumisamente la cabeza cuando les reprende. Y cada vez quedan menos medios de comunicación que sean capaces de criticar sus decisiones, entre otras, razones porque quien osa desafiarle puede ser castigado a quince años de cárcel. Stalin también estaba obsesionado por el control de la prensa y escribía personalmente los editoriales del ‘Pravda’.

El ejercicio despótico del mando, la eliminación de los adversarios, el control de los servicios secretos y del Ejército y la censura a los medios de comunicación son características que ambos comparten. Pero también la desconfianza, el maquiavelismo y la frialdad que combinan con un instinto excepcional para mantenerse en el poder.

 

 

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