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Del no-gobierno

Un gobierno-patio-de-colegio no es ya sólo un chiste idiota; es un suicidio

España no tiene un mal gobierno. Ni uno bueno. En no tener gobierno alguno se cifra toda la originalidad de la actual política española. Hay ministros. Muchos. Que cobran, naturalmente, lo que les es debido a los padres de la patria. Hay cargos ‘de confianza’, por supuesto. Innumerables. Que cobran, naturalmente, lo que su fidelidad vale: legiones de amiguetes -y, perdón, de amiguetas- pusieron así pie en su fastuoso primer trabajo: al menos, eso redujo el paro; hasta a alguna, parece, le fue otorgado el honor de acunar a las criaturas de los jefes. Y hay un figurín al frente.

Lo interesante del experimento español es que funcionó. Y que, al cabo de algo más de dos años, el Estado que tal no-gobierno administra aún no ha entrado en colapso. Es un enigma que, digo yo, habrá de ser sesudamente estudiado por los llamados politólogos. A los demás mortales, sencillamente, nos pone de bastante mala uva. Pero aun en lo más alucinado hay lógica. La de este pervivir en el tiempo de un gobierno imposible, cuyos ministros consagran su tiempo a acuchillarse en una guerra perpetua, hay que buscarla a cientos de kilómetros de Madrid: en Bruselas. Los Estados, en esta mal definida transición supranacional de la Unión Europea, son una pervivencia residual. Sin muchas más funciones que las decorativas. Caras, eso sí, a veces: los veinte mil millones de ornato femenino que administra doña Irene Montero, por ejemplo. La panoplia de intervenciones decisivas está blindada a los indígenas: la economía es cosa de Bruselas; los gobiernos nacionales la aplican y eso es todo. No sé para otros países; para el nuestro, ha sido una bendición del cielo.

Y esa tutela basta y sobra para los tiempos ‘normales’: esos en los que la inercia del dinero europeo basta para ir saliendo adelante. Pero hay tiempos que de normales no tienen nada. Y es entonces cuando los vacíos institucionales se revelan insalvables. En esos días, el excedentario gobierno que dejaba rodar sólo la opulencia de la UE, se trueca en traba para la supervivencia. Tal es el tiempo de la guerra, cuando la vida y la muerte comparecen, sin máscara, a un paso de nuestras fronteras. Y entonces un gobierno-patio-de-colegio no es ya sólo un chiste idiota; es un suicidio. Y el figurín para páginas de papel couché y televisores, que tan jovialmente lo presidía, se trueca en nadie. En eso estamos.

La guerra no es algo que exista sólo en los campos de batalla. Una guerra disloca todas las determinaciones materiales y morales de quienes, de cerca o lejos, asisten a su despliegue. El tiempo del no-gobierno no puede ya ser prolongado ni un instante. Más allá de convicciones o ideologías, sólo un gobierno de concentración nacional puede enfrentarse a una emergencia así. No se eligen las situaciones críticas. Pero cerrar los ojos cuando llegan es estar muerto.

 

 

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